domingo, agosto 30, 2009

Un tesoro bajo la escalera.

Una mañana de enero de 1969 saqué unas cajas y bultos que había en un pequeño depósito situado debajo de las escaleras de mi edificio. Vivíamos entonces en un apartamento en la calle San Nicolás en Centro Habana, prolongado hacia lo que en otros tiempos fue la peluquería de mi mamá; y en esa etapa ocupábamos con una cocina, comedor y cuarto. De manera que teníamos una especie de dúplex y en el medio, interior a nuestra casa, el espacio donde yo me estaba introduciendo a gatas y donde sabía, fruto de anteriores incursiones, que una de las losas se había zafado.

De hecho, yo, con un cuchillito, había jugado a Edmundo Dantés en el Castillo de If y había retirado la losa para excavar un agujero en el piso. En una ocasión, mi mamá me habló de la necesidad de un escondite seguro y yo le dije que ese lugar nadie lo encontraría. Así fue cómo me dieron la tarea de preservar lo que quedaba del muy mermado patrimonio familiar: un frasco de caramelos (quizás de un litro) lleno de monedas de oro, piedras y joyas.

Medio año atrás, el día que una patrulla de la brigada fronteriza nos atrapó en las inmediaciones de la Base Naval de Guantánamo, descubrieron una bolsa llena de oro junto al agua y la comida. No sé si era nuestra o de la otra familia que iba con nosotros, mi mamá llevaba una faja (parecida a las que usan ahora los terroristas suicidas) que aumentaba su peso en varios kilogramos.

Estuvimos tres días en la estación y nadie descubrió la carga. Cuando regresamos a la Habana, fue que pudo quitarse la faja.

Después, pusimos su contenido en el pomo. Antes, hizo una lista de lo que iba colocando. Ahí estaba mi primer Rólex. Era de oro, manilla de cuero, que le quitaron para guardarlo. Me lo había regalado por mi duodécimo cumpleaños, pero no me dejaba utilizarlo. "Te arrancan el brazo si te cogen por ahí con ese reloj." Luego, en 1971, me regaló otro (de acero) que no me quité en veinticinco años.

Las monedas eran de una onza. Brillantes, nuevas. No creo que hayan circulado jamás. He visto otras mucho después (más pequeñas, de cinco pesos) en otras manos. Son atesoradas para cuando valga la pena. Aquellas llenaban la mitad inferior del pomo y no sé qué pasó con ellas.

Una vez enterrado el tesoro regresé los cajones a su sitio y volvió a depositarse el polvo sobre la losa recolocada.

Un año y medio después, la policía registró la casa. Se llevaron dos camiones de cosas y mucho dinero. Deben haber sido descuidados, porque no encontraron el que estaba oculto en el inodoro ni el que habían cosido en el forro de alguna ropa colgada en el escaparate.

Tampoco hallaron mi escondite.

El tesoro permaneció en su sitio hasta que nos mudamos hacia una casa en el Vedado. Lo saqué en esa ocasión y no supe más de él.