Una vez cada dos o tres meses, sólo o acompañado, me pongo los ojos de turista y voy a La Habana.
Aunque soy guantanamero, llevo más de nueve lustros viviendo en esta ciudad, y he ocupado viviendas en la mítica calle San Nicolás, la otrora bulliciosa Consulado, la alegre calle Colón y en la muy veterana O'Reilly. Vivo en el Vedado y cuando digo "La Habana", me refiero a Centro Habana o a la Habana Vieja, lugares donde pasé una buena parte de mi infancia y mi juventud.
Así, pues, tomo un carro "de diez pesos", no necesariamente un "almendrón", ya que muchos "botean" con autos más contemporáneos; o estaciono el Moskvich en Galiano o en la Avenida del Puerto y salgo a caminar.
Si aquí yo utilizara mis ojos nacionales, vería los portales sucios, las calles casi intransitables, la suciedad por doquier extendida; me detendría ante los vendedores callejeros, con la esperanza de encontrar algo barato, no lo que busco y me es necesario, sin garantía, que tampoco vale mucho la de la tienda. Entraría una y otra vez a los mercadillos, trapichopis, tiendas de todo por uno. Compraría un refresco "Caricia", adulterado con azúcar prieta y me comería un pan con jamón cortado para el engaño.
Como me he puesto mis ojos de turista, paseo lentamente, emocionado por lo que queda de alguna de las casas donde vivía hace treinta o cuarenta años (en el caso de Consulado y Colón, es la sombra de una pronunciada escalera marcada en la pared del edificio de al lado. El que yo habité, se derrumbó hace tiempo, dejando sin farmacia al barrio y solo el fantasma empinado, con dos descansos y una única esquina a la altura del escalón catorce, recuerda la inmensa casa donde conocí a los Beatles, a Carnegie y algunos aspectos sorprendentes de la anatomía femenina, encarnada en la primera muchacha que accedió a "aliviar mi pena un poco", como rezaba Gina León en una popularísima canción de aquellos tiempos.)
Ando despaciosamente, mirando las fachadas, los paseos, los edificios restaurados. Soy indulgente con el mal olor, no me fijo en el mal gusto de los carteles que anuncian servicios o comida, les sonrío a las muchachas que me miran, incitantes. Me acerco a una muy hermosa que ofrece manzanas en una mesa.
Es hermosa, la Habana, si la observo con ojos de turista. Uno se abstiene de mirar lo que le han hecho y disfruta lo que se conserva. ¡Hay tantos lugares donde sentirse bien! La gente se muestra obsequiosa, me pregunta de dónde soy, me ofrecen habanos, viagra, muchachas. Me invitan a pasar a sus restaurantes, los porteros. Como turista, debo visitar sus museos, sus bulevares, sus edificios públicos.
Me siento ante una mesita al aire libre y un solícito camarero se acerca al instante. No he elegido un caro mesón, un refinado establecimiento o una fonda, de abundante servicio. Sólo quiero un jugo de fruta bomba, cuyo nombre guantanamero, papaya, es asociado en la Habana, a la dulce fruta femenina que tanto se le parece.
Siempre aparece algún mendigo. En cada viaje a la Habana con ojos de turista, debo entregar dos o tres monedas a manos temblorosas, que las guardan rápidamente, no sé si con temor a ser aprehendidos por pedigüeños o para salir rápidamente en busca de algún turista más generoso. También vienen niños buscando caramelos, gomas de mascar o, en última caso, monedas. Me da vergüenza por ellos, no llevo golosinas a causa de mi diabetes. No les daría dinero y tampoco soy tan espléndido como para comprarles un paquete en el kiosco de la esquina y regalárselo para que compartan. No sé qué hacer, porque, ante mi vacilación, me acosan despiadadamente. Siento que cederé y me dirijo al tinglado. No obstante, mientras compro el paquete, desaparecen los niños: deben haberse asustado de otro niño que, con cara de malo, vestido de policía, comparece por arte mágica. Guardo el paquete para los próximos niños y continúo mi recorrido. Buscavidas, trabajadores, mendigos, muchachas y niños me miran con los ojos con que se mira a un turista.
Nunca regreso triste. No, por cinismo o insensibilidad. La Habana es bella, cuando se la mira de cierta forma. Su belleza, creada en medio millar de años, no se ha extinguido en medio siglo de maltrato. Renace ahora, que es negocio. Sus personas, pintorescas a lo Bienvenido Míster Marshall, despiertan buenas intenciones. El jugo es un bálsamo para mi estómago. Busco las causas de mi amor por los habaneros, extendido desde mi esposa y mis hijos. Y las encuentro fácilmente. Es el amor por los míos. Son como yo, soy como ellos. Todos somos habaneros.