martes, julio 08, 2008

Ocupante Original

Una vez entregada Anita y las Cinco Gordas, (aún me dará trabajo, pero ya pasó lo más intenso) espero dedicar más tiempo a un proyecto en el que trabajo hace varios años (Llevo escrito poco menos de doscientas páginas). Se trata de una novela regida por el misterio, la búsqueda y el crimen. No es policiaca, tampoco es básicamente una novela “negra”.
Se trata de un hombre situado ante una entrega incomprensible: su antigua esposa le ha devuelto, sin explicaciones, la casa que ella y su nuevo compañero han restaurado y convertido en una hermosa y confortable residencia. Tratando de enterarse del sentido esta acción, accede al ordenador personal que ellos dejaron en la casa. En el mismo aparecen numerosos documentos que le permiten adentrarse en un universo conocido bajo una nueva luz.
El tema sigue siendo Cuba, sólo que aquí procuro otro ángulo. Los documentos de la computadora permiten obtener un nuevo perfil de la sociedad cubana de esta primera década del siglo.
En próximas entradas colocaré nuevos fragmentos, aquí sólo incluyo el inicio:
Memoria registrada
Tengo la llave del pesado portón de madera del edificio al que estoy entrando. Detrás, hay sólo una escalera, inclinada y rectilínea, con su descanso a mitad del recorrido, frente a una entrada oscura que da acceso a los dos apartamentos de la segunda planta y, al final, guarnecida en hierro, una linda puerta, cuidadosamente trabajada. También la abro y me encuentro ante una vivienda confortable, de puntal alto, cuyo recibidor tiene cuatro butacones revestidos con terciopelo rojo y está separado de la sala por dos columnas de mármol. Recorro la casa con un sentimiento de admiración. Nunca, en los años que viví en ella, tuvo esta apariencia de recién construida.
La calidad está en el detalle. La masilla en las paredes, las cenefas y los techos con sus diseños y colores originales, los empapelados en los cuartos, los muebles de caoba barnizada. Todo luce mejor de lo que debió lucir hace ochenta años, cuando era nueva.
Se ven anacrónicos, el televisor a colores en la sala, el reproductor de video, el equipo de música y, en uno de los cuartos, la computadora, en un escritorio de cedro claro, conectada a los inevitables módem, impresora y escáner.
La casa brilla de limpieza. Huele bien, funcionan todas las lámparas. Una cajuelita sobre la mesa del teléfono tiene un papel firmado con la fecha de hoy. Es un recibo por diez dólares por la limpieza de la casa esta semana. Según reza, la mujer que limpia viene a eso de las nueve y se va a mediodía. Hace su trabajo sin encontrar a nadie en la casa.
Voy al refrigerador. Está surtido como si los dueños siguieran aquí. Saco un refresco, me dirijo al cuarto, enciendo la computadora y en lo que se carga el Windows, salgo a registrar los escaparates. Están cerrados y no estoy de ánimos para hurgar en ellos.
Una escalera conduce a la azotea, cerrada con candado. Tengo la llave, también. Es sólida, con barandas adornadas y un cuarto de herramientas. Está atardeciendo y las palomas, molestas por mi presencia, salen a volar en círculos, buscando otro lugar donde posarse. Me gustaba venir a esta azotea para conversar por señas con unas muchachas que vivían en el edificio de enfrente, a las que nunca conseguí encontrar en la calle.
Una ligera lluvia comienza y decido bajar, cerrando bien la portezuela.