sábado, noviembre 17, 2007

Presentaciones.

Aunque puede parecer redundante, ya que hablé antes de mis dos libros en la primera entrada de este blog, he colocado más abajo las presentaciones escritas para su lectura en las ocasiones en que las presenté en la Torre de Letras, ese proyecto maravilloso que mantienen Reina María Rodríguez y Antón Arrufat entre otros.

Nacer en Delito Mayor

Esta novela, Delito Mayor, representa un cambio en mi vida. Fue la primera vez, después de un cuarto de siglo de abstención, que pude salir del armario para realizar el ejercicio nudista que es para mí la literatura. Era la novela de un sueño, y es mi sueño el que completé, no cuando el primer editor decidió correr los riesgos de ponerle carátula e ISBN para llevarla a librerías y ferias, si no cuando terminé el ciclo que constituye, la leí completa y pude asegurarme de que funcionaba y transmitía las tesis que defendía con ella.

Varios hilos hicieron nacer la idea que plasmé en Delito Mayor. Quizás, surgió de los largos viajes en bicicleta que emprendía a diario para llegar a las siete de la mañana a mi trabajo. Un colega me dijo: "Yo bajo la cabeza. Y voy mirando la goma, y se me pasa el viaje sin darme cuenta." Y aquello me pareció tan literario, que me propuse dotar al primer personaje que inventara de esa costumbre. Antes, había leído "La vida secreta de Walter Mitty", un cuento acerca de un individuo, que era muy poquita cosa, pero que se complacía intensamente con la admiración que despertaba en sus fantasías. Es un hecho común, pero poco utilizado en la literatura, que las personas se consuelen de su mediocridad imaginando el éxito. Motivos literarios, tuve muchos. "La Buena Tierra", de Pearl S. Buck y "La Vida es Sueño", me ayudaron con el guión y el contrapunto.

Yo quería reflejar el modo en que la tarea, bien difícil, de sobrevivir en medio de condiciones tan adversas, nos dota de comportamientos animales. Pero es la imaginación la que nos convierte en bestias distintas, y es la cultura la que enriquece nuestra animalidad.

El reto que me propuse es el de representar el mundo imaginario desde presupuestos realistas. He tratado de evitar las casualidades, los superhéroes, los genios, el percentil cinco y el noventa y siete. He tratado de mostrar nuestro ámbito más que pobre, empobrecido; más que sucio, emporcado, sin extremos ni exageraciones. Y hacerlo con gancho, crear una historia que interesara, que entretuviera y que no me dejen el libro a la séptima página, ni en el quinto capítulo.

Y de ahí viene ese personaje, que muchos creen que soy yo; viviendo una vida, que piensan que es la mía, soñando mis sueños, aunque yo los haya creado para él. Confesaré finalmente: sí, tienen razón, soy yo; en tanto estoy hecho del mismo material y he cogido los mismos palos que todos los culpables del delito mayor del hombre. (Marzo 2006)

El real mundo de la Ternera Macho.

A veces pienso, he pensado, que en lugar de escribir historias basadas en hechos reales, yo vivo en un mundo basado en historias escritas. Una especie de Show de Truman universal. Cuando llevaba unos meses esperando la salida de Delito Mayor, fui a la playa con mi familia. Se le escapó una pelota a los niños que iban con nosotros y me lancé a buscarla. La alcancé al borde del agotamiento y tuvo que sacarme del agua un salvavidas. Yo estaba aterrado, porque se había cumplido punto por punto lo descrito en la novela. Mi personaje compra un empleo en una gasolinera que le sirve para cumplir muchas de sus aspiraciones materiales. Naturalmente, que los beneficios de su trabajo no proceden de sus ingresos legítimos. El libro se publicó exactamente al comienzo de la campaña contra la corrupción en las gasolineras. Coincidencia, no hay otra palabra.

Debo decir que yo fabrico mis tramas sin espacio para las coincidencias. Evito las excelsitudes, los macarronismos, las descripciones y las alabanzas: considero que lastran la narratividad. Pero, a veces, el mundo real nos sorprende con sucesos que ningún narrador consignaría sin temor a perder su credibilidad. Muerto de miedo, dediqué dos cuentos de Ternera Macho al tema de la censura, para encontrarme, casualmente también, al tiempo de su publicación, con la carta de Arrufat sobre el asunto Pavón.

Sería extenderme demasiado, enumerar todas las veces que me ha sucedido eso en los libros publicados y en los que están naciendo ahora. A causa de tal regularidad debo redefinir la relación de mi imaginería con la realidad: por mucho que me esfuerce en crear una situación teórica para establecer una tesis, por mucho que trate de estirar sus facetas ridículas para asegurarme de que estoy en la seguridad que proporcionan las cosas inexistentes, seré alcanzado por este absurdo universo donde tiene lógica que una vaca se llame "Buey Preñao" y sentido que una misma pareja se case todos los años –sin divorciarse- para obtener el preciado ticket que les da derecho a comprar varias cajas de cerveza y una reservación en un hotel.

Hace unos días, un escritor dijo en la televisión que la realidad no da más. ¿Para qué escribir del agobio si el agobio es omnipresente? Opino, en contra, que no nos salimos del mundo real. Por mucho que tratemos de fregar, torcer, exprimir o perfumar; por mucho que nos adentremos en el barrio del pecho, estaremos aquí, en el mundo real, haciendo Terneras Machos.

Presentación de Ternera Macho.

Ternera macho y otros absurdos es una colección de relatos que tienen varios orígenes. Hay un grupo de cuentos que forman parte de mi idea original de escribir paradojas poco edificantes. El título inicialmente era ese: "Cuentos poco edificantes" y contenía: "Los del edificio", "El compañero Job", "Un saco de pienso", "Al acecho de la nínfula", "Dieciséis Tetas", "Cincuenta", "El día de Margarita", "El cuentero de Charco Sucio.", "El recuerdo de la muerte.", "Las violaciones de Eva" y "El punto de reunión" el editor que había publicado mi novela anterior gustaba de esos cuentos, incluyó uno en la revista Renacimiento, pero pensaba que debía haber una muestra más amplia de mi trabajo en esta publicación. De manera que agregué el resto de los cuentos, tomándolos de distintos proyectos en los que he estado trabajando últimamente: Una colección de minicuentos, Cuentos de Isla, Sueños feroces, Crónicas cubanas y una colección que escribió uno de los personajes de mi última novela, a la que él tituló: "Figuras de la Pasión de Liborio", pidiéndole disculpas a Miró por parafrasearle el título. También puse algunos otros relatos dispersos para los que no tenía una definición exacta y uno de los cuentos que leí hace treinta años en el Taller Literario de la Facultad de Ciencias, fundado por Reina María Rodríguez.

Lo único general que hay en ellos es la falta de consistencia moralizante. Mi propia pequeñez me hace incapaz de ser aleccionador; por eso, nunca hay moralejas: sólo complejidades.

No quiero terminar sin agradecerle a todos los que me han prestado sus rasgos para mis personajes, a los que me cuentan anécdotas para mezclar con ácido y acíbar, a los que me critican la insistencia temática, forzándome a inventar nuevos rumbos y a los que me han hecho ver la torpeza de mis palabras elevando el listón que debo cruzar.


Un primo bajo la picana

Uno de mis primos, hombre de cincuenta y tantos, quien ha estado bajo presión económica, familiar y religiosa por decenios, ha sucumbido a una engañosa distorsión de la realidad y sufre de una paranoia acrecentada por la presencia sostenida de los factores que lo pusieron bajo estrés todos estos años. Comoquiera que la paranoia parece ser el mínimo común de los cubanos, quiero compartir con mis lectores algunas ideas que me trae este hecho.

El deporte nacional nuestro es el doble -pensar. Como señalara Orwell, esta necesaria práctica se apoya en la modificación del lenguaje hablado y escrito. Cualquier conversación de dos personas puede lastrarse por la sospecha de alguno de ellos de que está siendo marcado. Una advertencia: el índice señalando hacia el techo con movimientos circulares, debe interpretarse como llamado a la prudencia verbal sin que por eso ninguno de los dos esté sufriendo alucinaciones.

Ideas o ilusiones fijas, sistematizadas y lógicas nos mantienen mirando al mundo a través de una plancha de acrílico deforme. Nuestra realidad es observada por todos, cubanos o no, desde adentro o desde afuera, a través de láminas de colores distorsionantes. La realidad cubana está en la mente de los paranoicos, son los que la conservan intacta, los únicos que pueden hablar de ella con propiedad. Los envidio porque la aceptan como es, no tratan de comprenderla. Sus explicaciones no resisten la segunda o tercera pregunta, pero no se necesita más que su emoción, su deseo de estar seguros, la tranquilidad con que admiten que se les induzca el sueño por días enteros, que les desconecten sus dendritas, que los pongan bajo la picana a ver si todo se aclara, si desaparecen esos baches que deforman el mundo, esas ondulaciones del aire que tiran abajo las piedras de los edificios, que traen puñales; ese presente onírico con la piel punteada, irreversiblemente fea.

A este primo lo conozco desde mi infancia. Una especie de líder de la muchachada, el primero que montaba bicicleta para llevar las cantinas de la fonda de su mamá, el que más lejos llegaba bajo el agua, en la época en que el río Guaso tenía agua. Nos retratamos el mismo día, recientes aún mis cinco años, cuando a él le faltaba poco para cumplir siete. He vuelto a ver esas fotos: yo, camisa a cuadros, cabezón, con las cejas llegando a mis pestañas, enfoco al fotógrafo sin saber que me cegará de un relámpago. Él, camisa blanca, un chichón en la frente donde destaca el brillo de la luminaria cenital, la boca cerrada a la cual le faltan dos dientes, mira a lo alto sin temor.

No sabíamos que Guantánamo, nuestra ciudad, estaba perdiendo hasta el polvo. Que nos perdería a nosotros. Primero a mí, que al año siguiente comencé una carrera de habanero, de la que nunca he llegado a graduarme. Sus padres demoraron un lustro todavía en perder el sostén (la fonda, quiero decir) y dejar la ciudad cuadriculada para venir a una casa que nunca ha dejado de caerse.

Muchas veces acudió a rescatarme. Cuando no hallaba la forma de decirle a aquella chica, perfumada con agua de violetas, que deseaba tanto su consentimiento que no me atrevía a pedírselo, él simplemente la llamó y la puso frente a mí, no dejándome otra opción que balbucir incoherencias decepcionantes. Su "no" me proporcionó tal sentimiento de liberación que nunca más volví a demorar mis declaraciones. En otra ocasión, vino en mi defensa cuando un chico mayor me quitó la pelota, recibiendo en mi lugar la más sonora bofetada que haya escuchado y que me convirtió en ardiente pacifista por el resto de mi vida.

Su carácter heroico lo llevó a la profesión más común en Cuba: maestro. También, a convertirse en sostén de sus padres, con la manía indómita de la hospitalidad infinita hacia esos parientes voraces que prolongan sus estancias en la capital durante semanas, meses y hasta años. A soportar sin respuestas ofensivas los desplantes y las críticas veladas o directas que le han hecho por sus amores, por sus creencias o por sus fracasados emprendimientos. La pobreza, apenas mitigada por segundos trabajos, esporádicos envíos desde el extranjero y la "lucha" tradicional del cubano.

¿Cuántos hemos sucumbido a la tentación de escapar de esos demonios? ¿Y si es demasiado tarde?

Puede llegar una mañana en que notemos que susurran a nuestro paso. Que se hacen señas. El aire distorsiona la luz, los edificios se guiñan con las ventanas. Y los hombres llevan bultos en las medias, la cintura, las axilas. Las casas no se caen porque sean viejas, modificadas, humedecidas, salitradas. Lo hacen para ponernos la vida más difícil: sus paredes tienen bolsillos, sus techos nos vigilan y todo se rompe cuando más problemas puede causar.

Y los vecinos. Tras sus amables saludos, sus ofertas de apoyo, esconden la intención de quitarnos la vida. La quieren porque les pagan mucho por ella, porque la exige un pavoroso enemigo espiritual.

Y así llegamos a disfrutar el sosiego de ver todo de blanco, la seguridad de sentirse bien atado a la cama, el descanso del sopor inducido. Que desaparezca el acucio, el llamado a la lucha, la sensación de fracaso. Que llegue la picana a borrar la angustia. Que venga la paz.

Esperar con ella hasta que fructifique la conspiración y el enemigo se apodere de nuestro soplo vital.

lunes, noviembre 12, 2007

Mi cuarto de siglo gris.

"Es inexacto" me han dicho, como diciendo: "es mentira", que haya estado un cuarto de siglo sin oprimir una tecla "con propósitos literarios". Es obvio que en esos años oprimí muchas teclas. Estudié matemáticas y soy aficionado a la computación. En esos años, la computadora dejó de ser un equipo enorme, escondido en el sótano de la Facultad al que no podía faltarle el aire acondicionado y al que había que llevarle rollos de cinta agujereada cuando te tocaba tu turno, para convertirse en ese regidor casero que habita cuartos y comedores y al que todos comprenden. Sí, tuve que tocarle sus teclas, y muchas. Para instalar, configurar, ejecutar y programar, como tantos.

También escribí algo en la máquina. Solicitudes, reclamaciones, protestas. Exámenes, colecciones de problemas, informes de resultados, orientaciones metodológicas, desarrollo de unidades didácticas para libros de texto. En ese tiempo también le escribí mensajes y cartas a mis familiares idos, a mis hijos o mi esposa en la escuela al campo. ¿Me cogieron la mentira?

Mi mensaje no significaba que quedé analfabeto. No es una exageración. Es una forma de decir. Como quien dice: "No puedo respirar" estando vivo.

Tampoco fueron años de infelicidad. Al contrario, hay que reconocerlo, nunca he carecido de la paz de recibir afecto.

En ese cuarto de siglo me casé con la mujer de mi vida, vi crecer a mis tres hijos, terminar sus carreras universitarias, casarse, prosperar. Trabajé como estibador, auxiliar de contabilidad, fotógrafo, especialista de precios de transporte, profesor de matemáticas y otras cinco asignaturas. Gané el Concurso nacional para profesores de matemáticas, trabajé con algunos de los alumnos más inteligentes del país (también los más desconfiados, tercos, engreídos y egoístas). Estuve como profesor en dos competencias internacionales y falté a una tercera a la que las autoridades migratorias me impidieron asistir.

En ese tiempo mi madre y hermana emigraron, y años más tarde, también mi hija mayor. Monté bicicleta, bajé veinte libras, crié pollitos.

Hice colas durante meses para ir al campismo, y fui, forcejeé por montarme en ómnibus para visitar a mis hijos en la escuela al campo. Vi romperse los muebles de la sala, los muelles de mi colchón, el motor del agua del edificio, los cristales de las ventanas, las tuberías de desagüe, el "pescuezo" del ventilador, el cabo de la cafetera.

Vendí en la casa del oro y compré pacotilla, recibí ayuda de mis familiares del Norte, incluyendo de una hermana recién descubierta; trabajé y busqué más trabajo para ganar lo necesario para que no se me cayera la casa, para cambiar el tanque de agua, para poner algo en el refrigerador.

Pero no traté de escribir. Pudiera decir que estaba muy ocupado con todo lo anterior y muchas cosas que he olvidado (los festivales de cine, las colas con tickets para comer hamburguesa, los zapatos hechos a mano de antes de la operación "cocodrilo", los viajes a la playa en las guaguas del trabajo…) Entonces sí que estaría mintiendo. También podría justificarme con el miedo. ¡Me costó tan caro haber escrito en mi juventud…! Es una barrera, pero no es toda la verdad. Vagancia, deseos de vivir, falta de necesidad de expresarme, ambiente inadecuado. Pretextos, de mayor o menor calidad.

Nunca en mis narraciones intento llegar a los motivos más profundos. No soy Dios y no me gusta ese estilo. Trato de contar solamente lo que pasa, no por qué. Ni siquiera puedo dar una causa definitiva para mi propia falta de decisión.

Hay una aritmética, no obstante, que podemos hacer. Antes de mi encuentro con "Noel", yo escribía con abundancia propia de un Lope de Vega y dejé de hacerlo después, absolutamente. Quizás lo que ocurrió en esos meses de angustia tuviera alguna relación. Puede que no: dos eventos consecutivos en tiempo y lugar, no necesariamente están vinculados por causa-efecto.

Quizás.

El demonillo a mi oído.

Tengo un demonillo crítico que es pesado a veces. Es, por ejemplo, quien en el preciso momento en que la muchacha más hermosa del planeta se ha desnudado ante mí, me susurra al oído que se trata de una mujer casi cincuentona y que, además, hace tres décadas que es mi esposa. Claro, lo ahuyento y no me amilano. Es un demonio pequeño y algo timorato.

Es inevitable, no obstante, que mi demonio intervenga cada vez que me dispongo a admirar a alguien. Por si fuera poco, se cree humorista y me hace lucir sarcástico. Porque la comisura del rincón derecho del labio se me levanta inexorablemente y suelo dejar que se me escapen por ella algunas palabras que, de ser escuchadas, arruinarían el donaire de mi interlocutor. Tampoco me deja disfrutar como se debe de una pierna de puerco, un día en la playa, una canción popular o una telenovela. A todo le saca punta.

Por su culpa, soy inseguro. Porque soy el blanco predilecto de sus burlas. Imagino que los demás tendrán su propio demonillo y que debe susurrarles cosas peores de las que el mío me dice. Quizás el mío les sople lo que en privado me fustiga.

Pues bien: mi demonillo me ha resultado apóstata y un poco rebelde. Lo primero lo sufro cuando estoy revisando lo que escribo. Muchas veces no sale. Falla en el momento crucial, cuando más lo necesito. Me obliga a trabajar por mi cuenta y eso es difícil cuando se trata de criticar algo que te ha costado tanto tiempo y sacrificio. Mucho mejor sería si me hablara con sorna: "Qué forzada está esa frase. ¿Estabas estreñido cuando la hiciste?" o "Ese paquete ve a contárselo a tu nieto." Me ayudaría que me tildara de solipsismista o de placebo de mi mismo y que de vez en cuando me amagara la fiesta cuando más satisfecho me sienta con mis hallazgos. Hay que trabajar, hay que limpiar, pulir y condimentar. Llamo a mi demonillo, y entonces precisamente, manifiesta su rebeldía. "No quiero. Además, usted no le presta atención a lo que yo digo." Le doy un poco de coba, pero aún así, me deja solo después de hacerme ver algunas tonterías insignificantes.

Por eso me cuesta tanto revisar. Tengo que hacerlo muchas veces. Pido a mis amigos que me critiquen. Y ellos lo hacen. Los mejores son los más despiadados, los que me hacen tales críticas que me dan ganas de borrar mi trabajo. "Son unos envidiosos", me dice mi demonillo con celos profesionales. Pero no me ayuda. Debería mandarlo a cortar caña.