sábado, diciembre 01, 2007

La maldá

Todas las mujeres tienen la maldá

de llamar a sus maridos por la madrugá

El guaguancó, berreado por las voces de treinta adolescentes, con el acompañamiento de golpes en el suelo, las paredes y los asientos de la guagua y en las míticas maletas de madera aherrojadas por sólidos candados, todavía retumba en mis oídos cuarenta años después. Y es que mi esposa suele despertarme frecuentemente en las noches, cuando el insomnio la aqueja.

Soy un tipo de buen dormir y cuando yazgo boca arriba soy capaz de "roncar como un sochantre" como diría el amigo Bécquer. Trabajo mucho y el agotamiento me ayuda a caer en sopor profundo que duraría hasta la mañana de no ser por mi compañera nocturna. Ella también trabaja mucho, pero su agotamiento le llena la cabeza de informes y comprobantes. A veces su sueño inquieto se rompe con el temor de haber perdido el reloj, de estar desamparada en medio de la calle o de tener la casa llena de ladrones. En otras ocasiones son mis ronquidos los culpables. La mayor parte de las veces no importa la razón.

Porque esas despertadas nocturnas son la sal de la vida. Están llenas de arrumacos, caricias y otros amores. Sin abrir completamente los ojos, sin desperezarme ni averiguar dónde estoy, dedico un buen rato a poblar el futuro de momentos olvidados, hasta escuchar su respiración tranquila, llena de la calma de dejarme despierto en su lugar.

Pero yo tengo un buen método para dormirme. Hay tres novelas que gusto reciclar constantemente en mi memoria: Crimen y Castigo, El Rojo y el Negro y Sinhué el Egipcio. Me suelo contar su historia a partir de un momento cualquiera, como si al azar hubiese abierto el libro y lo comenzase a leer. Muchas veces, emulo con Mika o Fiódor y trato de correr la gran aventura del espíritu que fue sentarse a escribir tales monumentos. Otras, vivo las penurias de Sorel, atenazado por su ambición, por la conciencia de su superioridad sobre aquellos que lo relegan.

O disfruto con Sinhué, el que es solitario, de las peripecias de su vida, sus crímenes, sus amores. Elige sentirse solitario a pesar de estar rodeado de cortes, ejércitos, pacientes, amigos y amantes. Un amigo, Kaptah, lo acompaña en toda su carrera. Muchas mujeres calentaron su lecho. Es solitario porque se sabe único. Cada ser humano es único, pero muchos no lo sienten.

En camino a dormirme, cuando ya mi mujer ha dejado de vagar entre los temblores del insomnio, me pregunto si yo también soy solitario. Si este cuerpo que calienta mis noches, esta mujer que me trae una felicidad llena de ruidos, problemas, inquietudes y angustias; si mis hijos, que me alegran con sus noticias, mi familia, mis amigos, compañeros, alumnos, vecinos, han logrado disolver mi coraza de hombre solitario. Me sé único y sólo yo debo resolver mis conflictos éticos. A mí me toca decidir si ser o no ser. Hay una parte aquí adentro que no puede ser visible y es la que me hace solitario.

Cuando me meto en filosofías, demoro más en regresar a mi tranquilo mundo de sueños. Puede costarme un buen dolor de cabeza que me dure todo el día por falta de descanso nocturno. Debe ser mejor para mi salud conciliar el segundo sueño imaginándome a la espera de que me guillotinen o que el inspector me cace después de haber asesinado a hachazos a dos ancianas. Uno nunca sabe. Quizás deba entusiasmarme con otros libros.

Pero no, renunciar a ser despertado.Dormiría peor si mi mujer no tuviera la "maldá" de llamar a su marido por la madrugá".

viernes, noviembre 30, 2007

La cuestión de los Pajes.

(Continuación de El Reino Amurallado)

Un paje, al que hasta entonces no había notado, se acercó a su lecho y le susurró. "Señor, despierte. Es necesario que me escuche. Su vida está en riesgo." Atilio reprimió el impulso de sacar la espada escondida entre las sábanas. "¿Qué sucede?" "Enseguida le explico, venga conmigo." Mientras el monarca y su lacayo se escondían detrás de una puertecilla disimulada junto al espejo, otros dos pajes colocaron en la cama un cuerpo exánime y lo cubrieron ligeramente. Se retiraron y al cabo de un instante, penetró un hombre sigiloso en la habitación. Al ver el cuerpo en la cama, sacó un pesado espadón y arremetió contra él. Todavía estaba acuchillando al cadáver cuando aparecieron varios soldados traídos por dos pajes y capturaron al regicida.

Una semana después, los cuerpos sin vida de cinco aristócratas iniciaban un período al que se le llamó "la purificación del Reino" en el cual perdieron bienes, posición y hasta la vida, numerosos antiguos nobles y nuevos barones y plebeyos que se vieron involucrados en la conspiración.

Eran los primeros años de Atilio y no podía darse el lujo de ser débil. La integridad de la Nación estaba en juego. Llamó al paje.

- Explícame lo de la otra noche.

- ¡Señor, necesito que usted me asegure que no le va a pasar nada a ninguno de mis colaboradores!

- ¿Y estás tan seguro de que no te va a pasar nada a ti?

- No, señor. Confío en su grandeza, su Majestad.

- Bueno, si tus "colaboradores", como los llamas, no han intentado nada en contra mía, no les pasará nada. Te lo aseguro.

- Me di cuenta, su Majestad, de que un grupo de dignatarios conspiraban para deponerlo cuando escuché una conversación que sostenían dos de ellos en los jardines del Palacio Real. Sucedió durante mi primera semana en la servidumbre, no me conocía nadie y tuve que ingeniármelas para poner a mi servicio a los pajes de los dos señores, y que me mantuvieran informado de sus movimientos. A medida que avanzaba la conspiración, yo aumentaba mi red de control, incluso dentro del Palacio. Gracias a ese grupo de abnegados seguidores, usted pudo desbaratar con éxito fulminante la trama regicida.

- ¿Cómo es tu nombre?

- Etuán, su Majestad.

- Bien, Etuán. Y ¿cómo te convertiste en mi paje?

- No, señor, no lo soy. Para servirle en esta ocasión le pedí a mis asistentes que retuvieran a sus servidores inmediatos.

- ¿Cuán extensa es tu red?

- Tengo unos trescientos hombres secretamente a mi mando. Puedo extenderla sin consumir recursos del Reino, pero si crece demasiado, empezarán los rumores y puede salir a la luz.

- Conserva esos hombres y aumenta la red hasta donde puedas con las condiciones actuales.

El poder de Etuán, salido de la oscuridad, creció en los siguientes meses, hasta convertirse en uno de los factores más importantes de la monarquía. La maledicencia le otorgaba razones inauditas: desde poseer secretos de la vida pasada del soberano, hasta el mesmerismo y la brujería.

Etuán se consolidó cuando lo nombraron Ministro del Orden. Y el Rey aprobó, por Ucase Regio, que todo paje personal debía ser contratado a la Agencia Real Pajera y que todo señor cuya renta anual sobrepasase los seiscientos adarmes tendría la obligación de contratar al menos un sirviente de la agencia.

Una tras otra abortaban las conspiraciones. La antigua aristocracia, la nobleza venida a menos, los primeros barones, los grandes arquitectos, los albañiles de las murallas, fueron traicionando en su oportunidad. Los pajes construyeron sus palacios, se casaron con las hijas de los señores ejecutados, se vieron en la obligación de contratar pajes y conspiraron a su vez.

Un buen día el Señor Ministro del Orden fue descubierto conspirando. El Rey se vio en la obligación de ordenar al verdugo que lo decapitase. Lo hizo secretamente y con dolor, porque había llegado a quererlo y porque era padre de tres de sus nietos.

Ya los pajes no eran necesarios, podían ser incluso peligrosos. Pero su leyenda sirivió para mantener la tranquilidad del Reino. El monarca nombró a su hijo mayor, Ministro del Orden, el cargo más importante del estado. Crearon nuevas agencias pajeras, sin disolver la agencia de Etuán. Nuevas leyes forzaron la contratación de pajes en cada una de las agencias, de manera que un dignatario debía tener al menos cuatro pajes a su servicio representando a tres agencias como mínimo.

Había pajes que trabajaban en dos o tres agencias y tenían igual número de señores. Pajes que eran señores de sus señores. Pajes que debían informar a sus señores de las actividades de ellos mismos. Auto-pajes.

Acabaron por surgir los pajes fantasmas. Pagando una cuota adicional, se obtenía documentación completa de cumplimiento de los requisitos pajeros, sin necesidad de hacer efectivo tal empleo. Muchos señores se acogieron a dicho sistema, interpretando los pagos a las cuatro agencias como impuestos novedosos que abonarían sus vasallos, más baratos desde que no podían escapar.

Los informes de inteligencia pasaron a ser anónimos y el nuevo Ministro del Orden encargó a cuatro lectores la interpretación y el análisis de las denuncias recibidas.

(Continuará con…)

Las Princesas Primorosas.

domingo, noviembre 25, 2007

El día que leí Conversación en el Taller.

Conocí a Reina María Rodríguez una noche de otoño de 1976. No era fácil encontrar en la Facultad de Ciencias a alguien que dispusiera de tiempo y posibilidades de comunicación para apoyarla en su proyecto de crear un Taller Literario en la facultad. Cuando me pidieron que lo hiciera, eso significó para mí una tarea asignada por la FEU, tarea de cuyo cumplimiento debía informar. Lo que ella necesitaba para hacer su trabajo, era poco: ocupar un local durante dos horas, con asientos para reunir entre cinco y diez personas y difusión entre los estudiantes.

Reina era una graduada reciente, instructora de cultura y ganadora del concurso estudiantil “Trece de marzo” con un pequeño libro de poesía “La gente de mi barrio”. Ella me conocía, ya que su hermano más joven, Eduardo, a quien llamábamos por su segundo apellido, Landa, era mi compañero de estudios desde el cuarto grado de la escuela primaria. Me invitó a asistir a alguna de las sesiones del Taller y lo hice casualmente una noche en que salía de una reunión de la FEU a la hora en que ellos iban a comenzar su sesión.

En esa oportunidad, la primera para mí, había seis o siete asistentes al comienzo y luego se incorporaron dos más. Reina repitió explicaciones que dijo haber dado anteriormente acerca del trabajo que se realizaría allí y leyó alguno de sus poemas. Su invitación a que los demás hicieran lo mismo fue bien acogida, pero no había nadie más preparado para leer, ni siquiera Edmundo, estudiante de Física aficionado a la literatura fantástica a la que confundíamos en aquellos años con la Ciencia Ficción, que le había dado a valorar algunos cuentos a Reina, pero aún no se sentía listo para enfrentar una lectura pública.

El ambiente del Taller, los comentarios inteligentes, el brillo de las personas que asistieron: Octavio, Alistoy, Héctor, Edmundo, Patricia, Lupe, Reina; hicieron que fuera un rato formidable. Algunos faltaron a reuniones posteriores, otros se incorporaron. Hubo asistentes efímeros, personalidades visitantes. El Taller se convirtió en un espacio de expresión que yo esperaba cada semana ansiosamente.

Siempre me gustó la Literatura. Además de lector impenitente, rimé, compuse canciones, cartas a las niñas en la escuela al campo, el periódico del Instituto. Pero la Matemática se apoderó de mi alma (Perelman, Mario González y Julio Rey Pastor, entre otros autores de excelentes libros deben haber tenido que ver con ello así como haber tenido maestros de Matemática inolvidables desde la primaria, cosa que no ocurrió con la Literatura). El Taller de Reina hizo renacer mi espíritu de golpeador de teclas.

Después de algunas presentaciones intrascendentes, comencé la lectura de una novela para la cual había escrito unas veinte hojas de una libreta, mezclándolas con fórmulas y dibujos. La atención con que los concurrentes siguieron mi lectura me movió. La libreta se me acabó a la segunda vez y me vi obligado a escribir para presentar una continuación cada semana. El círculo de asistentes se había ampliado y me llegaron las primeras voces de advertencia: “¡Cuidado!” “¡Te puedes buscar un lío!” Nadie me acusaba de difamar o mentir, sólo me advertían que pisaba un terreno peligroso.

Se trataba de una historia inocente. No resaltaba aspectos negativos de la realidad. Era sincera, pero tenía pocas herramientas con las que profundizar en esa sinceridad. El éxito tan rotundo que había tenido, sin embargo, reflejaba que la sociedad estaba necesitando ese tipo de literatura. Nunca trascribí o preparé la novela para su publicación. En cambio, empecé a leer algunos cuentos que se me habían ido ocurriendo a medida que escribía la novela. A preparar una segunda novela.

Hay momentos que marcaron mi relación con el Taller y que recuerdo especialmente. Uno, fue cuando murió un personaje de mi novela. Yo estaba dibujando con él a un amigo mío que había muerto unos años atrás, tratando de salvar a otro amigo. Introduje al personaje con la idea de quitarlo después. Era necesario para que la historia funcionara, ya que era un freno que impedía al protagonista desarrollar sus tendencias y preparé para él un accidente mortal. Parece que no se lo esperaban los del taller, porque esa noche hubo silencio y la muerte, por inesperada y absurda, fue sentida como real por los asistentes.

La lectura de cuatro de los cuentos recibió reacciones emocionales. Al terminar uno de ellos, “El Hombre”, Edmundo me mostró una ilustración inspirada en el cuento. La había dibujado mientras me escuchaba. Era un pie humano entrando en una máquina de moler carne. La lectura de “Juan, el Internacionalista” encontró a Manolito que acababa de llegar de Angola, y se dolió de la forma en que abordaba el tema (el cuento no tenía nada que ver con la guerra de Angola). Leí “¡Ah, qué felicidad! (este cuento está incluido en Ternera Macho) una noche en que Eduardo Heras León visitaba el Taller. Creo que es un buen cuento y que él lo vio así. Pero él estaba “tronado” y apenas levantaba su “Acero” después de trabajar años en la fundición. “¡Qué amargo!” fue su único comentario.

Pero “Conversación” fue con el que se hizo más nítido el problema que enfrentábamos. Era un diálogo entre dos jóvenes acerca de las prácticas corruptas en las altas esferas (eran los tiempos de “Landy”, Primer Secretario de la UJC durante el Onceno Festival de la Juventud, después condenado a veinte años de cárcel acusado de corrupción). Al terminar la lectura, Héctor dijo que él no se encontraba presente. Entre ocurrencias y sustos, todos mandaron el mismo mensaje: el tema era demasiado peligroso. Nadie negaba que fuera cierto el fondo de la cuestión, pero no querían hablar de ello. Ni que se supiera que lo habían escuchado sin “salirle al paso”.

A la siguiente sesión del taller, llevé una trascripción de las respuestas a mi lectura. Era tan exacta como si la hubiese grabado. Me parecía interesante, porque reflejaba la situación y los temores de un grupo de jóvenes que en uno o dos años se verían lanzados a la vida laboral. Estudiantes inteligentes, cultos y deseosos de expresarse. Le llamé “El día que leí conversación en el Taller.” Aunque las sesiones del taller solían ser nocturnas, no lo fueron en esas ocasiones.

La reacción de mis contertulios a la lectura debió ser aviso suficiente para mí. Apenas hubo comentarios. Quizás temieran que yo continuase con la saga: “El día que leí ‘El día que leí…’”

Nadie quería, ni yo, que el taller se convirtiera en tribuna política. Pero yo pensaba que debíamos trabajar como espejos, mostrando nuestro mundo exterior en el universo interno. Que no debíamos dejar de hacerlo por miedo, por darle argumentos a nadie, ni porque “esas cosas no se deben decir”. También creía que mi claridad de intenciones era mi amuleto. “Era joven y entusiasta” como Zenea.

Del resultado, conté anteriormente. A pesar de todas las bravuconadas que se han dicho sobre el tema, lo recuerdo con tristeza. Yo pagué mi imprudencia con pérdidas importantes, pero fui actor motu proprio. Otros sufrieron más sin haber escrito una sola de aquellas palabras, otros vieron morir su fe. Otros creyeron que el fin justifica los medios. No creo que nadie ganara, excepto en el conocimiento de la naturaleza humana.