sábado, mayo 10, 2008

Madres separadas

Varias veces al año, cientos de miles de cubanos salimos a buscar regalos. A pesar de la severa educación recibida, no dejamos pasar el día del maestro, las Navidades, el día de reyes, el día de los enamorados, los cumpleaños y especialmente el día de las madres sin asomar nuestra faceta consumista y realizar una gira por tiendas y panaderías en busca de regalos para nuestros amores u obligaciones (frecuentemente, para personas que no son nuestras madres, maestras o enamoradas).

Es el de las madres un día que nunca ignoramos en Cuba.

Hace veintisiete años que la mía partió a otras tierras con el deseo de librarse de la persecución del estigma que su suerte de ex presa "política" le concedía. Las comillas se justifican en este caso: su supuesto "delito" (tráfico de divisas) era puramente económico, pero el uniforme que debió vestir durante dos años tenía dos P en la espalda. Estuve quince años sin verla, muchos de ellos sin lograr hablarnos por teléfono. En ese tiempo no pude felicitarla en los días de las madres y todavía no puedo hacerlo personalmente.

Tampoco podré abrazar a mi hermana, madre de esa hermosa niña que me mira, mientras se come una tajada de melón en el fondo de mi escritorio. A mi sobrina la conocí en estas navidades, cuando mi hermana pudo traerla a conocer a su bisabuela y a su tío. Estará, ella sí, junto a su madre y su abuela, cuyo pecho se calentará cuando le dé su besito de felicitación.

Tampoco veré a mi hija, a quien he visto con el vientre engrandecido por mi nieta sólo en fotos digitales. Hace nueve años que partió, después de recibir un sobre amarillo que produjo gran revuelo en el barrio de Centro Habana donde vivía. Nunca he perdido contacto con ella, gracias a la tecnología, pero tampoco he podido besarla, más que con la imaginación, en cada momento, de esos momentos especiales en que deseamos sentir físicamente el calor de las personas que queremos.

Mi familia es una familia separada. Somos cubanos, y eso nos coloca en una tabla estadística en una posición donde estamos casi todos. Es la característica más universal de la familia cubana. Quizás sea el renglón más igualitario: ricos, pobres, campesinos, dirigentes, intelectuales, presos, cantantes, casi todos, vivimos lacerados por la separación.

Cuando todo pase (todo pasará), no sé si tendremos más o menos bienes materiales o intangibles. Sólo espero que todos tengamos la opción de besar a las personas queridas y no sólo enviar un beso electrónico o mojar el teléfono con los labios.

viernes, mayo 09, 2008

Un día en la vida de Manuel K.

Antes de abrir los ojos, ha tenido varias noticias que no son de su agrado. Sabe, por ejemplo que el dolor de la rodilla no va a ceder en todo el día. Al contrario, se hará cada vez más molesto. Si después de pasar la noche en una cama dura, sudando de calor, sin almohada, el aguijonazo en la rótula es su primera sensación consciente, es señal inconfundible de que no habrá alivio de bolsa de agua caliente, ni reposo que le ayude.

Sabe también que no ha subido el agua, a pesar de que hace un buen rato que pusieron el motor. Varios vecinos, violando las regulaciones y los acuerdos del Consejo, han colocado tanques particulares en la azotea y provocan demora en la llegada del agua al tanque general. Si ya hubiera subido, se escucharía el chorrito en el tanque del inodoro, que es el primero en recibirla, y el desagradable olor no le estaría molestando. Siente la vejiga llena y no ignora que tendrá que orinar sobre la suciedad de la noche anterior. El vaho le trae el recuerdo del baño en la estación de policía donde trabajaba voluntariamente, sin sueldo, como administrador interino, cargo que retuvo casi cinco años de holgura económica y poder. La envidia de compañeros sin conciencia, incapaces de entender su sacrificio personal, su consagración a la causa, que lo impulsaba a trabajar olvidando su edad, los años que llevaba jubilado; fue lo que finalmente motivó que agilizara el trámite para abandonar la administración en nuevas manos.

Lo otro que sabe es qué hará en el día. Su casa, sucia, con pocos muebles, con el televisor roto, y solitaria, desde que la esposa está permanentemente ingresada en un hospital en el otro extremo de la ciudad, es muy poco acogedora y no pretende pasar en ella más tiempo del imprescindible. Por lo tanto, hoy hará el recorrido largo, y no regresará hasta que empiece a oscurecer, a tiempo para prepararse una merienda nocturna, que le permita pasar la noche sin la pesadilla del agujero en el estómago.

Se levanta, y no puede evitar que se le escape un quejido. "Los viejos siempre suenan" se burlaba años atrás, "cuando se agachan, cuando se levantan, cuando comen, cuando caminan. Son sonajeros". Todavía sonríe burlón al escucharse haciendo los mismos ruidos. En el baño tiene una botellita de refresco llena de agua que le sirve para asearse sin esperar a que la llave de agua comience a borbotear. Queda un poco de café de la noche anterior y lo calienta un poco antes de tomarlo con un pedazo de pan a modo de desayuno.

Enciende la radio mientras se viste, pero no lo escucha. No oye bien, desde joven. A un compañero se le reventó el fusil a su lado, tan cerca de su oído, que jamás volvió a funcionar. Por el otro lado, sí. Pero tiene que dirigir la cara para poder escuchar. Por eso, la radio le llega con una extraña intermitencia que no siempre le permite seguir el hilo de las noticias.

Con precisión ritual, asegura las ventanas de la casa. Los ladrones merodean por el edificio, hay algunos vecinos bien ubicados en empresas de la economía emergente y sus casas atraen a los delincuentes, que no consideran la importancia que tiene para nuestro país que estos compañeros puedan descansar sin la intranquilidad del acecho que pende sobre ellos. En los tiempos en que Manuel administraba un taller, nadie pensaba en enriquecerse con el trabajo. A lo más, resolverle un problema a algún amigo o pariente, un trabajito de chapistería, una reparación de motor. Nunca por dinero. Los favores se pagan con favores, agradecimiento o respeto, nunca con dinero.

Está terminando de asegurar la casa, cuando escucha el ruido del agua en el inodoro. Va a la cocina, llena varios pomos, enjuaga los cacharros sucios. Y regresa al baño, a orinar por segunda vez antes de salir. Supone que andan diabético, por la cantidad de veces que tiene que orinar. Levantarse de madrugada es molesto, pero debe hacerlo hasta dos veces cada noche. De día, caminando por la calle, se le hace menos presente la necesidad, pero es mejor salir con el tanque vacío para evitar apuros. Una vez afuera, nota que ha olvidado si completó su rutina de aseguramiento y entra para revisarlo todo. Estos pequeños avances de la desmemoria son incómodos, pero inofensivos, porque ante la duda, siempre prefiere repetir la acción (se niega a aceptar que pudiera ser una enfermedad senil.)

Al primer lugar al que se dirige es al estanquillo donde venden los periódicos. Está junto a la parada de ómnibus, donde hace quince años que no para ninguno. La parada se conserva bastante bien, es el sitio donde se reúnen varios ancianos que se ocupan cada mañana de comprar todos los ejemplares del periódico que llegan, para revenderlos a personas que no quieren venir a pasarse la madrugada discutiendo por el lugar en la cola.

Para Manuel no es problema. Uno de los viejos le entrega un periódico que él hojea rápidamente. Luego, lo abre por el centro y se detiene a leer cuidadosamente. Una vez concluida la lectura, dobla cuidadosamente el periódico y lo devuelve a su dueño, que lo venderá más adelante.

A las diez de la mañana, llega al comité del partido. "¿Vino Fonseca?" "Sí. Está en su oficina." "Mira, lo encontré." "A ver…" "Te dije que no eran cuentos de camino, mira por detrás, siete de mayo de mil novecientos sesenta y tres." "Yo soy el de la boina bolchevique." "¡Oye! Déjame escanearla…No te preocupes, que no le pasa nada. Es como fotocopiarla, pero sale en la computadora." Sí, mi hija mayor tiene una computadora y ha metido las fotos adentro."

Ha logrado exactamente lo que quería: llegar a la Asociación a las once de la mañana. A tiempo de ser contado para el almuerzo y no tan temprano como para ponerse a esperar y parecer que vino por la comida. "¿Dónde está Carmona?" pregunta sólo para marcar, porque sigue directo a su oficina, seguro de encontrarlo allí. "¿Revisaste la lista?" "Sí. ¿Pusiste a todo el mundo?" "No. Me dijeron que pusiera nada más que a los que le iban a dar el suplemento dietético por la Asociación." "Pero me parece que hay muchos. Trescientos combatientes pidiendo comida, solamente en este consejo, es demasiado." "Hay algunos que no la necesitan, porque tienen un trabajo por la izquierda o porque viven con su familia y en algunos casos la familia puede mantenerlos. Lo que pasa es que nadie sabe lo que van a dar y todos se apuntan por si acaso." "Hay que hacerles entender que si se apunta todo el mundo no le dan nada a nadie. Es ayuda para necesitados. Que los visiten, K. ¿Tienes gente para hacerlo?" "Claro, ahí están la Mora y Gustavo." Sale y se mete en otra oficina. "Sebas. ¿Qué hacemos con el tipo?" "Nada, mientras no se reúna con los otros dos, hay que dejarlo tranquilo. La brigada se forma en quince minutos, ¿no? Si se encuentran los tres, me mandas un mensajero mientras le avisas a la brigada. No se lancen a hacer nada si no les doy la confirmación. Total, esos tipos son cobardones. Les pueden ripiar la casa y no son capaces de levantar un dedo. Nosotros sí que teníamos cojones. ¿Te acuerdas del casquito aquel?"

Manuel K. se acuerda, pero no quiere volver a los cuentos. Así que farfulla un pretexto y sale de la oficina y del edificio. En la casa de al lado hay una empresa cuyo comedor entrega comida también a los de la Asociación. Pasa directamente al patio. El cocinero, sin decir palabra, le sirve comida en una bandeja y mientras come, se acerca y coloca sobre la mesa un bulto envuelto en papel periódico. "Mañana voy a ver a Junior", planea, mientras engulle el almuerzo. No le gusta que lleguen los comensales de la empresa y empiecen con las puyas, como si los combatientes no tuvieran derecho a comer allí. Ha dejado de discutir con ellos, explicándoles el sacrificio que hicieron muchos años atrás para que pudieran disfrutar de todo lo que ahora tienen. No soporta que lo traten como un aprovechado. "Hace quince días que no veo a mis bisnietos. Esos cabrones no los traen a verme. No les gusta mi apartamento, la escalera. Sin embargo, mis nietos nacieron allí. Hablaré con el compañero de Transporte, para no tener que montarme en dos guaguas. Por lo menos que me adelante hasta la Virgen del Camino y después yo busco cómo seguir."

Camina penosamente hasta el Centro de Servicios. Alberto está ocupado, le hace una seña para cuando acabe y sigue hasta el fondo, donde un electricista se afana con un ventilador viejo. "Oye, ¿me conseguiste eso?" "Nada, mi viejo. Esa pieza ellos la venden y los clientes no la cambian si no está rota. Tráeme la tuya a ver qué puedo inventar." "Es que… está bien, la voy a traer. El lunes, sin falta." Regresa donde trabaja el barbero y éste le indica que espere en una silla situada junto a una mesita, donde hay algunas revistas viejas. Alberto tiene la manía de ponerle su nombre a las revistas, para que los clientes no se las lleven. En unos minutos le hace un corte de cabellos sonriendo ante su escasez y lo peina con igual celeridad.

Sintiéndose fresco sale a la calle. Debe caminar ocho cuadras hasta el huerto. Allí trabaja Mingo, que siempre le reserva verduras. Él sabe que no son aptas para la venta, pero en cambio son regaladas. Mingo ha cambiado, desde que trabaja ahí. Antiguamente, se apresuraba a resolverle cualquier necesidad, pero ya no. "Se ha aburguesado." Tiene una cadena de oro y una sólida barriga, que la pequeña camiseta blanca que usa no alcanza a cubrir. Insolentemente, le espeta: "No hay nada, mi viejo. Ha habido muy poca agua y las hortalizas se me están consumiendo. ¿Por qué no hablas con tus amigos de la administración para que nos pongan más tiempo la bomba?" "Mañana voy por allá."

Este viaje inútil le ha resultado muy costoso. Está agotado. No consiguió nada y Mingo aprovechó la escasez del agua para plantearle exigencias. Ha consumido mucho tiempo caminando. "Los fabricantes del tiempo cada vez trabajan peor." Le contaba su tío, muchos años atrás. Es un tiempo de pésima calidad. Cuarenta minutos, para caminar ocho cuadras. El sol, ya de caída, ha dejado la calle tórrida. Tendrá que detenerse en algún portal.

Cae la tarde cuando llega a su casa. No abre las ventanas. Sólo se sienta en el sofá a esperar que el sofoco pase. No se escucha el agua en el inodoro, así que no podrá bañarse. Sólo tiene las botellas que llenó antes de salir. Con una de ellas se enjuaga la nuca y la espalda, donde le molestaba el cabello cortado.

El paquete que le regaló el cocinero tiene un pedazo de queso fundido y otro de mortadela. Prepara la pequeña cafetera de una taza: mitad café y mitad borra. Mientras el agua dentro de la cafetera hierve, se come el queso con mortadela. "Menos mal que mañana me toca el pan."

Aunque el cansancio le cierra los ojos, enciende la radio para escuchar las noticias antes de quedar dormido. Éstas lo tranquilizan y, finalmente, se duerme, casi sonriendo. "Nada va a cambiar."


 


 


 

miércoles, mayo 07, 2008

¿Cuento o historia?

En este mundo de distorsiones, espeluznan las noticias que se leen. Un cronista puede pasar por narrador fantástico sin más esfuerzo que el de excluir su imaginación de la historia que cuenta. Por mi parte, suelo mezclar en proporciones variadas lo que recogen mis sentidos y lo proveniente de mi numen. La narración que sigue es casi real.

Un saco de pienso

NO me valió que el saco fuera oscuro, ni que estuviese en un cajón. Tampoco, ir bien pegado al borde de la avenida, cerca de las personas que caminaban por la acera. Mi aspecto no podía ser más anodino, el short, de un antiguo pantalón de uniforme recortado, humedecido por el sudor, que me corría por todo el cuerpo. La camiseta, oscura, y yo, hombre de mediana edad, con el rostro avejentado por la preocupación de una familia. Nada valió, porque de una camioneta, que se me adelantara en la esquina, se lanzaron cuatro hombres al unísono, como comandos de fuerzas especiales, para registrar el bulto que llevaba en la bicicleta. «Esto es un Operativo Conjunto. Muestre su identificación.»

Enseguida descubrieron que llevaba pienso. «Si tienes diez pollos, con esto es suficiente para tres semanas.», aseguraba el tipo de la fábrica que me lo cambió por una botella de aguardiente. ¿Esto qué es?» Querían saber mis captores. «Barredura.» «Es pienso. Llévenlo al Punto.» Me quitaron el saco y el carné de identidad y me ordenaron seguir a la camioneta pedaleando. «No te hagas el vivo, estamos mirándote.» No lo había pensado.

El Punto, era una Unidad de la Policía, organizada provisionalmente en un apartamento de los bajos de un edificio. Un uniformado anotaba en una planilla los datos de mi carné de identidad. Disimuladamente, le mostré un paquetico de dinero que llevaba en el bolsillo. Parecía mucho, pero sólo el de afuera valía veinte pesos, los demás eran de cinco y de uno. Me aseguré de transmitirle que le estaba brindando el paquete para que me sacara de allí sin perder la carga y comencé a dar mi versión de los hechos. «Oiga, aquí traigo la escoba, me he pasado el día barriendo lo que cae al piso donde llenan los camiones, eso es en la calle. A cualquier hora que usted vaya por allí nos va a ver, a los barredores de pienso.» Mi policía esperó a que algún oficial me escuchara. «¿Usted es José Núñez Cabrera?» «Sí.» «¿De los Núñez Cabrera de Gibara?» «Sí.» «Yo conozco a su familia, yo también soy de allá. Sargento, permítame inspeccionar el contenido del bolso que el ciudadano alega haber recogido del piso.» «Positivo.» «Mire, tiene tierra con el pienso, es verdad que es barredura. Sargento, yo conozco a su familia, es de mi pueblo.» «Bueno, suéltalo, lo que estamos buscando es carne, no pienso. Agradezca a que Ramírez conoce a su familia.» «Le ayudo a montar el saco allá afuera.» Claro, que eso le permitió recibir el bultito de billetes que transitó invisiblemente hacia sus bolsillos. El carné de identidad quedó en el cajón, con el pienso y no traté de sacarlo de donde estaba.

Continué, con menos de cincuenta pesos perdidos. Cuando me iba acercando a mi barrio, algunos carros que venían en sentido opuesto me hicieron señas, avisándome que había un patrullero más adelante. Ya no quedaba efectivo para sobornos, así que tuve que girar a la derecha por un camino oscuro, es un poco más largo, pero no me iba a parar la policía.

Bueno, ellos, no. Al menos, no vestían de uniforme los tres tipos que me acorralaron en la callejuela. Me iban a quitar la bicicleta, el pienso y los zapatos, que son unas botas fuertes, buenas para el trabajo. Porque dinero ya no tenía.

Pensé en mi familia, que me vería llegar casi desnudo, sin dinero, ni bicicleta. En los pollitos que, desde ayer, chillaban de hambre. Y en los tres cabrones que se iban a llevar lo poco que me quedaba. No sé, creo que enloquecí. En vez de detenerme, apreté el paso, haciendo un regate, para irme por un costado. Pero llevaba un saco de pienso en el cajón, y uno de los delincuentes, mucho más ágil que yo, llevaba un cuchillo. Así que me cortó el paso y, con un movimiento rápido, también me cortó el cuello.

Y miro mi cuerpo asesinado, cómo lo despojan de todas mis pertenencias y lo echan en un basurero. Y calculo que se van a llevar la bicicleta con el saco de pienso. Así es, el hombre del cuchillo se monta en la bici, sin revisarla siquiera, y coge por la avenida, por donde mismo yo venía.

Nadie le advierte que hay un patrullero, que le hace señas de detenerse. Mi asesino se pone nervioso y apura la marcha. Pretende huir, pero ahora él es el lento. Un policía le grita al otro, que arranca de inmediato, dobla por una callejuela, pisa el acelerador, frena bruscamente, tumba la bicicleta y captura al asesino, que todavía lleva el cuchillo sin limpiar, y encuentran mi carné de identidad en el cajón.

Los homicidas están presos. La policía halló mi cadáver y los míos le hicieron un entierro decente, aunque hubo pocas flores, sólo las que tocaban por la libreta, por el racionamiento. A mi familia le devolvieron todas mis cosas, es decir, casi todas, porque no había papel que justificara la adquisición del pienso y no pudieron reclamarlo. De todas formas, no era importante en ese momento, porque ya los pollitos, faltos de quien los atendiera, estaban muertos, tan flacos y tan pequeños, que no quisieron cocinarlos. El pienso sirvió para otros pollitos, no se iba a quedar en la estación para siempre. Y yo, necesito un descanso, al menos por un tiempo, espero reposar.

(Tomada de Ternera macho y otros absurdos)