domingo, enero 18, 2009

La competencia

- ¿Quieres saber cómo llegué a tener todo esto?- El hombre, de piel muy negra, vestido completamente de blanco, sonríe mostrando oro en la dentadura, en concordancia con el que lleva en el cuello, los brazaletes y anillos.- Tu sabes por donde muere el pez, y yo soy hombre de pocas palabras. Ahora quiero abrirle mi alma a un amigo de verdad.

- Conmigo no hay tema. Puedes decirme lo que quieras, soy una tumba. Lo que tú me cuentes, queda entre nosotros.

- Bueno, la verdad es que tengo ganas de que lo escribas, pero que no digas mi nombre.

- Veremos. Sírvete.

- Mi apellido es Soto. Bueno, no es ése, pero es el que quiero que me ponga. Soy el mayor de tres hermanos nacidos con un año de diferencia. Éramos tres negritos buenos, pero no mucho, de los que pasan de grado con la benevolencia de los maestros, pero no muchos. Ninguno de los tres llegó a preuniversitario. En el Servicio Militar me hice chofer y, cuando salí, me puse a trabajar como camionero en una base de transporte de mercancías.- Soto derramó unas gotas de ron en el suelo, y se sirvió una dosis generosa, que comenzó a beber a pequeños buches.- Me casé a los veinte años con Jenny, una mulata que derretía al muro del malecón cuando apoyaba su hermosura en él.

Jenny tenía una hermana, Gilda, tan linda como ella, pero mucho menos simpática. Gilda se casó cuando estábamos de novios con un militar.

Si nosotros hubiéramos sido los primeros en casarnos, las cosas serían más sencillas, pero conocer los preparativos y los detalles de la boda de mi cuñada, lo complicó todo. "¿Un Cake de dos pisos? En una boda decente tienen por lo menos tres pisos." Claro, una boda decente, era la otra boda. Lo mismo para todo. "¿Treinta y seis fotos? ¿Nada más?" "¿Cincuenta mesas?" "¿El Hotel Capri?" El presupuesto crecía, yo almorzaba en el trabajo, cincuenta centavos, y por la noche, una sopa de diez quilos y un arroz salteado, de veinte, en el Comedor Popular, para no pasarme de un peso diario y poder ahorrar cien pesos mensuales para la boda. Un día fui a ver a mi padrino. Él me escuchó como siempre. "¿Estás decidido a casarte?" "Sí, Padrino." "Vas a sufrir, pero yo te voy a ayudar. Siempre. Vuelve cuando estés apretado." El Padrino es un hombre sabio y me regaló trescientos pesos. La boda fue un éxito y tuvimos un álbum precioso y nos retratamos hasta en el Restaurante Polinesio, aunque al final nos quedamos sin un peso y tuvimos que regresar en guagua con las maletas y pidiéndole al conductor que nos diera un chance. Por suerte, en esa época las guaguas no estaban tan malas.

Las cosas empezaron mal: los cuñados nos dejaron el cuarto y se fueron a un apartamento que le asignaron al teniente por su trabajo. Un cuarto con barbacoa sirve perfectamente para una pareja sin hijos, pero nos mantuvimos hasta el cobro pidiendo prestado y, cuando me pagaron, tuve que devolver lo que pedí y me quedé de nuevo casi sin dinero. Así fue por varios meses.

Las vicisitudes de vivir en una ciudadela no nos atosigaban demasiado, porque éramos jóvenes y ella vivía allí antes de casarnos. Una habitación con barbacoa significa no tener baño adentro de la casa, sólo había uno en el piso, para seis habitaciones, y teníamos que hacer cola con las latas de agua preparadas. Por suerte, el inodoro estaba en un cuartito aparte. Pero, aún así, es pesadísimo esperar por otros, oler su peste. Usábamos un orinal en la casa, pero imagínate lo demás. Cocinar era otra historia, no quiero exagerar con los detalles, los trabajos que pasábamos y que pasan muchos todavía.

Pero estábamos contentos, ¿sabes por qué? Yo, tampoco. Debe ser porque antes de casarnos era peor, yo en un albergue y ella allí mismo con la hermana y el novio. O porque creíamos que en Guantánamo nos iría mucho peor. O porque todo el tiempo pensábamos exclusivamente en templar y salir a la calle.

Una tarde, al regresar del trabajo, me la encontré deprimida. Ya no debíamos dinero, los dos estábamos en la libreta y habíamos podido comprar fundas para las almohadas, desodorante "Fiesta" de crema, ése que hace golondrinos en los sobacos y un aparato para picotear cebollas, por el D2, que era nuestro grupo de compras que nos tocaba cada tres meses. Así que me quedé preocupado por su cara de vinagre.

"Fui a casa de Yiya." Ella era la única que le llamaba así a su hermana, su nombre real era Hermenegilda, pero todo el mundo le decía Gilda, so pena de recibir un "el coño'e tu madre, hijoeputa" de vuelta al que la llamase por su nombre. "¿Le pasa algo?" "No, está bien. Hasta dejó de trabajar." Y con la misma se echó a llorar.

- ¿Ese nombre, Hermenegilda, es de verdad?

- No. Ningún nombre es de verdad.

- Pero el detalle de Gilda y Yiya…

- Bueno, ¿me quieres coger de atrás pa'lante? No me cortes la inspiración y escucha. Jenny estuvo unos días enfurruñada y una tarde, cuando la recogí a la salida de su trabajo, me dijo: "Ya me dieron la baja." "¿Qué baja?" "Del trabajo." "¿Tú pediste la baja del trabajo?" "Sí. ¿No te acuerdas que tú mismo me habías dicho que después que nos casáramos podría dejar el trabajo? Pues ya dejé el trabajo, total, para lo que me pagaban. Y no era nada entretenido. Así puedo atender mejor la casa."

Estaba tan contenta que le seguí la corriente, es verdad que ella sólo ganaba ciento cuarenta y ocho pesos, una miseria, pero ayudaba y tenía almuerzo y ocho horas menos para pensar en las musarañas.

Agarré un camión de doce toneladas, que hacía dos viajes diarios por lo que pagaban dos horas extras, y así mi aumento casi compensó las pérdidas. Además, ahora que yo era el único que ganaba dinero, dejé de depositarlo en la cajita, me quedaba con él en el bolsillo y me era más fácil comprar cualquier cosa, o ir a una piloto a darme unos buches.

Pero ella seguía tristona. Nada le parecía bien. "Lo tuyo es vivir por vivir, ¿hasta cuándo vas a mear en un litro de leche, Alberto Soto? No aguanto más este solar." Me quedé asombrado. ¿Cómo es posible que una muchacha que nació y se crió en un solar, de pronto encuentre que no lo soporta? "Mi vida, a mi trabajo no le han dado micro. Pero yo te prometo que, en cuanto la den, yo me apunto y, con un poco de suerte, en tres o cuatro años trabajando en la construcción, nos dan un apartamento en Alamar." Y rompió a llorar de nuevo.

De manera que fui a ver a mi padrino. Es un hombre sabio, que siempre me da consejos útiles. Él escuchó todo el cuento mirándome, sin preguntar ni interrumpirme para nada. Y después: "¿Tú la quieres?" "Seguro, padrino." "Tiene envidia de la hermana." "¿Usted cree? Ellas son muy unidas." "Póngale el cuño. Te voy a dar dos opciones." Y me entregó un puntero de los que usan algunos maestros para señalar en la pizarra y una tarjeta con un nombre y una dirección. "¿Y esto?" "Te dije que son dos opciones. Con la varilla, resuelves el problema por la vía rápida: tú la quieres, la próxima vez que se ponga majadera, le das una buena tunda y, si ella te quiere, dejará de fastidiar, si no, a quien dejará es a ti. Se acabaron los sufrimientos." "¿Y la otra opción?" "Habla con esta persona y dile que vas de mi parte. Pronto tendrás dinero para comprar una permuta por algo mejor. Pero, recuerda, guarda el puntero, porque algún día lo vas a necesitar." "Padrino, se me seca la mano antes de levantársela a Jenny. Ya no son esos tiempos." "Tú no sabes cuáles son estos tiempos. Llévate también la varilla, que algún día la vas a necesitar."

Lo que hice, fue ir a la dirección de la tarjeta. Para empezar era fácil. En vez de dos viajes diarios, empecé a dar tres. El tercer viaje, por cuenta del hombre de la tarjeta. Al puerto y a un almacén. Al cabo de un tiempo, mi nuevo amigo me prestó el resto de la plata, adelantándome el pago de varios meses, y pude pagarme una permuta por un apartamento en el Cerro. Un apartamento de micro, de un cuarto, en el tercer piso; con sala-comedor, cocina, baño y balcón. Los muebles del cuarto bailaban de alegría al verse en aquel palacio.

Pero Jenny suspiró. "Supongo que es lo mejor que pudimos conseguir, pero tenemos que luchar otra permuta." Fui con ella a visitar a mi cuñada y la encontré muy gorda. "Tiene cinco meses." "¡Felicidades!" Era un apartamento en un edificio del Vedado, cerca del hotel Habana Libre. No era grande, pero se veía muy bueno, y mucho más lindo que el nuestro.

Yo estaba ganando bastante dinero y nuestros muebles mejoraron tanto, que ya no teníamos por qué envidiarle a Gilda su juego de sala de mimbre del comercio militar. Teníamos uno, tapizado en pana de los merolicos de la Terminal. Nuestra hornilla Pike de keroseno, que llenaba de humo la casa, fue sustituida con una hermosa cocina de gas de balón, con horno.

En mi trabajo me iba súper bien. Mi camión no paraba. Era el que más combustible consumía en toda la base, el que más quilómetros recorría y ésos, eran los parámetros de la emulación. Mis viajes extraordinarios no les preocupaban a los jefes, porque para ellos lo importante eran los indicadores y yo estaba sobrecumpliendo el Plan.

Mi mujer parió una niñita que tuvo su cuna, su mecedora y un corral de madera barnizada, nuevos de paquete. Compramos la canastilla que nos tocaba, mandamos a bordar las toallas, las sabanitas, los pañales y los baberos. Todo estaba precioso, pero, para mi desgracia, mi concuño tuvo una misión en la RDA y trajo toda la ropa de su niño hasta que cumpliera los tres años. Así que yo tuve que buscar ropita de contrabando que los marinos traían si uno les compraba los dólares y les daba un veinte por ciento de comisión.

De maravilla, con el tanque lleno, montaba a mi mujer y a mi niñita en la cabina del camión, pasábamos por el paradero y recogíamos a todo el que se quisiera montar en la parte de atrás y en media hora descargábamos a treinta personas en el parqueo del Mégano. ¿Hay algo mejor que un día de playa con tu mujer y tu bebita con los bolsillos llenos de plata?

Hasta que en uno de esos viajes encontramos a la otra familia en la playa, con un Lada 1600 que acababan de darle. Jenny no quería ni montarse en el camión para regresar. Ni consintió en volver a hacerlo.

Tenía algo de dinero, pero no alcanzaba para un carro. Además, no se pueden comprar carros modernos, sólo los viejos. Bueno, un objetivo más para mí.

Pero las cosas no siguieron igual. El tipo, para quien daba los viajes, explotó (usted entiende, quiero decir que los cogieron). Cambiaron los parámetros de la emulación y también al administrador de mi base, porque agarraron una de las camionetas con ciento diez sacos de detergente y el conduce que presentó el chofer decía que transportaba cuarenta receptores de radio Selena. El chofer alegó que la carga era del administrador y éste salió por el techo.

El caso es que me vi sin salida. Ya estaba acostumbrado a ciertas comodidades, mi esposa con su segundo embarazo y el dinero ahorrado no me alcanzaba para satisfacer sus exigencias. Volví a pedir ayuda a mi padrino y me volvió a dar la luz.

Era la época de los "guaraches", unas sandalias rústicas que los artesanos vendían a precios fantásticos gracias a la escasez permanente que había en el comercio regular. Entre el Matadero Nacional y la Empresa Consolidada de Curtiduría desaparecen tantas pieles como kilogramos de carne en el camino del consumidor. Esas pieles los compraba yo para los distribuidores de los fabricantes de zapatos, cintos y carteras por cuenta propia. Luego, diversifiqué el negocio. Materia prima para el plástico de los peines, vasitos, juguetes. Tintes para los fabricantes de pintura, peróxido y potasa para las peluqueras, aceites esenciales para los perfumistas, piezas de carro para los mecánicos. Estaba en mil negocios y, cuando se fastidiaba uno, ya habían aparecido otros diez. Lo único necesario es tener algo para invertir y la disposición de meterse en negocios. El padrino siempre me ayudó con sus buenas relaciones para que no tuviera problemas con la policía. En todos estos años, ni una vez me han cogido en nada.

Pero la competencia con la familia era imposible. Me mudé para una casa y el coronel permutó por otra que estaba mejor. Me compré un Chevrolet del 54, un cacharro. Lo mejoré: chapistería, cromados originales, pintura doble capa, vestidura de canelones, reforzada con cuero, luces de neón, aire acondicionado. Era inútil, no podía competir con un carro nuevo con mantenimiento y gasolina pagados por el ministerio.

Fui aprendiendo, a lo largo de los años, que era inútil tratar de igualarme con los cuñados. Otras metas eran posibles, pero ésa, no. Cuando nos mudamos al edificio, teníamos como vecinos a dos ingenieros. Un matrimonio de mediana edad que trabajaban en la construcción de grandes obras civiles. Profesionales de nivel, debían estar nadando en plata, porque no tenían niños ni perros y trabajaban como bestias. Mi mujer les envidiaba, con menos fuerza que a su hermana, sus aparatos moscovitas, sus alfombras, las cortinas de encajes, la rebanadora, la lámpara misteriosa. Pero en menos de dos años estábamos mucho mejor que ellos, que iban en picada, sin poder renovar sus equipos y, además, se quedaron sin soviéticos al cabo de un tiempo.

Pero con el coronel no podía. Contratamos una mujer para que ayudara a mi esposa con los niños, la limpieza y la cocina; y descubrí al poco tiempo que él se beneficiaba del trabajo de tres reclutas en su casa. No tenía nada que envidiarle a mi Chevrolet, especialmente después que le dieron un Peugeot 704 en sustitución de su antiguo Lada.

Éramos amigos. Nunca me preguntó de dónde yo sacaba el dinero y yo no quise saber cómo hacía para que le dieran tantos privilegios. Un día que nos estábamos tomando unas cervezas en el jardín de su casa, me dijo que iba a pedir el retiro. "La vida militar es una mierda. Si me retiro ahora, seguiré ganando el mismo salario, por concepto de retiro y podré contratarme sin que me afecte. Sigo con el comercio militar, el sistema de estímulos, la Casa del Combatiente. Pero tendré que buscarme otra cosa que hacer, no sé en qué irá a parar el lío que hay en la Unión Soviética, pero me parece que vamos a ser nosotros los más perjudicados. Así que hay que prepararse para tiempos difíciles."

Al fin iba a poder superarlo. Como en el cuento del camaroncito duro, todo lo había hecho por mi esposa. Pero a mí era al que le tocaba remontar las diferencias. Y le garantizo que se me hacía muy difícil, con las ventajas que le daban en el ejército. Ahora sería factible, más aún: sería fácil, una vez eclipsados el ayudante, los muchachos del servicio, los bastimentos, el combustible y los transportes; superarlos, para satisfacción de mi mujer.

Sin embargo, en los próximos meses todo siguió igual y, después que desaparecieron las cosas del ejército, llegaron las mercancías extranjeras. En lugar del televisor Krim soviético, apareció un Sony Trinitron con veintisiete pulgadas de pantalla negra. Los aires acondicionados rusos fueron sustituidos por hermosos Panasonic con control a distancia. El Peugeot se llenó de adornitos: llantas cómicas con gomas inflables, cristales polarizados, reproductora de CD, timón de barco y pedales reforzados.

Luego, para emparejar algo, lo agarró una racha de mala suerte. Uno de los reclutas que habían trabajado en la casa se puso de acuerdo con un ladrón y se colaron un día en que los dueños fueron a pasárselo a la playa de Santa María. Al regreso, se encontró la casa limpia: no quedaron ni los muebles sanitarios. Él tenía dinero escondido, pero perdió una pila de cosas que uno no se encuentra por la calle. Desde la rebanadora alemana hasta las alfombras rusas. ¿Con qué plata se pueden comprar aquellos muebles que consiguió en el Ministerio de Bienes Malversados? ¿Y la tetera original que trajo de Budapest? El hombre estaba destruido. Su casa se iba a llenar de pacotilla corriente y no iba a tener viajecitos para traer souvenirs y adornos raros. La policía se puso dura y atrapó a los ladrones, pero las cosas habían desaparecido, ni plata les pudieron sacar. Resulta, que el robo fue hecho a cuenta y ni muertos iban a decir quién los mandó.

Mi esposa se pavoneaba. Los invitamos a pasar unos días en la casita del jardín, mientras amueblaban la suya y gastamos una fortuna en jugos, vegetales, cervezas, mariscos y carne, tratando de humillarlos con nuestra calidad de vida. Pero, a los pocos días de haber regresado a su hogar, mi cuñada llamó a mi esposa: iban a Bahamas en "misión comercial".

Nuevamente, la dentera puso verde a mi mujer. Si la época de los preparativos para el viaje fue una pesadilla, los años que pasaron por allá fueron los peores de mi vida. Jenny buscaba todos los medios para que viajásemos. Primero, dio en la vena de convertirnos en españoles. Yo no tengo forma, pero su madre había tenido un novio español en su juventud y ella pretendía que hubiera podido ser su hija y, con el reconocimiento del presunto padre, solicitar la ciudadanía en la embajada.

No te imaginas el poder de mi esposa. La documentación que pedían no era imposible, suponiendo que encontráramos al español y que éste aceptara completar la documentación que identificaba a Jenny como hija natural suya. Sólo teníamos su nombre. En la embajada me dijeron que ellos no podían ayudarnos a encontrar una persona, pero uno de los policías de la embajada, con quien conversé mientras estaba esperando, me dio tu tarjeta. Así fue que vine a verte aquella vez. ¿Te acuerdas de lo que me dijiste?

- Recuerdo aproximadamente tu visita, pero no lo que te dije.

- Que debía haber más de quinientos españoles que se llamaban Juan Rafael Domínguez. De ellos, no menos de cincuenta tendrían edad para ser su padre. Pero muy poco estarían en Cuba del sesenta al sesenta y tres. Una vez identificado, el problema sería saber donde reside. Con suerte podría resultar. Te pregunté el precio de tus servicios de investigador. "Yo soy periodista, no detective privado." "Y, ¿entonces?" "Nada, pero si alguien va a gastar dinero en ese asunto, ése eres tú. Quiero decir que me vas a adelantar el dinero que yo tenga que utilizar en función tuya. Lo que no se gaste, te lo devolveré junto con una lista de cómo he empleado el dinero. ¿Eso es transparente para ti?" Transparente, utilizaste esa palabra, pero yo no estaba convencido. "Mire, para mí es mejor que usted me cobre y ya." "Pero yo no voy a cobrarte por este trabajo. Tómalo en prenda de nuestra futura amistad, si te he hablado de las cuentas es porque quiero que estés claro en que no te estoy cobrando."

Amigos, no me han faltado nunca. Pero ya lo son cuando me hacen los favores, no empiezan así, sin conocerme. Esta fue una excepción y quiero que sepas que te agradezco lo que hiciste por mí aquella vez. Creo que ya te contamos lo que sucedió: El hombre estaba en Cuba, viviendo de una pensión que le pasaba el gobierno español. Dijo estar completamente seguro de que Jenny no era su hija, pero aceptó ayudarla, en memoria de su madre. Empezamos el papeleo con él y se trabó, porque, según decía, era necesario entregar su partida de bautismo y para ello era imprescindible viajar a España. Nos pidió quinientos dólares para completar el pasaje y lo acompañamos hasta el aeropuerto. Jenny lo despidió llorando, como si fuera su propio padre. Y tuvo razón en llorar, porque fue la última vez que lo vimos. Eso acabó completamente con la posibilidad de que nos convirtiéramos en extranjeros sin emigrar. "Vámonos." Me propuso. "A dónde." "En una lancha." No le respondí, pero me quedé pensando. Dos cosas. Una, que todo el dinero que me llevara se me iba a acabar el primer o segundo año. No sé nada de inglés y ya era muy viejo para empezar una nueva vida laboral. Mi modelo de negocios es inoperante en muchos países. Dos, que no iba a lograr satisfacerla jamás. El problema no radicaba en su competencia con la hermana, sino en la que tenía consigo misma, con su infancia miserable en aquel cuartucho del solar. Seguiría haciendo buenos negocios, de hecho estaba metido en uno del que iba a sacar un buen filón. Pero, nunca más, motivado por su envidia.

Así que me decidí a aplicarle la varilla, algo que no habría hecho nunca. Después, estuve un par de días sin hablarle y aproveché la coyuntura para hacerme santo. Esa fue la época en que regresaron los cuñados. Trajeron un contenedor lleno de muebles, electrodomésticos y todo lo necesario para su casa. Se había terminado su contrato, estaba en el retiro y el hombre cometió el error de creer que, teniendo todo comprado, le iban a alcanzar el retiro y los ahorros para vivir.

No resistió ni seis meses. No encontraba ninguna ocupación en la que ganara dinero suficiente. Sus colegas estaban ubicados en la vida civil, dirigiendo las empresas de lo que se llamó la economía emergente, en corporaciones, firmas, empresas mixtas, hoteles. Todos estaban pegados a buenas tetas y eran otra vez gordos brillantes, con ropa nueva y carros modernos. Menos él. Hasta que un antiguo subordinado lo colocó con un empresario de Jamaica que estaba gestionando la venta de enseres de cocina al ejército y pensó que el coronel lo ayudaría a vender.

Yo tuve una suerte tremenda. Me metí en un negocio complicado con unos amigos de mi padrino y dos españoles que estaban en Cuba. El negocio dio resultado y me llevé un par de miles. Pero después que los españoles se fueron, se formó tremendo lío, parece que hablaron demasiado, el caso es que todo el mundo desapareció de repente, dicen que la fiana se los chupó.

A mí no me tocaron, yo estaba en el medio, pero no aparecía por ninguna parte. En el sitio del depósito había un pago fuerte y me lo quedé, hasta que hubiera más noticias.

- ¿Cuándo fue eso?

- Hace diez días.

- ¿Y te sientes seguro?

- Estoy muerto de miedo. Pero no tengo dónde meterme. Si pudiera, cogería una lancha. No creo que mi padrino me saque de ésta. Aunque a lo mejor nadie me menciona y no pasa nada. Yo siempre tuve el cuidado de separar la casa de los negocios, así que nadie sabe quién soy ni dónde vivo, lo que estoy haciendo es no volver más por aquellos lugares, ni voy a tratar a ninguno con que yo me haya relacionado antes.

(Tomado de Ocupante original)