sábado, abril 19, 2008

Mi amigo R.M.

No podrá leer este blog, estoy seguro. Los que lo reconozcan, no sabrán ya de él. Y los que lo encuentren, no le hablarán más que de trivialidades.

Lo fui conociendo en los oscuros pasillos de la Escuela de Matemáticas sin trabar nunca una conversación con él. Conocí su voz estentórea, su elevada estatura, pero no llegué a conocer su nombre en la época en que pudimos haber coincidido en un aula. El era uno de esos estudiantes eternos, a los que se les extravió el camino de la graduación y desgranan algunos de los mejores años de su vida en la esperanza de obtener un pergamino de letras góticas, aunque no esté acompañado de la sapiencia que debe certificar.

Luego, decantado yo en el laberinto del ostracismo, lo olvidé, junto a muchos con los que había compartido afanes.

R. M. fue el primer estudiante universitario que me no me negó el saludo después de mi expulsión. Hizo más. Se esforzó durante unos momentos en demostrarme que nos conocíamos de la escuela donde ya no estaba y, en efecto, lo recordé mientras discutía con la bibliotecaria por un libro que ella reclamaba y él decía haber devuelto. Eso fue tres años después. Yo estaba trabajando como profesor en una facultad obrera, lo que me dejaba tiempo para dedicarme a la fotografía, terminando la carrera en el curso para trabajadores y me ganaba la vida como fotógrafo.

Mi especialidad fotográfica en ese momento era el restaurant. Trabajaba en El Floridita, La Bodeguita del Medio y en el Habana (menos conocido y productivo que los anteriores). Ocasionalmente, daba mi vueltecita por el Patio. Este trabajo producía grandes ingresos, aunque era agotador. Me avergonzaba un tanto llegar a las mesas y proponer una foto y, aunque en ocasiones no era necesario, lo hacía.

R. M. estaba sentado ante una mesa de la Bodeguita del Medio con un grupo nutrido y escandaloso de artesanos que cenaban con la satisfacción de haber ganado mucho dinero con la venta de sandalias guaraches, de bajo costo y alto precio, cuya suela fabricaban con neumáticos de automóvil. Me llamaron y me pidieron varias fotos, y me pagaron para que les sacara una copia a cada unos, con lo cual consiguieron alegrar mi noche, ya que me garantizaba una buena jornada. Después, R. M. se me acercó y me dijo en voz muy alta "¡Cuza!". Rió ante mi sorpresa.

"¿Volviste a la escuela?" "Sí. Ya estoy acabando." "Pues, yo decidí dejarlo por un tiempo. Hay que aprovechar ahora que está este negocio de los zapatos. De todas formas, tengo que empezar por segundo año y esperaré a que Baldomero esté en otro curso." "¿No te va bien con Baldomero?" "¿No te han contado, eh?"

Vi dos o tres veces más a R.M. en la Catedral, donde tenía un metro cuadrado y siempre conversábamos. Tenía grandes planes: "Compré cien metros de piel curada y se la estoy vendiendo a los demás zapateros. Me la tienen que comprar a mí, porque ya el Fondo no vende mas." "Estoy en el negocio de las reproducciones. Tengo unos portocarreros y unos marianos y les estoy sacando copias que se venden como agua. ¿Tú sabes de algún extranjero que quiera comprar un cuadro de firma?" "Me hace falta un certificado médico, que me tienen loco en la secundaria donde trabajo con el tema del ausentismo. No, no lo puedo dejar porque, si no, no puedo tener licencia." Le compré un par de guaraches para mi esposa y vino hasta la casa para que escogiera
a su gusto y talla.

Una noche, lo encontré a la salida de mi trabajo, por donde pasaba casualmente. Mis compañeros de trabajo lo conocían y me entretuvieron con anécdotas. "Está loco. Pero tiene el "queme" más sabroso que hay." "Dicen que un día le sacó un cuchillo al profesor de álgebra en medio de la clase. El tipo se mandó a correr y se tiró por la ventana. Por eso lo botaron por dos años." (No pude evitar la idea de que esta historia estaba confirmada por lo que él me había dicho antes); "Cuando estaba en Mazorra, se escapó. Pero se fue con una guagua llena de locos. Después los fue dejando por toda la ciudad y pasaron tremendo trabajo para recuperarlos.".

"¿Tú sabes cómo se volvió loco?" "No." "Se le ocurrió aparecerse en una concentración en la escalinata con un cartel que decía 'Humanidad o Muerte'. Pensaba que era una buena idea mezclar aquello de Patria es Humanidad con lo de Patria o Muerte. El asunto es que 'se lo chuparon' y lo metieron en el cuartico de la FEU para que explicara cual era el chistecito de su cartel. Lo dejaron desquiciado. Más nunca ha sentado cabeza. Por eso es que ahora publican una lista de lo que pueden decir los carteles, para que no se aparezca otro R. M. diciendo que no sabía."

"A mí no me parece que esté loco." Lo defendí. Lo cierto es que era un tipo brillante, lleno de ideas ingeniosas y siempre al día de lo que se comenta en las calles.

Estuve mucho tiempo sin verlo.

La próxima vez fue alrededor de dos años después, de visita en mi casa. Muy nervioso, su espléndida risa se había tornado lastimera. "Nueve meses en el tanque." "¿Qué te pasó?" "Lo perdí todo. Me dejaron unas tiritas, pero cuando volví ya no quedaba ni el polvo." "¿Qué pasó?" "Operación Cocodrilo. Ni licencia, ni carta del Fondo de Bienes Culturales, nada sirvió." "Pero, ¿qué les dijeron?" "Nada. Como mismo nos agarraron, nos soltaron. Nueve meses, una barriga, en un campamento y un buen día, como si hubiera sido un fin de semana, te llama el Seco y te dice: 'Puede retirarse' ¿tú crees que yo iba a preguntar algo más?" "Pero, ¿les hicieron juicio? ¿No?" "Nada de nada, Cuza. Calabaza, calabaza. ¿Tú esperarías?"

Ese día lo invité a almorzar. Lo hizo con ansiedad inconfundible. Se quiso guardar un pedazo de pan y le di otro para que se lo llevara." Unos meses después regresó a mi casa, algo recuperado. Estaba pintando ilustraciones afro-religiosas para turistas, con éxito variable. La paranoia lo sacudía fuertemente, motivando una serie de rutinas para luchar contra el miedo. Cuando volvió, pasados unos años, estaba demacrado y se movía con dificultad. Por esa época, yo también vivía en la crisis (la de los pollos) y sólo pude brindarle un tazón de caldo. Mientras se llevaba el líquido a los labios, pude observar su aspecto escuálido, su agarrotamiento convulsivo. "Me están dando medicinas, pero tuve que cambiarla. Y esta de ahora no me asienta. ¿Tú me dejarías dormir en el portal?"

No tuve el valor de invitarlo a dormir en mi casa. Los cuentos sobre su locura, mis niños aterrados, mi incapacidad para hacer el bien a todo riesgo, me lo impedían. "No. Yo te voy a llevar hasta tu casa." Lo emparrillé en mi bicicleta en un viaje extenuante de siete u ocho kilómetros.

Cada dos o tres años, siempre por Navidad, recibía su visita. Cada vez más depauperado, su risa más mitigada, su lengua más inhábil.

Cuesta reconocer los cambios de las personas que se ven todos los días. Cuando uno encuentra a alguien al cabo de un tiempo nota la profundidad de los cambios. Pero, cuando lo ve cada dos o tres años, le parece como en una película rápida la forma en que envejece.

La miseria iba cercando a mi amigo. Ya vestía harapos, cargaba lo encontrado en los basureros. Siempre lo ayudé, aunque toda ayuda era insuficiente. Su dignidad le impedía frecuentarme.

Desapareció hace unos años, pensé que había muerto, pero sólo dejó de venir.

Mi hijo lo encontró entre muchos que dormían en los portales cuando, junto a los de la Comunidad de San Egidio, recogían personas desamparadas para brindarles una Navidad en la Iglesia, con baños, ropas limpias, cena y un regalito. Prometió visitarme. Ojalá lo haga.

lunes, abril 14, 2008

Mi primer trabajo

Comencé a trabajar el primero de septiembre de mil novecientos setenta y ocho, después de cuatro meses escribiendo cartas, reclamaciones y solicitudes, en las que intentaba no perder mi ya destrozada carrera de matemático; y otros cuatro meses buscando un trabajo donde me sirvieran de algo mis conocimientos y habilidades en la resolución de problemas académicos. Tres veces estuve cerca de lograrlo: en un centro de cálculo, en un centro de investigaciones del cerebro y en una escuela secundaria. En cada caso, en el momento preciso, me lo impidió el papel que me habían dado en la Universidad y que debía presentar como justificante de baja. Ningún jefe de personal estaba obligado a aceptarme y ninguno tomaría los riesgos y dificultades que ello conllevaría, para colocar a un desconocido separado de su centro por motivos políticos.

Un amigo de mi madre ofreció conseguirme un trabajo (imprescindible para regresar a la Universidad) donde mis estudios no resultaran inútiles. Así fue como me dieron una plaza de Estibador "A". La "A" era importante pues, por un lado me pagaban el salario máximo en la escala, de 152 pesos y por otro me ponía en la obligación de cargar bultos de más de 36 Kg. Esto lo supe mucho después; en realidad, llegué al trabajo mi primera mañana pensando que me enviarían a sacar cuentas a alguna parte.

Eran las seis menos cuarto, hora exacta de comenzar, cuando me presenté a la puerta de la base de transporte, para recibir mi primera reprimenda. "El ayudante debe llegar antes que el chofer y revisar el camión, si las sogas y el tapacete están en su sitio, si las gomas no están ponchadas. Hay que pasarle un trapo al parabrisas. ¿Ya hablaste con tu chofer?" "¿Quién es mi chofer?" "¿Cuál es tu camión?" me preguntó con tonito impaciente, el despedidor. "Yo no sé." Espera. "¡Raúl! ¿Ya le pusiste ayudante a Francisco?" "Bueno, busca a Francisco, el de la chapa 55HM22 y que él te explique."

Francisco estaba sentado en el estribo, fumándose un cigarrillo, mientras el motor de su vehículo ronroneaba cálidamente. "Deja que se vayan los otros. Total, hoy nos mandaron a La Coronela. ¿Sabrás llevar la hoja de ruta?" "Supongo." "Toma." Todavía era de noche cuando salimos de la base por la Calzada de Buenos Aires. Unos minutos después, el chofer detuvo el camión junto a una cafetería. "Vamos a desayunar." Aunque nos sentamos juntos, cada cual pidió por su cuenta. Mientras me tomaba un café con leche muy caliente y aguado, él se bebía de golpe un trago doble de Coronilla. "Apúrate, que me voy." Quemándome, me empiné la mitad de la taza, que me pasó por el esófago con fragor de tumba francesa. Ya en el camino, me regaló algunas explicaciones acerca de cómo se deben colocar los bultos en la cama del camión y mis otras obligaciones como ayudante.

A las ocho y treinta estábamos esperando en el patio del almacén de útiles escolares a que nos tocara cargar. "Ve y mira cómo Coca carga su camión." Me sugirió mi jefe. Los paquetes de cien libretas formaban hileras transversales de ocho paquetes de largo por seis de alto. A ambos lados de la carga, había un espacio de unos diez centímetros donde resultaba imposible colocar un paquete. En total había diez hileras. Me fascinaba el movimiento de vaivén del estibador. Los bultos estaban en el aire mientras él lanzaba el paquete anterior al sitio donde encajaba con exactitud. Al final colocó otros veinte, completando su carga de cinco mil libretas. Sacaron el camión del sitio de carga y se detuvieron en el patio, para poner el tapacete y amarrarlo, antes de partir alegremente.

"No me lleven recio al Estudiante." Me apodó. Otro estibador, gordo y grande, parado al pie de la estera gruñó. "Ah. Este flaco nos va a demorar. ¿Qué pasó con Fernandito?" "Está cumpliendo. Tres meses." "Bueno, Rubio, arriba." No sé por qué me llamó Rubio, el otro apodo me gustaba más, pero no hice ningún comentario. Subí al camión y me lanzaron un bulto. Lo coloqué en la esquina más cercana al chofer. Cuando me volví, el estibador estaba esperando. "Mueve la mano, que ya se cayó un paquete." Repetí la operación, tratando de hacerlo a toda velocidad. Estaba colocando el bulto cuando escuché la protesta del dependiente. "Francisco, ayúdalo, que no vamos a terminar nunca." "No, él tiene que aprender."

Pero no aprendía. Después de colocar diez o doce envoltorios, tenía una cantidad similar regada por el suelo, esperando a que los de abajo pararan. Ellos no sentían esa necesidad, eran capaces de lanzar los bultos sin esperar a que estuvieran atendiéndolos. Se sincronizaban perfectamente, pero yo era incapaz de seguirlos. "¡Paren!" Gritó el gordo. "¡Quítate!" Se encaramó en el camión y puso orden en los bultos. "Fíjate bien. Aquí no te puedes entretener. Ni pienses, nada más te mueves así y dejas caer los bultos.

Cuando terminamos de llenar el camión, me dolía todo el cuerpo. Me habían pegado varias veces, lanzándome los fardos intencionalmente, para que anduviera más listo. Una buena parte de las libretas se habían estropeado al romperse sus envoltorios, pero esa pérdida no parecía preocupar a nadie. El chofer movió el camión hacia el patio, mientras los dependientes del almacén la emprendían conmigo. Me llamó para que colocara el tapacete, lo cual hice sin demasiados remilgos. Entonces sacó la soga. "Amárralo." Demasiado complejo. Ni siquiera podía hacer el lazo de la primera punta, como había visto que estaba anudado en el camión anterior. "A mi me toca un estibador 'A'. ¿Tú no eres estibador 'A'?" "Sí." "Pues debes amarrar la carga."

Hice un nudo en la punta, lo aseguré en un gancho que había en la parte más cercana al chofer. Tiré la soga hacia el otro lado y traté de amarrarla lo más estirada posible al gancho opuesto. Quedaba floja. Se necesitaba un nudo corredizo que recogiera por la parte interior. Nunca he tenido habilidades manuales, pero en esta ocasión mi torpeza me condenó a muchos intentos inútiles. Encaramándome sobre la lona. Saltando a uno y otro lado del camión. La soga era inelástica. Era más fácil calcular la ecuación de la onda que hace cuando está bien estirada, que estirarla. Los dependientes habían terminado de almorzar y todavía yo estaba dando vueltas alrededor del camión, empeñado en hacer mi parte. Ya no se metían conmigo, sino con Francisco. "¡Dale una mano, Francisco!" "¡Que aprenda!"

No aprendí. Nunca pude, ni he podido, amarrar correctamente la carga de un camión de diez toneladas. Aunque asimilé los nudos y pude hacer amarres parciales (en el caso de las libretas hubiera podido hacerlo después, era el caso más fácil), nunca he podido graduarme de amarrador, resolviendo los casos complejos que se nos presentaron en lo meses que trabajamos juntos. Pero a Francisco terminé conviniéndole. Diré por qué.

En la Empresa implantaron la vinculación a partir del mes de noviembre. Aunque el tipo de personal se esforzó explicándole a los choferes los cambios en la Hoja de Ruta y el modelo de Informe diario del trabajo realizado, éstos entendieron poco y lo llevaban a diario a Rosita, la muchacha de la oficina, que con mil amores se los llenaba. Francisco no tuvo que hacerlo. Yo me ocupé de llenarlo del modo en que mejor le resultara. Francisco tenía uno de los peores camiones; le asignaban trabajos de poca monta, ya que le gustaba remolonear, y tenía con mucho el más inhábil de los ayudantes. Pero, cuando fueron a pagar la "vinculación", le tocó recibir casi cuatrocientos pesos, mientras los demás recibieron sólo su salario o diez o veinte pesos extra.

Si se hubiera callado, habría seguido disfrutando de aquellos cuantiosos ingresos en solitario. Pero más le gustaba burlarse de los demás y alardear de su mejor aprovechamiento del tiempo. Así que otros choferes vinieron para que yo los ayudara con los papeles, pero mis explicaciones resultaban inútiles, porque yo era incapaz de ponerles la "cosa fácil" como ellos querían. Ese fue el principio del fin de mi trabajo a bordo del 55HM22.

Una mañana, el administrador de la base, me informó que tenía que quedarme en la oficina. Y me dio la tarea de llenar todos los documentos de información del desempeño del personal y de la actividad económica de la base, de manera que los beneficios se extendieran no sólo a todos los choferes y ayudantes, sino también al personal de administración.

Mis recuerdos de la estiba son agridulces. Era mi primer trabajo y, ciertamente, me gané la vida con él. Algunas cargas eran destructivas, como la sal (venía en sacos de 50 kilos y era muy abrasiva); el detergente (el polvo te colapsaba las vías respiratorias); el papel de estraza (eran paquetes amarrados con alambre y tenían filos cortantes, que te dejaban los hombros heridos, como si te hubiesen flagelado); el lienzo (que se enrollaba en grandes paquetes a los que los estibadores llamaban en broma "preservativos de elefantes"). En realidad, estaba pletórico de actividad física. Mi yo animal estaba satisfecho. Comer, dormir, fornicar, podía hacerlos cuanto quisiera.

Una tarde, en que descansaba en la cama del camión, al costado de un almacén en la calle Egido, pasó delante de mí, un profesor de la Universidad, mi tutor del trabajo de investigación que llevaba en mi época de estudiante. Durante meses, había seguido avanzando en mi trabajo y tenía algunos resultados que aumentaban considerablemente el alcance del teorema gracias al cual había recibido un premio. Como un avaro su tesoro, guardaba yo la libreta donde desarrollaba toda mi teoría de la expansión continua de los espacios de medida abstracta definidos para integración impropia.

"¡Profesor!" "¿Qué tal, Pérez?" Era el único en la Universidad que me llamaba por mi primer apellido. Su mirada de conmiseración nos colocaba más desnivelados de lo necesario. "Profe, tengo nuevos resultados en el trabajo. Mire, conseguí demostrar…" Le hablaba extendiéndole mi libreta. Pero él miró a todas partes, antes de decirme. "Pérez, yo no puedo hablar de eso contigo. Estás sancionado. No puedes hacer trabajos de investigación."

"Estás sancionado." Nunca lo sentí tan claro como en ese momento. "Tronado", decimos como los mejicanos aludiendo al trueno de los fusiles. En verdad, hubo momentos en el proceso de sanción, que me resultaron extremadamente dolorosos. En esa época ya estaba curado de espantos, pero conservaba la "libélula vaga de una vaga ilusión" de que nada afectaría mi amor por mi ciencia.

Volvería a la Universidad, terminaría la carrera con éxito. Mi camino laboral me condujo nuevamente a las Matemáticas: empecé a trabajar como profesor, gané el Concurso Nacional de Profesores, trabajé con los mejores alumnos que han existido, fui a olimpiadas. Todo esto lo he hecho horriblemente mutilado. Porque ese día, y para siempre, murió mi matemático interior. Hoy me costaría explicar aquel teorema que demostré con tanta pasión y que creía tan importante como para llegar a los libros de texto sobre los espacios de medida abstracta.

Debo decir a favor de aquel maestro, que en ocasiones posteriores tuvo gestos valientes, incluso en mi defensa. Uno de ellos: a mi regreso a la Universidad, yo era una especie de apestado. Trabajaba como profesor en una Facultad Obrera, trabajaba como fotógrafo por cuenta propia y llegaba a la escuela siempre muerto de cansancio para asistir a clases nocturnas donde también había estudiantes de los cursos regulares. Como siempre, muy pocos aprobaban. En una de las asignaturas, el profesor era él. Después del primer examen, al dar las notas, me mandó a ponerme de pie (era un aula grande, de cien alumnos). "Este alumno es el único que sacó cinco. Un hombre que trabaja, que mantiene una familia y parece que es el único aquí que estudia el tiempo necesario." Esto no fue un simple reconocimiento a mi esfuerzo, sino un intento de rechazar las voces que se oponían a mi presencia en la Universidad, los que decían que ésta es para los revolucionarios y que yo no era uno de ellos.

Han pasado treinta años. De los sentimientos, aspiraciones, dolores, que tuve en esa época, muy poco ha quedado. El profesor, como tantos de aquella brillante pléyade que hubo en la Universidad, ha marchado a otros lugares. Mi vida de no matemático ha estado repleta de compensaciones espirituales, también de temores, angustias y contrariedades. Es vida, ¿no? Por mí, no lamento lo ocurrido.

Sólo el daño que ha quedado para todos, el temor a crear, a ser distinto, a expresar diferencias, a actuar sin permiso. El empobrecimiento del alma de un pueblo, se revierte siempre con secuelas y es imposible saber hasta donde éstas llegarán.

(No he puesto el nombre del profesor, aunque supongo que él, si leyera esto, se reconocería fácilmente. No quisiera que otras personas puedan reprocharle por lo que aquí he contado.)