domingo, marzo 01, 2009

Al hombre le conviene.

"porque al hombre le conviene

caer preso alguna vez

para contar lo que ve

y lo que es la humanidad."

Conocí esa canción en enero de 1968, cantada por un coro de adolescentes a bordo de una guagua que nos trasladaba a un campamento en Güines donde debíamos pasar seis semanas y media trabajando en el campo. Pocos la habían escuchado antes, pero los guaguancós gustaban y la repetición, las ideas asociadas a su letra y el medio social de la mayoría de los estudiantes, consiguieron que a los pocos días todos lográramos seguir la rima con bastante éxito.

"La cárcel tiene azotea,

un jardín en medio del patio:

todo parece un palacio

con su piso que blanquea."

No sé exactamente a qué cárcel, de qué época habla. Interesa la depresión del reo más que las condiciones de su encarcelamiento.

"Te dan luz para que leas

(Si acaso quieres leer)

Te dan pan para comer

y café por la mañana.

Esa es la cárcel de la Habana.

¡No la quieras conocer!

Me llamaba la atención aquello de que "al hombre le conviene". Según los códigos de honor del barrio de Colón donde habitábamos, los que habían pasado por la cárcel y no se habían "rajado", eran hombres de "pro". Guapos comprobados que podían relatar sus experiencias con orgullo le daban sentido a la canción.

Conocí "la cárcel" pocos meses después, sin haber cumplido los trece años. Una patrulla de las tropas guardafronteras capturó a un grupo de seis personas intentando penetrar en la Base Naval de Guantánamo una cálida tarde de julio. Entre esas personas estábamos mis padres y yo.

Después de breves estancias en unidades militares, fuimos a parar a un centro de detención en la ciudad de Guantánamo. Recuerdo mucho de los días que estuve allí, quizás porque tenía los ojos muy abiertos tratando de "contar lo que veía" cuando saliera.

No era propiamente una cárcel, aunque algunos de los viejos pretendían llevar meses allí, esperando una definición. Parecía una casa de vivienda, "un palacio" y el piso era realmente blanco. Pero no se veía el exterior desde ninguna parte. No tenía jardín ni patio. Tampoco me dieron pan ni café. (Era costumbre de mi familia que los niños tomaran café "claro" con pan y a mí me gustaba). Los presos no se parecían a los que he visto tantas veces en visitas y películas, eran buena gente, (me brindaron comida casera que les habían traído sus familiares, al verme incapaz de consumir la polenta de harina de trigo salpicada de insectos que me dieron los guardias). Fui interrogado con toda seriedad por un individuo de nombre Urbano. Parece que el hombre pensaba que los niños (éramos dos) le daríamos la información clave para desarticular la "red" de fugas al extranjero.

Para su sorpresa, le hablé del vehículo que nos había trasladado. "¿Cómo era?" "Un yipi." "De qué color." "Verde" "Y el chofer, ¿cómo era?" "Un guardia" "¡Un combatiente! ¿Pudo verle los grados?" "No sé nada de grados." El policía estaba tan inquieto que empezó a tutearme. "¿Tú lo conocías de antes? ¿Sabes cómo se llama?" Después de unos minutos de preguntas y respuestas tontas, de gritarle al mecanógrafo, cayó en la cuenta. "Espérate. ¿De qué chofer tú hablas? ¿Del que los trajo a la Unidad?" Pegó un golpe en la mesa. Nunca había visto a un adulto tan dispuesto a pegarme. Me asusté tanto, que no me reí.

A los tres días soltaron a las mujeres y los niños. Mi padre estuvo dos años preso y no lo volví a ver hasta el año 1972, cuando ya estaba muy cerca de la muerte.

El fantasma del intento de salida ilegal regresó en el año 93 cuando, cansado de responder con evasivas a la pregunta "¿Por qué Pérez Cuza no va con el equipo?", el que entonces era Director de la Enseñanza General del Ministerio de Educación, Héctor Valdés, me citó a su despacho para explicarme, en presencia de los metodólogos, la razón por la que yo no podía acompañar al extranjero a los equipos a los que preparaba: "¿Por qué nunca dijiste que te habían cogido tratando de irte del país?"

Tenía tantas respuestas que no dije ninguna.