jueves, junio 05, 2008

El Guantánamo de allá adentro.

Corría el año 90. Un grupo formado por nueve metodólogos, inspectores y profesores visitaba "la vocacional", nombre con que los guantanameros designaban al único instituto preuniversitario de la ciudad. En esa escuela había una competencia en la que participaban estudiantes de las escuelas similares de Santiago, Holguín, Las Tunas y Granma.

La "vocacional" era una construcción nunca terminada. A pesar del orgullo de sus directivos por las soluciones que habían encontrado para utilizarla, no podían dejar de mirarse las aulas con sus puertas atadas con sogas y cadenas, los asientos desvencijados y las paredes descascaradas. Todos los presentes deseábamos lo mejor para la escuela. Los anfitriones, hospitalarios compulsivos, hicieron todo lo posible para que nos sintiéramos bien. Yo miraba frecuentemente hacia el centro de la ciudad.

Por la tarde fui a las calles donde jugaba cuando niño. Caminé por lo que solía ser el mercado y ante sus muros ruinosos, sus espacios tapiados, recordé aquella mañana en que me maravillé ante una enorme sarta de cangrejos vivos que un pescador quería liquidar por dos pesos. La bruma de los tiempos no me permite establecer por qué esa vez específica regresa a mi mente para traerme de vuelta un laberinto de racimos de plátanos, cestas de marañones, pares de blancos pollos amarrados por las patas con las alas retorcidas, jicoteas, anones, piedras de hielo, y mil cosas que confundo con los mercados de las películas y los mercados agropecuarios del presente. Solía visitar mucho a ese lugar. Mi madrina vivía en una casita a la que se accedía por un pasillo lateral junto al mercado. Mi papá era el dueño de un establecimiento colindante, donde se vendía batido de frutas con leche y hielo. Lo recuerdo revisando un vaso que el dependiente había separado a causa de una presunta rajadura. Muchas cosas he olvidado y, al pasear, trataba de recuperar lo que allí había dejado.

Las calles de mi pueblo son anchas y rectas. Ésta era la zona más activa cuando yo vivía allí. Pero, en mi paseo, solo veía personas sentadas en los contenes. Nosotros decíamos que era la segunda ciudad de Cuba, aunque Santiago fuera mayor, que las muchachas de mi pueblo vestían a la moda. La heladería, frente al parque, vendía un helado de zapote que no se prueba en ningún otro lugar. En el parque estaba también la iglesia y, en la fuente, un escenario para fiestas y espectáculos. Me recuerdo una noche escuchando a los Ases interpretar La Carta, según la versión de los Fórmula V. Era, aunque no lo sabía, la última noche que debía pasar en Cuba, ya que al día siguiente mi familia junto a otras personas se lanzaría a los profundos matorrales intentando alcanzar la Base Naval, viaje condenado al fracaso. En el 90, de paseo, encontré la heladería rodeada de pasarelas de feas cabillas que intentaban guiar la fila de ansiosos comensales. La fuente, seca, posiblemente hubiera perdido la impermeabilidad durante la sequía. Mucha gente sentada en los contenes, pese al horario aún laboral, comprando ron en un "Cabaret" que hicieron en otra esquina, en la iglesia. En la Tijera, otrora orgullosa tienda por departamentos, sólo vendía bicicletas asignadas. Todavía la panadería se llamaba "El Pueblo" nombre que le puso mi padre, que no logró salvarla de la nacionalización.

El cine América estaba funcionando y no había cambiado el nombre. Pagué la entrada sólo para verlo. Unas doce personas disfrutaban de un thriller americano, aprovechando algunas de las butacas que aún conservaban el asiento. En este lugar vi por primera vez la palabra "matinée" y una película de Tarzán. Por una ventanilla interior vendían refrescos y bocaditos, cosa que no volví a encontrar hasta que abrieron una tiendecita en divisas que vendía refrescos y rositas de maíz dentro del cine Yara.

Caminé por la calle Jesús del Sol, donde se hallaba mi casa. Seguí de largo, hacia la calle Oriente, esperando ver, como antes, el paso de las aguas bajo los dos puentes. Una mañana, después del ciclón Flora, salí por primera vez para ver el Guaso crecido. Impresionante. Alcanzaba casi al Puente Negro y cubría al otro. También tapaba completamente a la Piedra, sitio predilecto en el río balneario, porque la piedra era un trampolín natural. El Guaso arrastraba en aquella ocasión árboles, pertenencias humanas, casas y cadáveres. Un hombre, atado con una soga a las ramas de un árbol en la parte de San Justo, intentaba rescatar cosas de la corriente.

No había Guaso aquella tarde. El negro cauce estaba cubierto por finas hierbas. La Piedra, semienterrada, servía para no dudar de que allí hubiera río alguna vez. Caminé hasta San Justo sin enfangarme las suelas de los zapatos.

¿Qué ha pasado con el Guaso? Lo busqué con el Google Earth y allí estaba, mostrando la sequía de su lecho rocoso. Parece que se ha convertido en un río intermitente. Al Puente Negro no pude encontrarlo, hay algo en su lugar, otro puente quizás. Dicen que ya los trenes no llegan hasta la Terminal. ¿Existirá aún el tren de Guantánamo a San Antonio? Recorría el valle, paraba en Romelié, el Salvador y otros que recuerdo muy mal. San Antonio ahora se llama Manuel Tames, pero ya no hay un central. Guantánamo, como casi toda Cuba, ya no produce azúcar. Sólo sal. En el Google hay fotos del centro de la ciudad y de las calles que paseé aquel día. Han pintado fachadas y la estación parece esperar un tren extraviado que la visite.

Aquella tarde me sentí ajeno a mi tierra. No conozco a nadie, nadie me conoce. Los sitios han cambiado, no hay donde quedarse, no hay donde comer. Mientras regresaba al hotel Guantánamo, ocupado sólo por mi grupo del Ministerio de Educación, busqué mi ciudad dentro de mí. Se que la llevo conmigo y que está profunda, muy profunda. Tanto, que no la encuentro.

La hallaré, estoy seguro. Aunque ya no sea la misma. No puede perderse la definición propia. Al Guantánamo de allá adentro regresaré algún día y deseo con todas mis fuerzas que siga vivo.

domingo, junio 01, 2008

Un Pre Marciano

Cuentan que al escritor norteamericano Ray Bradbury lo asaltaban frecuentes pesadillas. Quizás, éstas se hallaban en una zona contigua a su consciente cuando escribió Crónicas Marcianas, donde la colonización del planeta rojo, extrapolada de las colonizaciones en la Tierra, es sufrida por hombres espirituales que dan a esta novela un ambiente onírico y poético de gran belleza. Uno de sus cuentos-capítulos, llamado "El Marciano", trata de uno de estos nativos que, a causa de su capacidad de convertirse en la persona que quiere ver su interlocutor, se halla atrapado entre colonos que lo identifican sucesivamente como un hijo muerto (Tom), viviendo de nuevo por obra del amor de sus padres, como una hija perdida por otra familia que sólo anhela recuperarla, el delincuente perseguido por un policía, etc. en una serie de metamorfosis sucesivas que terminan agotando hasta la muerte al marciano.

El pasado fin de semana, en una de esas visitas a la Habana Vieja, pasé cerca del antiguo instituto preuniversitario donde estudié en mis años de bachillerato. El Pre de la Habana, le llamábamos, aunque su nombre oficial era "José Martí". Y pensé en la coincidencia de que mi escuela, al igual que el héroe que le da nombre, sufrió la suerte del marciano.

Durante más de cien años, el Apóstol ha sido utilizado por algunos de sus seguidores-admiradores como indefenso comodín. Numerosos estudios lo han convertido en activo intangible de otras tantas causas. Los "estudios" sobre su figura seguían una ruta incontestable, que metamorfoseaban al héroe sucesivamente en economista, agrónomo, estratega, liberal, carpintero, músico, políglota, dibujante, comentarista deportivo. Algo parecido ocurrió con el instituto. Algún perfeccionista del MINED pasó por allí y ¡Zas! de un golpe telepático lo convirtió en IPE municipal. Antes, alguien lo había imaginado como una Facultad Obrera y en tal lo mudaron. Secundaria Básica, Escuela de Oficios, Instituto Tecnológico, fueron otras de las conversiones del Pre. Y, como Tom, se ha transformado en una amalgama.

El edificio se construyó para escuela preuniversitario: escuela de enseñanza general, con alumnos de décimo a decimo tercero, aproximadamente. Por eso tenía aulas con pizarra mineral, acústica perfecta y pupitres originales empotrados al suelo, laboratorio de Física dotado de tubos de gases enrarecidos, máquinas de rayos, observatorio astronómico, etc., amén de otros laboratorios de química, gimnasio, biblioteca, dotación que debió mantenerse, agregando con el tiempo una red de ordenadores conectada a Internet.

No fue así. Alguien pensó que el trayecto secundaria-preuniversitario-universidad era demasiado recto y colocó un obstáculo en el camino: los preuniversitarios debían radicar en el campo. Los programas docentes, descargados una y otra vez. El trabajo agrícola es parte esencial del estudio. Jamás idea alguna ha sido tan universalmente rechazada. Poco a poco, con perseverancia digna de otra causa, fueron cerrando los institutos y trasladándolos al campo. Cuando, finalmente lo lograron, los estudiantes de secundaria y sus padres decidieron que era mejor estudiar otra cosa: gastronomía, contabilidad, electrónica y más recientemente los tecnológicos de informática, devinieron en pasarela hacia la universidad.

Así que no sólo el pre de la Habana ha pasado un morphing de sistemas escolares, también lo ha sufrido el sistema en sí. Y esta sucesión metamórfica ha devenido en lo que hoy vemos: enseñanzas primaria y secundaria impartidas por jovencísimos maestros "integrales" dotados de televisores y cintas de video, una virtualmente inexistente enseñanza preuniversitaria de donde han emigrado una parte significativa de los profesores con experiencia y un sinnúmero de institutos tecnológicos que se supone prepare a jóvenes para iniciar su vida laboral y no para cursar estudios universitarios. De manera que los centros de estudios superiores han dejado de recibir alumnos propiamente preparados con el consiguiente decaimiento de la calidad de su trabajo. Y todo esto ocurre sin que haya nadie que pueda decir cuál es la idea, qué pretenden con esto. ¿O será que no lo saben?