sábado, enero 05, 2008

Amarillita.

"Un paquete de cinco libras de la amarillita." Esta expresión es perfectamente comprensible para cualquier cubano que haya vivido en la isla después de 1990. Se refiere a la leche en polvo entera a granel, envasada en bolsas de nailon, del que generalmente se utiliza para portar las mercancías que se han comprado en las tiendas que venden sus productos en moneda "convertible". Es uno de los productos más estables en la bolsa negra en precio, calidad y existencias, a pesar de no haber pretextos que enmascaren el delito de receptación del que lo adquiere.

La historia de la leche en la Cuba revolucionaria está cargada de matices y opiniones. Hay algunos temas sobre los que no se discute. Por ejemplo, su abundancia relativa. Antes de los sesenta, los lecheros distribuían el producto al amanecer, dejando litros de leche fría pasteurizada en las puertas de los hogares de sus clientes, para que las caseras lo pudiesen recoger a la hora del desayuno. Este servicio puede que fuera exclusivo, pero el método evidencia abundancia relativa o moralidad antirrobo. Se puede optar por la primera, o disertar sobre temas más escabrosos.

Conocí a un campesino que tenía tres vacas. Diariamente las ordeñaba. Treinta o cuarenta litros de leche para cinco personas, incluyendo un niño en la familia. Podían consumir como máximo unos tres litros. ¿Qué hacer con el resto? Prohibido venderla. Prohibido hacer queso. Imposible refrigerarla. La leche, por decreto, debe ser entregada a "Acopio", empresa que se ocupa de recoger la producción de los campesinos para distribuirla en el mercado. Pero el viaje hasta la finca de mi granjero era demasiado costoso para recoger treinta litros de leche. "Bótala", dice, "fue lo que me dijeron." "Bótala." Años después, al escribir "Ternera Macho…" recordé esta historia.

Hubo otra etapa de abundancia relativa, después de las drásticas reducciones de los sesenta. Fue cuando ya la leche no venía de la vaca, si no del CAME, en polvo, y la pasteurizadora se ocupaba de hidratar y envasar. En esa época la leche se podía comprar fácilmente a peso el litro, sin racionamiento. A pesar de la frecuencia con que se anunciaban los éxitos del desarrollo ganadero, a pesar de los métodos científicos, las F1, las vaquerías musicalizadas, el descubrimiento de la pangola y el gandul, y de la heroína nacional, Ubre Blanca; una buena parte de la leche llegaba abundantemente a los puntos, para ser vendida a bajo precio, procedente de la hermana Europa del Este.

Los noventa llegaron con la desaparición de los salvavidas alimentarios. La leche, el huevo y el pescado fueron sustituidos por sorprendentes productos que combinaban la higiene dudosa con el mal aspecto y el pésimo sabor. La masa "cárnica", el "perro de pollo" y el "Cerelac" matizaron la época en que aparecieron masivamente enfermedades producidas por la malnutrición. Desapareció la leche "liberada" y, en general, el litro de leche lista para tomar.

En Cuba un litro de leche "racionada" cuesta veinticinco centavos de peso, moneda nacional. Al cambio del momento, se podrían comprar ciento cuatro litros de leche con un dólar. "El único país del mundo donde puede verse eso."

Fue la época en que comenzó el auge de la leche "amarillita". Muchas cosas estaban descubriendo su precio en el mercado negro y a la leche le tocó el de veinte pesos, en moneda nacional, por libra (algo menos de medio kilo), que se convirtieron en breve en un dólar, precio que se ha sostenido en medio de las más violentas "ofensivas" anticorrupción y de las "operaciones" de la policía contra el "desvío de recursos".

¿De dónde sale la leche "amarillita"? Del robo, claro está. Se la roban en los contenedores que la almacenan en el puerto. En los almacenes mayoristas a donde se trasladan, de los camiones que las transportan, en los hospitales donde deben suministrarla a los pacientes, en las bodegas en que se vende. Pero este robo apenas tiene la esperable repulsa de los, en última instancia, robados. La leche, al igual que otros productos, sería imposible de comprar fuera del mercado negro. Y muchas personas no aceptan que los siete años sea la edad límite en que puede consumirse.

En medio de todas las tormentas que han sacudido las economías individuales, muchos niños, ancianos y personas de todas las edades han podido contar con el precioso rubro alimentario en forma del polvo "amarillito"; aunque, lamentablemente, no con los ciento cuatro litros de leche "concentrada" que se pueden comprar en doscientos ocho días cuando se tiene algún niño (que no sobrepase los siete años) "apuntado" en la "libreta".

¿Qué pasaría si no se escurriera la Amarillita antes de su consumo legal? Probablemente, nada. En los hospitales, bodegas, escuelas, etc., donde debe repartirse, se seguiría entregando en la misma proporción y con idéntica calidad. ¿Magia? ¿Violación de la ley de conservación de la materia? Nada de eso. Ajustes en el presupuesto.

No obstante, suponer que es posible que un producto tan necesario, escaso y costoso, pueda circular por toda la compleja red de transporte y almacenamiento de la economía nacional sin extravíos, mermas y accidentes, es atribuirle al control poderes sobrenaturales. Una utopía.

miércoles, enero 02, 2008

El Moskvich y la noche.

Si usted mira un mapa de la antigua Grecia y sus contornos puede sorprenderse del tiempo y los trabajos que se tomaron los héroes que tripulaban el Argos o los compañeros de viaje de Odiseo en su regreso a casa. Se necesitan muchos dioses para justificar tal incumplimiento del plan de viajes y tanto desvío de la hoja de ruta.

Hace unas noches comprendí que los griegos metían a los dioses en sus historias como recursos poéticos, teniendo en cuenta que probablemente sus embarcaciones fueran más viejas que un Moskvich, aunque quizás fuera más fácil encontrarle piezas de repuesto de calidad (originales griegas) que al heroico vehículo de motor.

Fue en ocasión de viajar a Boca Ciega desde el Vedado (unos treinta quilómetros) con otras tres personas en la noche. Revisión técnica. Gasolina: suficiente, aceite: bien, agua: radiador y tanquecito secundario llenos, gomas: treinta libras, incluyendo a la del maletero. Frenos: regular, a veces hay que bombear un poco, habrá que encamisar la bomba, hacer zapatillas, se va un poco de lado cuando se frena bruscamente. Carece de freno de mano, nunca lo tuvo. Luces: bastante mal, la unidad izquierda no tiene casi azogue y apunta hacia el piso; la derecha, en cambio apunta al cielo. De bizco severo, el Moskvich se convierte en tuerto cuando se cambia a luz corta. Batería: floja, es casi incapaz de arrancar cuando se deja desde las cinco de la tarde hasta el otro día por la mañana. El claxon suena como el maullido de un gato asmático y la luz… bueno, ya lo dije. El otro problema es el "condensadorcito", un pequeño capacitor que potencia la chispa del encendido. Hace tiempo han desaparecido los "condensadorcitos" apropiados y este es de los de ochenta centavos que hay que cambiarlos semanalmente y en ningún momento hacen su trabajo como es debido. Esta es la causa de que el carro se demore en arrancar y que después tenga poca fuerza.

Los primeros doce quilómetros: Calzada, pasar por el costado de la Oficina de Intereses con sus cercas de gruesos barrotes y guardias cada cinco metros; la plaza de las banderas, la Tribuna con Martí cargando a un niño y apuntando hacia el Golfo; el Malecón, con su hilera de luces de mercurio; el Túnel, remozado, lleno de luces, la garita. La carretera recta, bien iluminada, hasta después de pasar la rotonda de Cojímar. Luego, incorporarse a la Vía Blanca en la loma de Alamar. Y aquí se acaba la fiesta.

Porque la insuficiencia de mis luces se combina con la velocidad de los vehículos que vienen de frente exhibiendo un torrente luminoso que me deja literalmente ciego. No veo la línea amarilla, ni el borde del abismo. Sólo una cascada de luces potentísimas acercándose a gran velocidad por todas partes. Arriba de la loma ya puedo distinguir una luz salvadora: el semáforo de Alamar, en rojo, con una guagua repleta y un taxi almendrón, también repleto, esperando el cambio de luces.

Tres quilómetros después, ya estoy decidido a abandonar esta carretera que es un pase de baquetas con antorchas. He sudado kilos y mis acompañantes han sufrido mis tensiones como si fueran al timón. Así que doblamos después de Tarará, ahora nuevamente remozada y con tantas y tan brillantes luces que me ayuda un poco a llegar al desvío. Bajamos al Mégano y seguimos por Santa María, Marazul, Atlántico. Después se acaba la iluminación. Queda sola la de mi auto, que no alcanza ni para atraer cangrejos. Llegamos a poca velocidad al Hotel Itabo, en busca del Puente de Madera. Al pasar la rotonda, en medio de la más absoluta oscuridad, la calle se colma de arena. Y el Moskvich se detiene a unos cinco metros del Puente.

Dos luces pequeñas vienen por el puente: "El puente está cerrado", grita una voz. Yo pregunto "¿Cuán cerrado?" "Lo bloquearon" Entonces vislumbro dos enormes jardineras a la entrada del puente. "¡Jolín! ¡Donde se han metido!" Una pareja de españoles en bicicleta. Un poco raro. Recuestan sus bicicletas a un costado y se nos acercan con las linternas. "Hay que empujar." Entre los seis no conseguimos nada. Alumbran las gomas enterradas hasta las bocinas. Me tiro en el suelo y cavo. Unos quince centímetros de arena hasta la carretera. Todos me ayudan. Mi esposa le pregunta a la turista: "¿Españoles?" "No. Alemanes." "¿Alemanes y Jolín?" Dudo. "Es que yo vivía en España." Responde la mujer. Ayuda humanitaria de personas a las que no les vimos la cara. Ya estamos listos, arranco el carro. Con la fuerza de todos y la del motor, conseguimos destrabarnos.

Vuelta atrás y subir la loma del Marazul. Ahora le toca al "condensadorcito". El Moskvich cancanea. Se apaga cuando faltan unos metros para llegar a lo más alto. Mi hijo salta del automóvil y le coloca una piedra detrás de una goma trasera. Eso impide que se vaya de espalda, cuesta abajo, con la velocidad puesta y el motor apagado. Es el momento de la paciencia. Abrir el capó y dejar que la noche trabaje un poco.

Es una noche oscura. En estos días ha brillado Marte y la luna estaba casi llena. Pero se han ocultado tras gruesos nubarrones y sólo se perciben las luces del hotel y la carretera. Vuelvo a arrancar el motor y mi familia camina al lado del auto que se mueve en primera hasta la cumbre. Se montan y seguimos. Volvemos a la Vía Blanca, llena de terribles focos. No puedo ver la entrada de Boca Ciega y debo seguir hasta el Intermitente; pero, aturdido, me meto por el Gato Verde, doscientos metros antes.

En la maniobra para regresar a la carretera descubro, tras furiosa pataleta, que el carro no frena. Es demasiado. Habría que bajar una pendiente de setecientos metros en un auto deshaciéndose en pedazos, sin luces ni frenos. Mejor caminar. Le digo a mi hijo que me siga con una piedra y subo, despacio, hasta la estación del Gato Verde. Tras mucho bombeo, el carro está frenando. Pero ya gasté mi capacidad para salir de apuros, al menos por esta noche. Dejo el Moskvich al cuidado del pistero, e invito a los míos a seguirme loma abajo.

Como Scarlett, pienso: "mañana será otro día".

Pero esa misma noche mi yerno, que no tiene aún licencia de conducción, trajo el auto hasta su destino sin ningún tropiezo. Me dan ganas de meter a un poco de dioses griegos en la historia.