jueves, enero 24, 2008

Forma de Vida.

No comparto la idea de que los cubanos seamos más fuertes, inteligentes, educados, trabajadores, sumisos, generosos, sensuales, bailadores, hermosos, cobardes, espontáneos o cualquier otra cosa que los demás. El chovinismo tiene múltiples facetas y es demasiado común, sobre todo cuando se está inundado por torrentes propagandísticos. Yo no soy chovinista. No creo que seamos especiales en ningún sentido, excepto por nuestro medio vital, lleno de condiciones y reglas que presionan el desarrollo de la especie humana que se confina entre estos cuatro mares.

Ser cubano es otra forma de vida. Del mismo modo que surgen en los helados desiertos polares o en los hirvientes surtidores volcánicos del fondo del mar, extraños organismos vivientes adaptados a sus terribles circunstancias, ocurre en los pueblos sometidos al arbitrio de voluntades omnímodas, que las personas encuentran caminos para satisfacer sus apremios aún al costo de pervertir sus tendencias naturales y verse viviendo fuera del cauce que su vocación induce.

Así, no es raro observar a nuestros abnegados galenos atesorando medicinas, instrumentos esterilizados, alcohol o hilo de sutura, para no verse en la angustiosa situación de carecer de lo imprescindible para brindar alivio a sus pacientes. Igualmente, deben hacer trabajo de relaciones públicas con enfermeras, técnicos o especialistas para conseguir que hagan sus tareas en el momento necesario sin prolongar excesivamente la atención de un caso que lo requiera.

Tampoco, que un profesional, no importa cuán elevado sea su título académico o su posición en las estructuras productivas de la sociedad, tenga un segundo trabajo, que suele ser más humilde; por ejemplo, ensartando cuentas blancas de collar para algún vendedor de artículos religiosos o escribiendo tesinas para estudiantes.

Han proliferado los nuevos oficios, los negocios de bajo perfil, las asociaciones delictivas. De todo ello habría que hablar extensamente para conocer nuestra forma de vida. También, de lo que ha quedado de soluciones momentáneas a que nos llevaron las crisis de la crisis habitual, como fue la cría de pollos, cochinos o conejos en casas o apartamentos en la ciudad, o el uso intensivo de la bicicleta como vehículo de transporte de carga y de pasajeros.

Hay otras consecuencias más sutiles y posiblemente duraderas, que son los cambios en los hábitos, principios y aspiraciones, que nos convierten en personas capaces de aceptar en silencio los atropellos cotidianos, que nos pueden ser infringidos por cualquiera: un empleado que decide privilegiar a un amigo, ignorando la fila que espera recibir un servicio, el conductor de un ómnibus que se detiene a tomar café dejando el vehículo lleno de sofocados pasajeros, o por las leyes y regulaciones que otorgan al extranjero derechos que le niegan al cubano, como el alojarse en un hotel, alquilar un automóvil o contratar una línea telefónica. Esto introduce una relación de padrinazgo entre cualquier visitante foráneo y ciudadanos de nuestro país, a los cuales él puede favorecer contratando para cada uno de ellos el servicio de un teléfono móvil. También aparecen los pillos con pasaporte que venden esos contratos y los intermediarios con carné diplomático que comercian con los productos cuya venta se limita a los que se identifican utilizándolo.

La historia de cómo hemos evolucionado hasta este punto es muy compleja y creo que es interesante conocer sus "veredas oscuras". No es inútil asignar culpas y no conformarse con una aceptación de responsabilidades generalizada. Pero, este es un aspecto sobre el que versan las luchas políticas y la propaganda.

Y yo no quiero pasar aquí del reflejo. Pretendo hablarles de esos momentos de la existencia de mis coterráneos que ilustran mi tesis de que los cubanos somos una forma de vida diferente. Conseguirlo, demostraría que algo ha cambiado en mi país.

domingo, enero 20, 2008

Para muestra, un botón.

Hace tiempo deseo publicar en el blog uno de los cuentos de Ternera Macho. Al principio, pensaba que la editorial podría suponerlo lesivo a sus intereses (yo no lo creo así, todo lo contrario) por ello consulté al editor, el cual no se opuso a la idea. Pienso escoger también un fragmento de mi novela en imprenta (como se trata de una historia donde los personajes hacen cuentos, éstos pueden leerse aisladamente, sin peligro de necesitar pistas previas o desarrollos posteriores), pero lo haré más adelante.

Buscando entre los cuentos de Ternera, he decidido poner aquí Dieciséis Tetas. Es un cuento basado en un cuento real (quiero decir, que me lo contaron como si fuera real), en el cual concurren varios temas que suelo recorrer en mis narraciones. Aquí va:

Dieciséis Tetas


Una puerca normal tiene de ocho a doce tetas y pare doce o más cerditos. Cada uno puede alcanzar las cien libras al cabo de tres meses. Un animal de cien libras en pie se vende en ochocientos pesos a los intermediarios del agromercado. En ese tiempo ha gastado unos doscientos pesos entre pienso, medicinas, vacunas y otros. Eso significa que de una camada se pueden sacar unos seis mil pesos.

Una puerca sobresaliente, de buena raza, tiene catorce tetas: son las que crían en los planes porcinos. Los cerditos crecen más rápidamente y tienen menos grasa. Entre una cosa y otra, se sacan unos ocho mil por camada en el mismo tiempo, aunque hay que pagar la inseminación, son cincuenta dólares menos, la ganancia es de unos siete mil.

Pero las mejores, aunque imposibles de conseguir, son las de dieciséis tetas. Porque se logran casi siempre dieciséis puerquitos saludables, y todas las ganancias son mayores. Son unas puercas muy hermosas, rosaditas, espigadas y de pestañas albinas. No tienen casi grasa, a pesar de ser más tragonas que las pirañas.

Yo he tenido de todo tipo. Cuando se fue Iván, me dejó a cargo de la finca. Es un modo de llamarle a su corral, de un cuarto de manzana, casi metido en el monte, donde tenía diez puerquitos en medio del follaje. Todo está a nombre de mi tío, que vive en Mazorra, allá en la Habana, de donde no va a salir. Los cerditos no daban para iniciar una cría decente, así que los puse a cebar para llevarlos al agro.

Eran puercos criollos, a los que alimenté a base de sancocho, sobras del comedor del trabajo de mi mujer hervidos con boniatos, chopos y lo que apareciera. Limpié el corral y les reduje el espacio para que engordaran más.

Cuando uno está en un asunto, vienen vendedores a proponerle negocios. Así llegó Enriquito, el inseminador, que te fecunda una puerca con material de primera por cincuenta dólares. Me convenció para dejar vivir a una de mis lechoncitas con la promesa de preñarla gratis la primera vez. También vino un vendedor de palmiche que me vendió una cubeta por veinticinco pesos, pero me dijo cómo lo conseguía por diez, y eso me abrió lo ojos.

Porque también me habían dejado un Willy del 57, bien feo y maltratado, pero bueno de mecánica y listo para la pelea en las lomas. De modo que subí a Puerto Boniato y bajé con cinco sacos grandes llenos de palmiche, que, combinados con el sancocho, me sirvieron para completar la ceba de los puerquitos.

Vendí ocho de los puercos cuando estaban naciendo nueve lechoncitos F-1, de muy buena cara. Dejé uno, ya cebado, para esperar la Navidad, y la mamá y sus chanchitos. Entonces el inseminador me propuso que criara cuatro lechonas de catorce tetas y me quedara con dos, y las otras dos serían para él.

Así comencé una industria. Se pueden sacar tres camadas de una cerda en un año, pero yo prefería darles un descanso después del destete y no cubrirlas hasta verlas bien recuperadas, a la segunda descomposición. Llegué a tener ocho reproductoras y cincuenta lechones de diferentes edades cuando me decidí a venderlos todos. Cuatro de las reproductoras se las dejé a amigos que querían entrar en el negocio y tenían buenas condiciones en la casa. Se quedaban con ellas hasta el destete y me daban la mitad de los cochinitos. De ahí surgió un negocio imprevisto: el palmiche. Tuve que duplicar los viajes para traerlo a mis nuevos asociados.

Con el dinero de la venta compré cuatro lechonas de dieciséis tetas, de carne. Eso es toda una historia, porque yo no quería creer que existían. "Eso es como hablar de gallinas con dos culos." Pero, ver para creer, me las trajeron. Y medio año después, ya tenía más puerquitos de los que podía criar. Fue así que, más por necesidad que por planificación, me convertí en arrendador de cerdas de alto rendimiento.

El negocio funciona así: una puerca bien alimentada, saludable y en la edad correcta, cae en celo a las tres semanas de haber caído anteriormente. Llamo al inseminador, que la preña, con material genético de primera. Entonces la llevo al arrendatario, que tiene una cochiquera apropiada y garantiza el cumplimiento de las normas sanitarias que yo exijo. Apunto en mi libreta todos los datos, incluyendo su número de identificación cortado en las orejas. Tienen que llenar diariamente su tarjeta de medicinas y alimentos, yo le vendo la parte del pienso y el palmiche que necesite, y le garantizo las visitas necesarias del veterinario, especialmente el día del parto y las castraciones. Al destete, me llevo la puerca y la mitad de los lechoncitos.

Tengo una parte de mi granjita que es para el descanso de las cerdas, donde las alimento para su recuperación y dejo pasar un celo antes de volver a buscarle arrendatario. Los cerditos los llevo al cebadero, donde un amigo los compra para venderlos en dos o tres meses. A veces, separo alguna hembra para sustituir a las reproductoras mayores, y lo hago con tiempo, para evitar perder el ciclo. El negocio ha seguido creciendo y con él los peligros y complicaciones.

Ahora tengo cuarenta y ocho reproductoras de dieciséis tetas, distribuidas en treinta casas, y doce en recuperación. Trescientos noventa y dos lechoncitos sin destetar, de los cuales me corresponden ciento noventa y seis, que serán vendidos al destete a aun precio promedio de ciento cincuenta pesos, excepto seis puerquitas que ya tengo seleccionadas para reproducir. También tengo un terrenito, donde hice un cuarto para guardar pienso, miel, palmiche, medicinas, útiles y accesorios para mantener el buen ritmo de las operaciones.

Mi casa, en la ciudad, es preciosa. Como mi hermano se fue, y me escribe, mucha gente se cree que vivo del dinero que me manda, pero él es muy tacaño para mantenerme como un rey, mientras trabaja en una factoría en Orlando. La casa tiene un garaje amplio, donde guardo el viejo Willys, una impresionante Harley Davidson y, mi nuevo Land Rover todo terreno, que utilizo cada dos días para repartir palmiche, que es mi mejor negocio. Yo podría vender o regalar todas mis puercas y seguir con el palmiche solo. Si tengo algún problema con los animales, como una epidemia, o no aparece el inseminador, o cualquier cosa, me voy a dedicar al palmiche. Porque en cada viaje me busco más de quinientos pesos y es dinero limpio, la comida no se enferma, ni tengo que pagarle inyecciones ni vitaminas. Podría regalar las puercas, pero no lo hago, porque gano bastante con la cría y me mantiene relacionado con los arrendatarios y todos los demás.

Con el crecimiento de mis negocios, he tenido que hacer amistades. Soy el que pone el lechón de la fiesta del veintiocho de septiembre, día de los comités, aunque yo no vaya, sobre todo porque la gente del barrio se emborracha temprano y a mí los curdas me caen mal. También ayudo a la fiesta del veintiséis de julio, y le paso de vez en cuando su botellita de manteca, o su latica de chicharrones a los chivatones de la cuadra. Los inspectores de la vivienda, el cobrador de la luz y el jefe de sector son mis amigos, y reciben muchos regalos, sobre todo este último, que viene a verme cada vez que tiene un problema, y sus problemas son siempre de dinero.

A quien único no he podido convencer es a la Muerte, para que me deje a mi mujer. Y es terrible, porque la quiero un poco, siempre he querido verla feliz, y desde que está reduciéndose en medio de dolores inacabables, me tiene vagando por los pasillos con los músculos de la mejillas endurecidos. Dicen que llorar alivia, no voy a discutirlo, pero nadie me va a ver llorando. Ni Dios. No consigo poner buena cara ni siquiera delante de Bebita, que hace tres días que no chupa la teta de su madre y no sabe que no volverá a hacerlo.

Yo sí lo sé, y ya voy en esta estúpida ceremonia que pasa por la funeraria el tiempo necesario para agotar los nervios, para seguir en una caravana de vecinos, parientes y acompañantes hasta el laberíntico lugar donde dejarán caer la caja de pinotea mal forrada en la tierra húmeda, llena de gusanos voraces.

Apenas salido del entierro, arranco loma arriba y llego hasta el corral, donde mis animales me necesitan. He dejado pasar más de un celo, pero los animales no han sufrido inanición, ya que los comederos están bien organizados y se llenan solos. Me perdí un parto en casa de uno de mis socios, pero él supo arreglárselas solo con el veterinario, como le había pedido, cortarle los dientes a los lechoncitos y colocar bien a la madre, para que no fuera a aplastarlos. En otro lugar me esperaban para capar cuatro cerditos, pero llamé para que lo hicieran con el veterinario. Y volví a mi linda casita.

Pero no me siento bien aquí. Tengo una mujer que me cuida la niña y otra para las tareas de la casa. Les he pedido que se ayuden. Son bien pagadas y lo hacen con gusto. Bebita no se ha enterado de su orfandad, soy yo el idiota que no acepta que la situación ha cambiado y que lo razonable es vivir conforme a lo que tengo.


Yosvani me llamó para que le ayude con el parto. Es un joven que se amilana en los momentos difíciles y que ha heredado una casa con un patio inmenso donde hay una cochiquera. El veterinario anunció que no estaría disponible esta semana, pero desde ayer la puerca está inquieta y preparándose un nido con la paja que le pusieron, así que va a parir hoy, con toda seguridad. Lo primero que hago es apretarle las tetas, a ver si ya sale leche. Sí. Eso indica que va a parir pronto. Le rasco suavemente las mamas y se queda sonsa, se tumba tranquilita, en posición de parto. En esa posición ya se encuentra cuando se le empieza a salir un líquido sanguinolento, con unos granos verdosos. Indica que pare en menos de una hora. Es una cerda joven, pero no primeriza, por lo que no debe haber complicación. Quiere decir, que nacerán cerca de veinte lechones saludables en menos de tres horas, no habrá que extraer a ninguno, y tendremos tetas rebosantes de calostro para cada uno. Antes, me alejo, al cuartón cerrado, y con una pinza de acero afiladísimo, le corto los dientes a los lechoncitos. Porque se los clavan a la puerca y ella se levanta de un brinco. No es raro que aplaste a una de sus crías.

En esta casa utilizan una cajuela, que yo inventé, donde se coloca la madre de los cerditos, muy cómoda. Le permite a cada uno pegarse a su teta, los más fuertes a las traseras, que tienen más leche, y los débiles, cerca del cuello. Sobran dos puerquitos y, como no tenemos nodrizas, preparamos unos biberones con leche de vaca. Con cuidados especiales se nos darán todos, pero de eso se tienen que ocupar ellos, el día de trabajo ha concluido para mí, dejando todo limpio, los animales sanos y la familia ocupada en atender a los cochinitos como si fueran personas.

El hermano menor de Yosvani, Marcelo, quiere trabajar conmigo. Me parece que lo voy a necesitar, confío en él, no puedo estar siempre en la finquita y puede atenderla por el día. Hay un cuarto que construí en otros tiempos y le propongo que venga con su mujer, así vigila por la noche. Es un sitio tranquilo, seguro, pero han empezado a robar en todas partes y no quiero que empiecen conmigo en aquella zona. Nos ponemos de acuerdo los tres, le voy a dar una parte de lo que rinda el negocio de la reproducción y lo voy a ayudar a poner habitable la finquita. Tendré que controlarlo, pero creo conocer a la gente y Marcelo no me va a defraudar.

Mi mecánica diaria ha cambiado. Todos los días, subo a los palmares y regreso con mi carga de palmiche. Paso las dos veces por la cochiquera, atiendo mis asuntos y controlo a Marcelo. Luego, visito a los clientes y asociados. Me he vuelto un poco veterinario y muchas veces hago pequeños trabajos, como la castración. Hay que hacerla antes de llevar los lechoncitos al engorde, porque al destete ya es demasiado tarde. Entonces, hay que alejarse de la madre, porque es capaz de atacarte, si escucha como chilla su puerquito cuando uno lo agarra entre los muslos, boca arriba, y lo inmoviliza, abriéndole bien las patas. Si uno está solo, es mejor amarrarlas con un palo, pero basta que aguanten las paticas traseras mientras uno coloca los escrotos en posición y realiza un corte en cada uno, para dejar salir los testículos, que nada más sobresalen un poco. Hay que agarrarlos y retorcerlos, para que la tripa se colapse y no deje pasar tanta sangre. Entonces, estirando, se raspa arriba y abajo, suave, hasta que se corta la vena y no es mucha la hemorragia, si uno ha sido cuidadoso. De todas formas hay que poner desinfectante y vigilar unos días, por si se hincha o se pone feo. Mucha gente no se atreve y le paga un dineral al veterinario, pero es bastante fácil. No se puede dejar crecer a los puerquitos sin caparlos, porque después se ponen inquietos, no rinden lo mismo y la carne no es tan sabrosa.

Y mi negocio sigue creciendo y ya me voy acostumbrando a estar solo con la niña por la noche, y ya no se despierta de madrugada con ese llanto inagotable, que penetraba por la telaraña de mi aturdimiento. Y un día, cuando todo daba la impresión de haber vuelto a la normalidad, se me apareció mi suegra en la casa.

Dice que estoy descuidado, que bajé de peso y que la casa es un desastre. Es un milagro que Bebita esté sana, cualquiera sabe lo que hacen con ella las criadas. No son criadas, mamá. Soy hipócrita, nunca fue mamá, ni siquiera de Isa, pero quiero que baje el tono. Una cuida a la niña y la otra a la casa. ¡Qué va! ¡Aquí hace falta una mujer! Ya lo sé, pero no quiero una, quiero la mía, que se me perdió. Y, luego de un rato de críticas y reproches, me ofrece su inestimable ayuda.

Bueno, que se quede, total, yo casi no estoy en la casa. Pero no se va a instalar, me esperará cada tarde hasta que regrese. Luego, la tengo que llevar hasta casa de su hermana, que es donde se va a quedar a dormir. Mientras, se ocupará de que las criadas hagan su trabajo como Dios manda. Las pobres.

Y la casa brilla de limpieza, mi ropa está planchada, la niña no quiere tomar leche y las criadas están llorando porque mi suegra las echó, a la que cuidaba a la niña porque recibía a un amigo en horas de trabajo y salían a tomar el sol cogidos de la mano, empujando el coche, y se sentaban en el parquecito a besarse inmoralmente a la vista de todos. Y la que hacía el resto de las cosas, era una persona de "malas costumbres" y se llevaba los pomos con el fondito de aceite o de champú.

Pero lo peor fue que una tarde, al regresar del campo, me encontré a la niña sola, chillando, con la cabeza colorada de tanto llorar. La vieja no estaba por ninguna parte. Ni el cofrecito con los collares, los aretes, los anillos y pulseras de Isa. Ni el dinero de la gaveta, unos pocos miles, ni el de la caja fuerte, abierta junto a un papel esclarecedor donde está escrito el número de la combinación, la fecha de nacimiento de Isa.

La pérdida no pasa de cincuenta mil pesos y unos trescientos dólares, más las joyas, que todas iban a ser de Bebita. Puedo sobrevivir, y salgo a recuperar a las dos mujeres, con vergüenza y con halagos. Recibo sus quejas estoicamente y me entero de que mi trabajo de relaciones públicas en la vecindad está fuertemente comprometido por la guerra que tenía Justina con los seres vivientes.

Voy a visitar a la tía de mi mujer y me dice que no sabe nada de su hermana desde hace varios días. Debe haber regresado a Morón.

Eso no es tanto para un Land Rover y un idiota enfurecido.

Cuando me abre la puerta no sé qué le voy a decir. Y sólo le digo que le agradeceré que no vuelva por mi casa, que se quede con todo lo que se llevó.


A la mañana siguiente, me despertó la policía. ¡Mi madre! Me vaciaron. Los dos carros y la moto. Todos los equipos modernos de la casa. Dos de las botijas llenas de dinero fuerte que tenía enterradas, una en el patio y otra en el garage. Y mi libertad.

Claro que tienen de qué acusarme. Pero es obvio que lo único que importa es que me condenarán por alguna razón y lo perderé todo. ¿Y la niña? No se preocupe, está con la abuela.

La acusación es brumosa y se cae por sí sola. El testigo, anónimo, declara haberme visto entrar una maleta y sacar otra, y que eran drogas y dólares. ¿Y la maleta? No se encontró, el acusado tuvo tiempo para deshacerse de las pruebas. Un caso irrefutable, por su esencia etérea. La separación de Bebita y de mis asuntos me provoca un ansia insoportable.

Los contactos con los investigadores, el juez y mi abogado, me permiten comprender hacia donde conduce todo. Alguien les paga cuarenta mil pesos y doscientos dólares por mantenerme en la cárcel seis meses y un día, haya o no condena. Estoy en la ruina, pero, puestas las cosas así, no es tan difícil salir de este problema, aunque el costo sea elevadísimo.

Todavía tengo dinero fuera del alcance de mis inquisidores, además de un negocio que puedo continuar. Mi objetivo es salir de aquí con el mínimo daño, y, el de mis captores, conseguir su dinero. Hay que pagarles más. Pero, para condenarme, tienen que utilizar el acta de registro, porque saben que yo los puedo poner contra la pared con meter a La Habana en el asunto. El Acta de Registro encierra valores de más de un cuarto de millón de dólares y bastará con que desaparezca. Si todos estamos de acuerdo, nadie lo ha visto y podemos coger de ahí. Lo que nadie puede ser ambicioso y querer darle la mala a los demás, porque cualquiera que se vaya de lengua, hace estallar el trato, y yo tengo que salir, no puedo esperar esos seis meses, más, si alguien pagó para encerrarme ese tiempo.

Perdí el dinero, los equipos y la moto. Me quedaron el Willys y el Land Rover. Y la libertad, habiendo estado preso menos de un mes. De regalo, me dijeron quien me metió preso.

Juro, que no entiendo. ¿Qué le hice?


El negocio se ha fastidiado. Desde que salí de la estación, todo me sale mal. Con el espectáculo de la policía tronándome, todos mis deudores dispusieron libremente de mis bienes. Hago un tortuoso recorrido por las casas de mis clientes, para enterarme de que nadie había pensado en honrar sus compromisos comerciales conmigo. Pero casi todos me pagan algo de inmediato y me prometen más. Lo peor es que Marcelo, mirándome como a un fantasma, respira. ¡Ahora sí que estamos jodíos!, "¿Qué pasó con mis puercas?" "¿Las puercas?" "Sí, las puercas." "Están… es que… las vendí." Siento las orejas calientes, agarro al tipo por el hombro, y estoy impulsándome para pegarle el piñazo más grande de mi vida, cuando levanta su cuchillo, afiladísimo y me lo encaja en el brazo. El dolor, el asombro y el manantial de sangre que se escapa, me hacen caer, y pasado un momento, está él con su esposa, curándome y pidiendo perdón, fue sin querer, porque la cosa no tiene remedio, lo vendió todo baratísimo, pensaban que iba a venir la policía a llevarse los puercos, el pienso, las medicinas, lo que se encontraran. Y el dinero lo tuvo que utilizar en arreglos de la casa, ahora ya no tiene donde ir, su hermano vendió la finquita y se fue para La Habana, donde cree que va a conseguir trabajo en la Zona Franca. Él, Marcelo, me entrega quinientos tristes CUC, y me asegura que me va a pagar el resto, poco a poco, con lo que vaya sacando. Pero su trabajo es chapear los jardines de la vecindad, así que no tengo esperanza de recuperar nada. Del resto de los clientes recupero otros quinientos. Tendré que dedicarme exclusivamente al palmiche, a ver si consigo levantar cabeza.

Resulta, que mi suegra estuvo viviendo en mi casa para cuidar la niña, y estaba en los trámites para obtener la custodia legal. En su función de responsable de la bebita, hubiera tenido derecho ocupar la vivienda, y reclamarla, alegando abandono. Para esto es necesario pasar por encima de un montón de leyes y procedimientos, pero si me hubiera quedado disfrutando del hospedaje penal, la celebérrima elasticidad del derecho civil me hubiera sorprendido dejándome a vivir en la cochiquera. Con Marcelo. Falta la tercera botija, la más grande, y ahora no sé si alguien de la policía se la encontró y no dijo nada, o si fue Justina, que tuvo tiempo de registrar cuando yo estaba engavetado.


La casa tiene pocos muebles, por suerte dejaron las cosas de la niña, que mi suegra dejó en casa de su hermana el día que me soltaron. Con lo que tengo afuera, acomodo a Bebita y me pongo a reinventar mi negocio. Lo primero es volver a contratar a la niñera, para moverme. Todavía Marcelo puede ser de utilidad, está obligado y tiene una vida de mierda como jardinero. Tengo la última botija enterrada en la cochiquera y con eso puedo invertir, comprar nuevos pies de cría de dieciséis tetas y volver a lo grande. Tengo los contactos, el transporte y el lugar. Falta que no haya problemas con Marcelo y la botija.

Como ya estoy prevenido, procedo con astucia. Le pago a un amigo para que le encargue la chapea de un terrenito que es trabajo para todo el día. Y mientras, me aparezco en la cochiquera, su mujer está, pero me deja hacer, yo soy el dueño. Quito la cubeta grande del pienso, remuevo un par de bloques semienterrados y excavo un pie de profundidad, antes de encontrar una bolsa de poliestireno negro, que contiene los últimos veinte mil dólares. Me despido cortésmente y regreso a la casa. Pongo el dinero en lugar seguro y me pongo a llamar a mis contactos que tienen teléfono, dejando los viajes para el final.

Tantas incomodidades me tienen mal. Recibo la visita de la tía de mi mujer, que me trae las explicaciones de mi suegra. Está enferma de los nervios, la muerte de su hija la afectó mucho y pensaba que yo estaba todo el día afuera con otra mujer. Ella tiene una casa pequeña y pobre allá en Morón y le molestaba ver el lujo que teníamos nosotros. Por eso, cuando se enfermó de la cabeza, quiso quedarse con todo lo de su hija, Bebita, la casa, el dinero. Acepto su versión, aunque tiene varios puntos discordantes y ajenos a la realidad. La visita se extiende durante varias horas, a pesar de que ya no tengo un ambiente cómodo en la casa.

Cuando se va, estoy decidido a hacer un viaje a Morón. En preparación, pierdo un día de mecánicos, el carro ya no está joya como antes. Y me aparezco de sorpresa, me abre la misma vieja loca, tengo ganas de partirle la cara, pero veo que alguien se me adelantó. Está llorando, la hipocritona, le sacó poca ganancia del daño que me hizo, y no consigo ni decir palabra, porque un tipo, más o menos de mi edad, acaba de abrir la puerta por detrás de Justina, con aires del macho de la película, con cadena y pulso de oro, y ahora entiendo el Lada particular, con chapa de Villa Clara, parqueado en la puerta, y el destino de mi dinero.

El viaje no fue inútil, he cambiado mis planes. Vuelvo a mi abogado, uno de mis clientes, Jorge Emilio, estuvo preso hace un año, por formar parte de un grupúsculo contrarrevolucionario. Ya lo tiene todo listo para irse, la venta de sus puercos, que son míos, le sirvió para completar el dinero de los trámites. En compensación está dispuesto a darme una ayudita, con una Declaración Jurada donde afirma mi pertenencia a su grupito. El Tribunal Provincial emite un nuevo documento, que parece viejo y yo aparezco en una lista de procesados por una decena de delitos relacionados con las actividades de un grupo ilegal de vendepatrias al servicio del enemigo. Preparo una emotiva carta al consulado de la Oficina de Intereses de los Estados Unidos en Cuba, explicando mi necesidad imperiosa de emigrar, y la presento junto con la Declaración Jurada, el Acta de Registro, la Sentencia Firme del Tribunal, el Certificado del Cumplimiento de la Condena y los documentos de Constitución del grupúsculo, incluyendo los recibos de mis cuotas pagadas.

Realizo un pago único, a mi abogado, de cinco mil CUC, para que lo reparta entre todos los que colaboraron en el proceso, y ya estoy, seis meses después, mirando por la ventanilla del avión, cómo se aleja la costa de La Habana mientras nos adentramos en el Estrecho de la Florida.

Voy con cosquillas en el alma, no sólo porque me llevo a mi Bebita a vivir de otra forma, si no, porque, esta misma mañana, debe estar la policía haciéndole un registro a mi querida suegra, donde encontrarán muchas razones para interrogarla hasta que se vuelva loca de verdad, y, no me cuesta nada decirlo, no siento ninguna pena por ella.