jueves, agosto 14, 2008

Emprendedor

Según una leyenda familiar, fue un hombre que se hizo a sí mismo. Sin fortuna ni estudios, debió resultar muy duro salir de la pobreza. El también lo era. En el sentido necesario para prescindir de lo que fuera para invertir en "el negocio". Alquilar un almacén de víveres. Emprender la torrefacción, basado sólo en el buen precio del grano almacenado y en el "toque" de su hermano para dar buen gusto al tostar. Vender café tostado y molido a un pueblo con tradición de hacerlo todo en casa. Mejorar, ampliar, establecerse.

Yo lo conocí mucho después, cuando ya se daba el lujo de pagarse a sí mismo el batido de zapote que me daba dolor en la frente. Aunque se pierde en la oscuridad de mi memoria naciente, es de esa época en que recuerdo escucharlo. Me llevó a conocer el tostadero "El Pueblo", detenido en horario nocturno, que lo enorgullecía por la máquina de envasar en sobres de celofán. "Me costó noventa mil pesos, pero se lo voy a sacar en menos de un año." El olor de café dentro del recinto era escandaloso y lo estuve asociando a mi padre y mi infancia en un mundo en fase terminal, hasta que se me borró hasta la imagen de la fachada del edificio de la memoria. Después me llevó a la panadería y dulcería, también modernizada y a las que, quizás por falta de imaginación, también nombró "El Pueblo".

Su espíritu emprendedor le había convertido en orgulloso propietario de otros negocios (siete en total, creo). Era, lo que en la jerga al uso de años después se clasificaría como "burguesía de provincias". Tenía cuarenta y seis años cuando bajaron los "barbudos". Esto le alegró, como a casi todos. Él los había estado ayudando: enviaba dinero y medicinas a los alzados, ayudó a esconder a algunos, conocía a los jefes, tenía amigos y familiares entre ellos.

Pero al poco tiempo, cambió el tono y era frecuente verlo en la casa sentado junto al enorme aparato de radio con teclas y nombres de exóticas ciudades lejanas en el dial, escuchando discursos o programas de otros países. Varias veces en esos días escuché la propuesta que debieron hacerse muchos guantanameros "¿Por qué no agarramos un carro y hacemos un viajecito por la Base hasta que todo se calme?" Pero no dimos el viajecito y un buen día lo escuché indignado: "Que lo entregue voluntariamente y me dejan la cuenta en el banco y me nombran administrador de la panadería." Aunque no entregó nada, lo nombraron administrador de la panadería.

A pesar del decomiso de las cuentas bancarias, los negocios, los autos y del cambio de moneda, volvió a iniciar nuevas empresas en la Habana. Debe haber ayudado la venta de la casa de Guantánamo, que era una casa grande, nueva y bonita, situada en el centro de la ciudad. A mediados de lo sesenta nos vimos viviendo en un apartamento en los bajos de un edificio en la calle San Nicolás. Adjunto al mismo, otro apartamento, más espacioso, era una peluquería que brindaba sus servicios desde "antes" y pasó a ser propiedad de mi mamá. Y una cafetería, situada junto al pasillo, era la de mi papá.

La cafetería, aunque pequeña, mantenía una clientela continua desde las primeras horas de la mañana en que se hacía la primera colada. La peluquería, en cambio, era la imagen de la decadencia. Sólo Juanito tenía un grupo de fieles señoras que seguían ocultando sus canas o su escasez capilar gracias a las hábiles manos de este veterano peluquero. Mi madre, entusiasta estudiante de peluquería, decidió crear una escuela nocturna en el propio recinto. Contrató a un maestro famoso ("Alberto, el peluquero de las estrellas") y comenzaron los cursos, que ofrecían servicios gratuitos a las clientas que prestaran su cabeza, excepto por los materiales (tintes, desrices, decolorantes) que debían ser pagados "a precio de coste".

Era la época de los grandes moños, minifaldas, baby dolls, y el maquillaje agresivo. Así se ven en la fotos (de "Gume, el fotógrafo de…") las graduadas junto al maestro, parece que van a cantar con las d'Aida, exhibiendo un diploma que tendría valor incluso si se fueran.

En fin, entraba un chorro de dinero.

Una noche, mi papá, cargado con el enorme molino de café, entró a la casa pidiendo apoyo. Refrigerador, cristalería, cubiertos, mercancías, todo el contenido de su pequeño establecimiento durmió en la casa. Fue la noche de los timbiriches arrasados. El local de la cafetería fue clausurado y la peluquería, que tenía puertas de cristal, estaba cubierta de espejos y daba trabajo legal a varias personas, fue intervenida con la consabida fórmula de mantener a la dueña como administradora. No pasó mucho antes de que cerraran la peluquería y extendiéramos nuestra vivienda por toda su área.

No puedo profundizar mucho en el significado de aquel golpe para la economía nacional, la sico-sociología del cubano o la situación política interna y externa. Para mi padre fue devastador. ¿Cuántas veces se puede perderlo todo? Crear, a base de inteligencia, dedicación y trabajo, un servicio que le da sentido a tu existencia y te permite subsistir y prosperar y ver que una absurda decisión se lo lleva todo y que a la mañana siguiente ya no tienes que madrugar, porque estarás todo el día sin nada en qué ocuparte.

Después de una etapa de alcoholismo (la recuerdo poco, supongo que la memoria infantil es compasiva), mi papá se regresó a Guantánamo. Estuve un tiempo sin noticias suyas, hasta una mañana en que no pude ir a la escuela porque mi papá estaba "grave". Mucho debía de ser porque se trataba de ausentarme a los exámenes finales de séptimo grado.

Cuando llegamos a Guantánamo, tampoco lo vi. Pasaron uno días antes de encontrarlo, en perfecto estado de salud y apurándonos para montar a un vehículo que nos llevaría a una región agreste, donde seguimos el curso de un río que nos debió conducir a la base naval. Lo hubiera hecho si no nos hubiese encontrado una patrulla de Guardafronteras y nos hubieran metido presos por "intento de salida ilegal" un delito que en aquellos tiempos se tipificaba como "contra la seguridad del estado".

Sólo él y otro viajero que ocasionalmente se nos había unido, quedaron presos. Los demás, niños y madres, fuimos puestos en libertad después de tres días de tontos interrogatorios.

Regresamos a La Habana y tuve noticias esporádicas de mi padre. Cumplió dos años de cárcel, volvió a enriquecerse (esta vez, por un método menos legal: anotando bolita), enfermó, le robaron. Lo vi una vez más, en un camastro en un cuarto desprovisto de comodidades, con un ventilador de hierro que no alcanzaba a disipar los hedores de la ancianidad y la borrachera. Apenas me reconoció. Su cirrosis hepática no le había impedido deslizarse en la inconsciencia alcohólica.

Era mi primer viaje a Guantánamo sin acompañante y todas mis visitas fracasaron por ausencia, enfermedad o muerte. Un señor, antiguo amigo de mi padre, que estaba sentado en su portal, me dijo: "No te preocupes. Él se levanta. Todavía tiene mucho dinero escondido." Se equivocó. Ya no pudo emprender otro camino que el del cementerio. No tenía nada, tampoco le hubiera servido en su estado. No sólo había perdido sus negocios, sus autos, casas. También había perdido a sus hijos, que no lo acompañamos en su viacrucis.

Hace treinta y cinco años que murió. Nuevas generaciones de emprendedores lo han intentado desde entonces. Algunos han tenido éxito. Es doloroso que todavía sean frenados, que no puedan actuar con garantías, que se estimule la envidia y extrañamiento hacia los que encuentran formas legítimas de procurarse bienestar a sí mismos y a los suyos, aunque hayan creado algún servicio que satisfaga necesidades nuevas o antiguas.

lunes, agosto 11, 2008

La saga de Solzhenitsin

Dejé pasar la ocasión de su muerte, como he dejado otras, sin decir nada. Un amigo (Epepeh) escribió en su blog un artículo sobre el gran escritor (http://epepeh.blogspot.com/2008/08/el-hombre-ms-grande.html) y me envió el link. En ese momento, me limité a leer su entrada.

Reaccionando tardíamente, quiero expresar unas ideas sobre este acontecimiento.

En mis tiempos de participante maldito del Taller Literario, me recordaban a veces que los matemáticos, cuando se meten a escribir, tienen "problemas ideológicos". Lejos de enorgullecerme por haber sido colocado junto a escritores insignes, negaba con vehemencia toda relación con el escritor ruso.

Creo que tenía razón, aunque casualmente y en sentido contrario a lo que pensaba entonces. Lo que se decía en "La Espiral De La Traición De Solzhenitsin" de Rezac y en "El acróbata", de Harry Thürk,
escritos con tinta color veneno, me distanciaban de ese supuesto escritor mercenario, carente de amor a la verdad y a la belleza, cuyas obras desconocía y cuya fama sólo era explicable mediante la traición.

Mucho después, revisando el librero de una vecina, vi que tenía "Un día en la vida de Iván Denísovich" y lo pedí prestado asumiendo que iba a encontrarme un compendio de infundios mal compuestos, pero que debía leer en ejercicio de justicia.

Jamás he leído nada tan fuerte. Aquel minúsculo libro contenía la mayor densidad de ideas y sugerencias que puedan conseguirse en una narración tan apasionante. Su carácter testimonial, dado por la calidad de los detalles y la exactitud de las relaciones entre los componentes de aquella inmensa tragedia no podía negarse. Thürk y Rezac mentían en cada palabra al referirse a su obra (no se equivocaban, la mentira es siempre intencional.)

Este libro me dijo más acerca de la literatura, de la política, la justicia y de mí mismo más que ningún otro. Supe por él que todavía yo deseaba escribir y que trataría de hacerlo de ese modo: mostrar cómo el hombre, ante una realidad aplastante e incomprensible, actúa. No espera la muerte como un animal herido. Lucha por la vida y su ingenio le proporciona los medios para hacerlo. El realismo se logra observando lo peculiar.

No podía encontrar el "Archipiélago Gulag". Precisamente Epepeh me lo prestó, cuando ya había desistido de buscarlo. Un ejemplar amarillento, cuyas hojas, desprendidas, había que recolocar para no sufrir desórdenes en la lectura. ¡Qué libro! Los testimonios caían, uno tras otro, ante mi jurado mental, proporcionándome un conocimiento que no podría ser ignorado nuevamente. ¿Cómo hay tantos que los olvidan? La fuerza de la palabra de Solzhenitsin, citando en ésta sólo hechos, era demoledora.

No he podido leer ninguno de sus otros libros, no dudo que sean trascendentales y conmovedores como estos.

Ha muerto el hombre. Su obra, una vez desaparecidas las pasiones que oscurecían su imagen, será colocada con las de Dostoievski y Tolstoi entre los grandes aportes de la literatura rusa al pensamiento universal. Una pléyade de escritores, algunos casi olvidados, del inmenso país, sorprenderán siempre a algún lector novicio que no espere encontrar la profundidad, el ingenio y la belleza que suelen tener las obras de aquellos y otros como Gogol, Chejov, Shólojov, Bulgákov, Pasternak y tantos más que hacen la lista imposible.

La leyenda del prisionero sometido a condiciones inhumanas, que logró poner en la picota no sólo a sus captores, sino también al sistema carcelario, seguirá alentando a todos los ivanes que por ahí andamos.