viernes, diciembre 28, 2007

Sueño de una noche de diciembre

Estoy regresando de una pequeña pausa de la que espero hablar después. Como posiblemente sea ésta la última entrada de mi blog este año, quiero expresar mis deseos para el próximo, como el título (sin relación con Shakespeare) indica.

Sueño con que el próximo sea el año de llegar a adulto. Que todos acepten que puedo tomar mis propias decisiones. Que nadie se sienta con derecho u obligación a mostrarme cómo debo pensar o qué debo decir. Que nadie se meta en con quién me reúno o a quién leo o escucho. Que no quieran proteger mi intelecto, ni dirigirlo. Si quieren influenciarme, de acuerdo. Si quieren mentir, no hay problema. Ya decidiré yo, qué influencias, mentiras y verdades me convienen más.

Sueño en dejar de ser un niño. Para no pedir permiso si quiero viajar, comprar, escribir, trabajar, vender, construir, mantener o reparar.

Sueño con que todos podamos soñar y decirnos nuestros sueños, sin ofensas. Que cada cual, incluso cuando desapruebe los sueños de otro, defienda hasta la vida, su derecho a soñar y a ser honesto con sus sueños.

Y sueño que mi sueño no será una eterna fantasía.

Agradezco a todos los que me han leído este año, por su apoyo, sus críticas o su silencio. Trataré de entregarles mejores cosas el próximo.

martes, diciembre 18, 2007

Prueba de Vida

Un viejo chiste criollo, magistralmente contado por Álvarez Guedes, habla de un guardia rural que, siguiendo con inquietud la evolución de un comediante, termina por gritar: "¡…nada más estoy esperando a que diga culo para darle una entrada de leña a éste!"

A veces tengo la impresión de que hay guardia inquieto que espera por mí. Paciencia. Si fuera así, puede estar seguro de que sucederá. Alguna vez, fatalmente, acabaré diciendo esa palabra. Entonces, todo podría cambiar.

Pero, mientras, escribo en el blog. Ésta es mi prueba de vida.

domingo, diciembre 16, 2007

Frente frío

Esta vez el "Norte" llegó a la hora anunciada. Lluvia en la noche, mañana de intermitentes chinchines, y el aire refresca las narices en las calles.

Perfecto. No llovió suficiente para que las alcantarillas se sintieran en la obligación de devolver el agua, no transmiten imágenes de zonas inundadas. Sólo el fanguillo invernal queda, propiciando patinazos a quienes chancletean o persisten en pedalear mientras las gomas les marcan la espalda de gotas de agua sucia.

Sin sol, sin viento ni minifaldas, la ciudad toma un aspecto de bajo contraste con doscientos cincuenta y seis tonos de gris.

Después llegará el frío. Los cuerpos de guardia de los policlínicos y hospitales se llenarán de asmáticos ansiosos de aerosoles de Salbutamol y Aminofilina. Los ancianos sufrirán dolores reumáticos, mirando con angustia cómo se les acaban los ungüentos que les mandaron del Norte. Los veteranos recordarán la ocasión exacta en que los hirieron, algunos tocarán sus muñones en busca del fantasma del pedazo que les falta.

Otros disfrutaremos del cambio de clima. Algunos, porque les gusta usar ropa de invierno. Los hay también que pueden ahorrarse unos pesos en electricidad al no verse precisados a encender el aparato de aire acondicionado o ventilador, además de que su nevera trabaja menos.

Mis razones son diferentes. El aire frío me produce placer. En el rostro, los brazos o los pulmones, me hace sentir nuevo. Me lleva a momentos de mi infancia, de mi juventud, en que la sensación térmica era la misma. Escuchar canciones olvidadas. Olores, caricias, rostros y sabores vienen de otros tiempos.

Llegué a la Habana una mañana invernal del 1960. Habiendo dejado atrás una ciudad tan limpia y bella como era mi Guantánamo, mi primera impresión de las calles habaneras fue decepcionante hasta que llegamos al Malecón. Éste se ganó mi amor de inmediato, a pesar del disgusto del chofer del taxi que tendría que fregarlo para quitarle el salitre que las olas dejaban adherido a su superficie.

El aire frío que entró en mis pulmones al bajarme del carro, el más frío de mi corta vida de guantanamero ya ausente, quedó asociado a la belleza del parque Maceo, y a la propia ciudad habanera, la creí fría, de otro país. Después, decayó en mi aprecio y en la realidad. Pero mucho más lo hizo Guantánamo, privada de sus fuentes y hasta de su clima.

También asocio el invierno con los mejores momentos de mi adolescencia. La primera vez que, con algunos amigos, conseguí completar la cola de Coppelia, en esa época de los veintisiete sabores, los "Sundae Primavera", "Banana Split" y tantos nombres exóticos que uno no sabía qué pedir después de tres horas de burlas y de esquivar los intentos de desistir de casi todos. Allí regresé, sin permiso, una semana después, con una de mis primeras novias que no conocía ni las paletas y agarró un dolor de frente tomando un "Suero" con helado de almendras como si fuera agua de la pila. El helado de almendras lo recuerdo bien, porque valía veinte quilos más y tuve que renunciar a la ensalada que quería pedir para quedarme con un modesto "Turquino", criollismo para decir que se completaba con pastel el helado de chocolate.

Otros fríos no fueron tan felices, algunos fueron incluso muy malos. Siempre que aspiro estos aires húmedos, que veo al mar salpicando los cristales y el piso resbaloso, algo me regresa de otros tiempos, con la sensación de me queda vida para cambiar, para vivir lo nuevo que viene.

martes, diciembre 11, 2007

¿Cómo llamarlas?

"Cinco gordas" es políticamente incorrecto, me ha dicho una persona cuya opinión estimo mucho. En general referirse a una mujer por tal característica lo es. Como llamarle bizco, cojo, manco o mongo a alguien. Esto me pone a dudar sobre el título de mi novela en proceso de edición (por el momento, Anita y las Cinco Gordas). Todavía estoy a tiempo de no cometer un desatino en tal aspecto.

La verdad es que no me gustaría cambiarlo. Las gordas son las heroínas de mi historia y creo que son mis personajes tratados con más cariño. Ellas representan a las abuelas de mi propia familia, que son muchas, toda una familia campesina cubana (mi abuela tuvo una multitud de hermanas e hijas que también son abuelas.) Casi todas eran o son gordas, alegres, cuenteras y nobles. Yo mismo estoy en una categoría de obesidad a la que suelen colocarle un diminutivo: "gordito".

El problema, me dicen, no está en que sean gordas, si no en llamarlas como tales. Son mujeres, personas, independientemente de su peso corporal.

Es un problema general. Usted ve a Da Vinci, a Pavarotti o a Jessica Alba y dice: "El pintor", "el cantante" o "la actriz". No se refiere a ellos como "el viejo de la barbita", "el gordo" o "la trigueñita del ombligo hundido". Quizás, ellos se definan de otro modo. Por ejemplo, puede ser que Da Vinci se viera a sí mismo como inventor o cocinero, Luciano, como el impulsor de programas benéficos y Jessica pretenda que le reconozcan algo más que su belleza.

Yo diría que cada persona puede llamarse por todas sus facetas. Usted puede ser súbdito, admirador, paciente, participante, mulato, pegón, borracho, víctima, cliente, fértil en ardides, periodista, feo, vago, funcionario, etc., puede ser varias de esas cosas o de muchas otras. Ninguna lo define. Ningún apelativo enmarca a una persona. Ni siquiera al retrato de una persona en un instante dado. A lo más, puede ser una caricatura.

Si ningún adjetivo define a un ser humano completamente, tampoco es peyorativo en sí. Sólo mediante el uso puede connotar. Sólo en casos muy específicos pueden ofender.

Recuerdo que al comienzo del famoso libro de Carnegie, él llama la atención sobre que el "enemigo público número uno", al ser capturado, no dijera de sí mismo: "esto me pasó por criminal" si no, que se viera como una persona con un corazón sensible, herido por la traición. Es probable que su abogado defensor intentara conmover al jurado mostrándoles esas otras facetas que las noticias habían sepultado, intentando borrar la imagen que ya tenían, de un asesino capaz de matar fríamente al agente de tránsito que le pidió los documentos.

Los apelativos son imprescindibles para la identificación y son más útiles en los títulos cuando se consigue componer una imagen que se quede prendida en la pupila del posible futuro lector.

En fin, voy a buscar otro título. Quizás encuentre alguno mejor que el que tengo. Voy a preparar una lista y mediré parámetros estéticos, políticos y mercantiles. Acepto sugerencias.

domingo, diciembre 09, 2007

Desde el tanque de la azotea.

Hay pocas cosas como subir a la azotea de un edificio alto. En la Habana esa categoría la alcanzan los que tienen más de diez pisos. Diecisiete es todo un rascacielos. La azotea tiene un murito en el borde y las antenas de los pisos superiores. Aquí no han venido los cortadores de cables de antena y pueden verse dos parabólicas, que deben obtener su señal del satélite para beneficio de los vecinos de varios apartamentos, sin que los honestos funcionarios les impidan ver HBO, el Discovery o algo peor.

Hay una escalera que me permite subirme al tanque del edificio. Es raro, pero este edificio tiene un solo tanque. No es que los vecinos se hayan puesto de acuerdo para usar el agua sin acaparamiento, si no que la almacenan dentro, a causa de las pocas facilidades que brinda la estructura del edificio. El tanque es sólido y muy grande. Uno puede acostarse sobre él y mirar al cielo, sentir el rumor del agua corriendo por debajo y la frescura del viento que a esta altura es constante.

Sentarme. Ver la Habana desde arriba. Las calles, llenas de gente, automóviles y guaguas humeantes. El mar, al fondo, listo para darles trabajo a los fotógrafos. Es llamativo que el aire sea tan puro ¿será por causa de los diecisiete pisos? ¿la escasez de vehículos?

Lo mejor de mirar desde aquí son las azoteas de los demás edificios, las puertas y ventanas, los muros de la patria mía. Esta ciudad envejece, no sólo sus habitantes. Los edificios son cada vez más viejos, no los demuelen para construir otros, esperan que se caigan. Cuando se caen, todavía hay personas que quieren vivir en ellos, con un arraigo estremecedor. Cuesta trabajo retirar los escombros, hay personas adheridas a ellos. Los edificios viejos tienen su encanto.

Muchas casas tienen sus cimientos en azoteas. Encima de un edificio de ladrillos, de tres pisos, hay un apartamento hecho de bloques con ventanas de acrílico y aluminio. Un aparato de aire acondicionado metido en su jaula, un balón de gas en otra y una cotorra libre, atestiguan que se trata de personas que pueden construir en vez de esperar a que se destruya. No han "tirado" el techo del segundo cuarto, aunque ya están las paredes con los huecos correspondientes a puertas y ventanas.

Ya no hay tantos palomares en las azoteas. El cielo de la ciudad se ha despoblado. Sólo allá, cerca de la calle Galiano, puedo ver una bandada de palomas azules empedradas de gris volando en círculos, ahuyentadas por un hombre que agita un trapo que les impide posarse. Hay, sí, muchos tanques de agua. Tanques de fibrocemento de todos los tamaños, tanques de latón, de acero, de plástico azul o negro. Casi todos los tanques tienen agua, algunos tienen antenas. En los dos casos se trata de vecinos que no pueden confiar en los demás.

Las tendederas hablan de la gente. Aunque utilicen lavadoras automáticas con secadoras (algunos las utilizan), llevan la ropa a secar al sol. Esperan que se blanquee más, aunque no haya agujero en la capa de ozono, la refinería envíe su negro humo a ser respirado y el viento arrastre alguna sábana. En las casas donde colocan sayas cortas, blusas, tangas, hilos dentales, etc., uno espera ver salir a la joven que los usa, vistiendo una tenue bata de casa con una tina. Va pasando por cada pieza, verificando que ya está seca, abriendo cada presilla para descolgar su ropa. El viento le sacude la cabellera, se ve precisada a sujetar la bata entre las piernas para que no se le levante mientras guarda un ajustador en la tina. Al final, ayudándose con la barbilla para que no se escape su ropa, entra por el hueco oscuro que es la escalera de su casa. Imagino que vive en el último piso y que suya es la ventana por donde veo figuras en movimiento. No logro imaginar más. Es una más entre tantas ventanas que guardan silencio.

Hay azoteas ausentes. Las paredes de los edificios simulan poseerlas, pero vistas desde aquí, se descubre el fraude. La mayoría, no obstante, permanece. Pisos quebrados, muros rotos, hierros oxidados, maderas podridas, papel impermeable levantado, tejas movidas, dan fe de un milagro: que lo habaneros aún consientan en meterse debajo con valor, seguros de que no les va a caer encima, esperando no mojarse, creyendo que alguna vez la repararán.

Desde aquí creo comprenderlo todo. Ver qué se maquina en esos edificios sin vista afuera. Ver el ensayo de los músicos, las bailarinas. Al escritor sufriendo para redactar un informe, al pintor simulando que trabaja mientras sus ojos vagan por el cuerpo de la modelo, al vendedor de libros de uso pegando con cinta escocesa las hojas caídas de una vieja edición.

Me paro encima del tanque, en lo más alto. Una grúa inmensa trabaja en un edificio cercano. Tiendo los brazos hacia ella: puedo tocarla. Saltaré. Abriendo los brazos, hinchando el pecho con aire lleno de escapes sin catalizar, me estiraré hasta que mis manos agarren el gancho de acero que pende de la punta de la máquina. Un balanceo, otro, y saldré disparado hacia las nubes.

Veré la ciudad deslizarse. Las ventanas se abrirán para mí. Las mujeres sacarán la cabeza para saludarme, que me quede con ellas. Veré las cocinas apagadas, los colchones manchados, los baños rotos: seré testigo omnisciente. Nada me será ocultado. El viento, dejará de sostenerme y comienza la caída. Ya voy, el pecho abajo, ya voy hacia la calle. Y sólo deseo no frenar y despertarme en el último instante sudando en mi cama.

Las Princesas Primorosas.

El Rey no tenía Reina y, debido al aislamiento, no podría encontrarse candidata de igual rango con quien desposarlo. Numerosos señores hubieran entregado gustosos a sus hijas de haber sido requeridas, pero el monarca no había mostrado interés por casarse y los nobles se guardaban bien de permitirle aquilatar la belleza de sus retoños ante el peligro de que las arrebatase, para deshonra suya.

Fue una sierva, hija del montero de una de sus fincas favoritas, la primera en presentarse en Palacio cargando una criatura que alegaba indiscutible creación del Señor coronado y que fue admitida por el Rey, con un simple gesto. La Princesa Aylinda agregó una rama al árbol genealógico, vacío hasta el momento, de Su Majestad. Eso no ayudó mucho a su madre, que fue alejada de su hija cuando ésta dejó de alimentarse de los pechos de su madre, siendo entregada a una institutriz versada en las artes oscuras. La niñera consiguió atraer la atención del monarca, al que dio un heredero, el príncipe Benjamín y dos princesas más, sin haber llegado nunca al matrimonio. La princesa Aylinda enviudó y su hijo mayor Etyán se consideraba el segundo en la línea sucesoria.

El Rey se casó con gran pompa con Julia, nieta sobreviviente del Usurpador y ella, a pesar de sus grandes ancas y generosos pechos, nunca le dio un hijo. Durante sus primeros años, el rey engendró dos hijas en el vientre de dos de sus damas de compañía.

Las princesas, a las que el vulgo adulador llamaba Primorosas, eran feas de verdad; y de carácter desapacible. Todas se casaron y perdieron a sus esposos quedándose con una oleada de chiquillos que destrozaban la dignidad del palacio. Los cortesanos hubieron de acostumbrarse a los chillidos y las bromas pesadas de los pequeños, que llegaron a la pubertad con instintos irrefrenables.

Un dignatario, ultrajado por un joven de doce años nombrado Many, hijo de la más pequeña de las princesas, se volvió iracundo contra él. Reaccionó a tiempo, sin llegar a tocar el pomo de su sable. Pero fue visto, y uno de los pajes que estaba en el salón, le ordenó presentarse de inmediato ante la Princesa Maggy. Tembloroso, seguido por el paje y el niño, el hidalgo acudió con la cabeza baja al encuentro de la Señora.

- Disculpe, Señora, mi movimiento impulsivo. No pude contener la irritación que me causó el aguijonazo que su hijo tuvo a bien producir en mi espalda.

- ¿Has osado amenazar al Príncipe?

- No, señora. Fue solo un movimiento involuntario. Nunca más sucederá.

Many, situado detrás del aristócrata y en poder aún del aguijón, repitió el golpe. El hombre, vuelto a sorprender, lanzó una exclamación, pero no se atrevió a volverse. La sangre corría por sus pantalones.

- Su Alteza Real, la exclamación ha sido por causada por mi sorpresa. No es en modo alguno en menoscabo del respeto que me honro en profesarle.

- No has dicho aún lo que esperaba oír. Eres un súbdito irrespetuoso y probablemente poco leal. Hablaré con Su Majestad del asunto.

- ¡Perdóneme, por Dios! ¡Soy un súbdito fiel! ¡Tome mis tierras, mis castillos, mis sirvientes! ¡Todo se lo doy!, pero no dude por un instante de mi fidelidad.

- Me parece un buen arreglo. No obstante, te dejaré las tierras del pantano sur. Pero deberás traerme a tu hijo mayor para enseñarle modales en la corte.

Con el tiempo, los patricios se fueron alejando de Palacio. Las Princesas constituyeron una cámara de gobierno cuya devoción por el monarca no tenía resquicios. A su vez, los nietos se fueron colocando en posiciones estratégicas en el ejército, la seguridad y la economía. Un grupo de jóvenes descendientes de aristócratas permanecían a disposición de la familia real, garantizando con su presencia la aquiescencia de sus padres.

El Príncipe Benjamín falleció muy joven, dejando sin consuelo a sus alegres amigos de farras. Esto decidió a su padre a legitimar la situación de las Princesas Primorosas como herederas colectivas del reino y a fortalecer su autoridad en las labores de gobierno. Por tanto, haciendo uso de su condición de indiscutible y eterno Señor del reino, coronó a sus hijas como Virreinas y a Etyán como Virrey.

Se replegó a un castillo rodeado de espesos bosques, dedicándose exclusivamente a disfrutar de los placeres que su cuerpo le permitía aún. Un paje fiel y bien enterado se ocupaba de mantenerlo al tanto de los sucesos del reino. Esperando que sus hijas no pelearan entre sí, impuso la regla del desayuno real. Inviolablemente debían reunirse cada día a las nueve de la mañana y conversar de los asuntos del país. El Rey conservaba las buenas relaciones entre las Virreinas y las sorprendía con su conocimiento exacto de las intrigas que se preparaban y las estrategias que garantizarían la paz y el buen orden.

(Continuará con…)

La población del reino.


 

jueves, diciembre 06, 2007

Ejercicios

Uno de los personajes de Ocupante Original -novela en que estoy trabajando desde hace tiempo-, periodista cubano que ha conseguido la ciudadanía española y hace sus pinitos literarios, intenta escribir como si fuera un escritor de otro contexto temporal. Para ello realiza ejercicios de composición. Pretende, por ejemplo, escribir como Jardiel Poncela, o como Anatole France. También intenta crear relatos por tendencia, es decir como un escritor decimonónico cubano (romántico), o un escritor fantástico de la década del cuarenta del siglo veinte. Estos relatos no están hechos para publicarse, sólo para "afilar la pluma".

Obtuve, mediante un complicado sistema de remoción de claves y desencriptamiento de archivos (Mi personaje es un poco obsesivo con la seguridad y guarda muy bien sus trabajos. Sólo que no pensaba que precisamente yo, su Creador, iba a robarle la información tan bien escondida), uno de sus relatos. Creo que su método de entrenamiento es discutible, y los resultados también, quiero presentárselos simplemente como un ejercicio resuelto por un alumno aplicado.

Libre.

Cabalga cien leguas el guerrero en su brioso corcel. Dulces palabras pronuncia acariciando el cuello del noble animal, vigila su aliento: no desfallezca en la cruel travesía.

Los cascos cubiertos de lona, la mirada inquieta del jinete escudriñando el horizonte, los senderos esquivos alejados de las flamígeras saetas de Helios indican que la cabalgata es furtiva. Pero el ceñudo rostro del héroe muestra que no es por temor ridículo a la parca que el trote de su Bucéfalo se encamina por agrestes parajes. No. La causa la lleva más cerca de su pecho, en el bolsillo interior de la chaqueta, exquisitamente perfumada, escrita con elegante y menuda letra. Y acude solícito al convite de la ninfa que acrisola sus sueños.

No teme al fiero can, ni al hispano fuego. Sólo le conturba dañar la honra de quien sin mácula espera, en su casta frente sentir un ósculo ardoroso.

Una enseña, bien supremo, aguarda ser recogida de manos de compatriotas fieles. Otras manos: finas, honrosas, infinitamente tiernas, le dieron vida y color con la aguja para que recia luzca, ondulada reinando, al frente de los legítimos hijos de esta tierra que han de morir por no verla en oprobio.

Faetón cae, enrojeciendo los grises nubarrones. Avisados por traidor empeño, guardias de la reina esperan emboscados tras unas rocas, los fusiles en ristre, los caballos paciendo alejados, atentos al mandato de un bisoño teniente.

Ya se siente el agitado resuello, los pasos mortecinos de la bestia, el himno puro que susurra el patriota. Ya se siente su emoción por la cercanía de la amada. Ya se ve su impoluto uniforme blanco. "¡Fuego!" Al unísono brota la sentencia de diez agujeros, el humo enturbia el aire, el fragor acalla los sonidos del monte. Ares ruge. Febo, que hiere de lejos, agravia. "¡Arre!" Truena la garganta del titán. "¡Arre!" No desfallece, aunque brota sin pausa la negra sangre, enrojeciendo el pelambre de su noble servidor. "¡Tras él!" Se apresuran a montar, aunque pueden perder tiempo, han disparado bien.

Lejos, el héroe libera a la bestia. Cae, cerrada la noche, junto a un árbol. Allí se atrinchera. Cuenta sus heridas, oprime la puerta de su hemorragia. Sufre la fiebre, la cantimplora no calma su sed. Ya no verá a la doncella, ya no posará los labios en su piel. Un arroyuelo nutre la savia de la poderosa majagua. Se lleva los pedazos de las cartas que portaba, se lleva el perfume de su amor. Su sangre corre hasta fundirse con las límpidas aguas.

Amanece. Han callado las aves de la campiña. Se escuchan ladridos acercándose. Luego, las voces de mando. Es el momento de cumplir su promesa.

El ibero teniente tiembla de impaciencia. La presa está próxima, casi puede sentir los agónicos estertores del fugitivo. Y alcanza a verlo, iluminado fugazmente por el estampido del indómito fusil.

sábado, diciembre 01, 2007

La maldá

Todas las mujeres tienen la maldá

de llamar a sus maridos por la madrugá

El guaguancó, berreado por las voces de treinta adolescentes, con el acompañamiento de golpes en el suelo, las paredes y los asientos de la guagua y en las míticas maletas de madera aherrojadas por sólidos candados, todavía retumba en mis oídos cuarenta años después. Y es que mi esposa suele despertarme frecuentemente en las noches, cuando el insomnio la aqueja.

Soy un tipo de buen dormir y cuando yazgo boca arriba soy capaz de "roncar como un sochantre" como diría el amigo Bécquer. Trabajo mucho y el agotamiento me ayuda a caer en sopor profundo que duraría hasta la mañana de no ser por mi compañera nocturna. Ella también trabaja mucho, pero su agotamiento le llena la cabeza de informes y comprobantes. A veces su sueño inquieto se rompe con el temor de haber perdido el reloj, de estar desamparada en medio de la calle o de tener la casa llena de ladrones. En otras ocasiones son mis ronquidos los culpables. La mayor parte de las veces no importa la razón.

Porque esas despertadas nocturnas son la sal de la vida. Están llenas de arrumacos, caricias y otros amores. Sin abrir completamente los ojos, sin desperezarme ni averiguar dónde estoy, dedico un buen rato a poblar el futuro de momentos olvidados, hasta escuchar su respiración tranquila, llena de la calma de dejarme despierto en su lugar.

Pero yo tengo un buen método para dormirme. Hay tres novelas que gusto reciclar constantemente en mi memoria: Crimen y Castigo, El Rojo y el Negro y Sinhué el Egipcio. Me suelo contar su historia a partir de un momento cualquiera, como si al azar hubiese abierto el libro y lo comenzase a leer. Muchas veces, emulo con Mika o Fiódor y trato de correr la gran aventura del espíritu que fue sentarse a escribir tales monumentos. Otras, vivo las penurias de Sorel, atenazado por su ambición, por la conciencia de su superioridad sobre aquellos que lo relegan.

O disfruto con Sinhué, el que es solitario, de las peripecias de su vida, sus crímenes, sus amores. Elige sentirse solitario a pesar de estar rodeado de cortes, ejércitos, pacientes, amigos y amantes. Un amigo, Kaptah, lo acompaña en toda su carrera. Muchas mujeres calentaron su lecho. Es solitario porque se sabe único. Cada ser humano es único, pero muchos no lo sienten.

En camino a dormirme, cuando ya mi mujer ha dejado de vagar entre los temblores del insomnio, me pregunto si yo también soy solitario. Si este cuerpo que calienta mis noches, esta mujer que me trae una felicidad llena de ruidos, problemas, inquietudes y angustias; si mis hijos, que me alegran con sus noticias, mi familia, mis amigos, compañeros, alumnos, vecinos, han logrado disolver mi coraza de hombre solitario. Me sé único y sólo yo debo resolver mis conflictos éticos. A mí me toca decidir si ser o no ser. Hay una parte aquí adentro que no puede ser visible y es la que me hace solitario.

Cuando me meto en filosofías, demoro más en regresar a mi tranquilo mundo de sueños. Puede costarme un buen dolor de cabeza que me dure todo el día por falta de descanso nocturno. Debe ser mejor para mi salud conciliar el segundo sueño imaginándome a la espera de que me guillotinen o que el inspector me cace después de haber asesinado a hachazos a dos ancianas. Uno nunca sabe. Quizás deba entusiasmarme con otros libros.

Pero no, renunciar a ser despertado.Dormiría peor si mi mujer no tuviera la "maldá" de llamar a su marido por la madrugá".

viernes, noviembre 30, 2007

La cuestión de los Pajes.

(Continuación de El Reino Amurallado)

Un paje, al que hasta entonces no había notado, se acercó a su lecho y le susurró. "Señor, despierte. Es necesario que me escuche. Su vida está en riesgo." Atilio reprimió el impulso de sacar la espada escondida entre las sábanas. "¿Qué sucede?" "Enseguida le explico, venga conmigo." Mientras el monarca y su lacayo se escondían detrás de una puertecilla disimulada junto al espejo, otros dos pajes colocaron en la cama un cuerpo exánime y lo cubrieron ligeramente. Se retiraron y al cabo de un instante, penetró un hombre sigiloso en la habitación. Al ver el cuerpo en la cama, sacó un pesado espadón y arremetió contra él. Todavía estaba acuchillando al cadáver cuando aparecieron varios soldados traídos por dos pajes y capturaron al regicida.

Una semana después, los cuerpos sin vida de cinco aristócratas iniciaban un período al que se le llamó "la purificación del Reino" en el cual perdieron bienes, posición y hasta la vida, numerosos antiguos nobles y nuevos barones y plebeyos que se vieron involucrados en la conspiración.

Eran los primeros años de Atilio y no podía darse el lujo de ser débil. La integridad de la Nación estaba en juego. Llamó al paje.

- Explícame lo de la otra noche.

- ¡Señor, necesito que usted me asegure que no le va a pasar nada a ninguno de mis colaboradores!

- ¿Y estás tan seguro de que no te va a pasar nada a ti?

- No, señor. Confío en su grandeza, su Majestad.

- Bueno, si tus "colaboradores", como los llamas, no han intentado nada en contra mía, no les pasará nada. Te lo aseguro.

- Me di cuenta, su Majestad, de que un grupo de dignatarios conspiraban para deponerlo cuando escuché una conversación que sostenían dos de ellos en los jardines del Palacio Real. Sucedió durante mi primera semana en la servidumbre, no me conocía nadie y tuve que ingeniármelas para poner a mi servicio a los pajes de los dos señores, y que me mantuvieran informado de sus movimientos. A medida que avanzaba la conspiración, yo aumentaba mi red de control, incluso dentro del Palacio. Gracias a ese grupo de abnegados seguidores, usted pudo desbaratar con éxito fulminante la trama regicida.

- ¿Cómo es tu nombre?

- Etuán, su Majestad.

- Bien, Etuán. Y ¿cómo te convertiste en mi paje?

- No, señor, no lo soy. Para servirle en esta ocasión le pedí a mis asistentes que retuvieran a sus servidores inmediatos.

- ¿Cuán extensa es tu red?

- Tengo unos trescientos hombres secretamente a mi mando. Puedo extenderla sin consumir recursos del Reino, pero si crece demasiado, empezarán los rumores y puede salir a la luz.

- Conserva esos hombres y aumenta la red hasta donde puedas con las condiciones actuales.

El poder de Etuán, salido de la oscuridad, creció en los siguientes meses, hasta convertirse en uno de los factores más importantes de la monarquía. La maledicencia le otorgaba razones inauditas: desde poseer secretos de la vida pasada del soberano, hasta el mesmerismo y la brujería.

Etuán se consolidó cuando lo nombraron Ministro del Orden. Y el Rey aprobó, por Ucase Regio, que todo paje personal debía ser contratado a la Agencia Real Pajera y que todo señor cuya renta anual sobrepasase los seiscientos adarmes tendría la obligación de contratar al menos un sirviente de la agencia.

Una tras otra abortaban las conspiraciones. La antigua aristocracia, la nobleza venida a menos, los primeros barones, los grandes arquitectos, los albañiles de las murallas, fueron traicionando en su oportunidad. Los pajes construyeron sus palacios, se casaron con las hijas de los señores ejecutados, se vieron en la obligación de contratar pajes y conspiraron a su vez.

Un buen día el Señor Ministro del Orden fue descubierto conspirando. El Rey se vio en la obligación de ordenar al verdugo que lo decapitase. Lo hizo secretamente y con dolor, porque había llegado a quererlo y porque era padre de tres de sus nietos.

Ya los pajes no eran necesarios, podían ser incluso peligrosos. Pero su leyenda sirivió para mantener la tranquilidad del Reino. El monarca nombró a su hijo mayor, Ministro del Orden, el cargo más importante del estado. Crearon nuevas agencias pajeras, sin disolver la agencia de Etuán. Nuevas leyes forzaron la contratación de pajes en cada una de las agencias, de manera que un dignatario debía tener al menos cuatro pajes a su servicio representando a tres agencias como mínimo.

Había pajes que trabajaban en dos o tres agencias y tenían igual número de señores. Pajes que eran señores de sus señores. Pajes que debían informar a sus señores de las actividades de ellos mismos. Auto-pajes.

Acabaron por surgir los pajes fantasmas. Pagando una cuota adicional, se obtenía documentación completa de cumplimiento de los requisitos pajeros, sin necesidad de hacer efectivo tal empleo. Muchos señores se acogieron a dicho sistema, interpretando los pagos a las cuatro agencias como impuestos novedosos que abonarían sus vasallos, más baratos desde que no podían escapar.

Los informes de inteligencia pasaron a ser anónimos y el nuevo Ministro del Orden encargó a cuatro lectores la interpretación y el análisis de las denuncias recibidas.

(Continuará con…)

Las Princesas Primorosas.

domingo, noviembre 25, 2007

El día que leí Conversación en el Taller.

Conocí a Reina María Rodríguez una noche de otoño de 1976. No era fácil encontrar en la Facultad de Ciencias a alguien que dispusiera de tiempo y posibilidades de comunicación para apoyarla en su proyecto de crear un Taller Literario en la facultad. Cuando me pidieron que lo hiciera, eso significó para mí una tarea asignada por la FEU, tarea de cuyo cumplimiento debía informar. Lo que ella necesitaba para hacer su trabajo, era poco: ocupar un local durante dos horas, con asientos para reunir entre cinco y diez personas y difusión entre los estudiantes.

Reina era una graduada reciente, instructora de cultura y ganadora del concurso estudiantil “Trece de marzo” con un pequeño libro de poesía “La gente de mi barrio”. Ella me conocía, ya que su hermano más joven, Eduardo, a quien llamábamos por su segundo apellido, Landa, era mi compañero de estudios desde el cuarto grado de la escuela primaria. Me invitó a asistir a alguna de las sesiones del Taller y lo hice casualmente una noche en que salía de una reunión de la FEU a la hora en que ellos iban a comenzar su sesión.

En esa oportunidad, la primera para mí, había seis o siete asistentes al comienzo y luego se incorporaron dos más. Reina repitió explicaciones que dijo haber dado anteriormente acerca del trabajo que se realizaría allí y leyó alguno de sus poemas. Su invitación a que los demás hicieran lo mismo fue bien acogida, pero no había nadie más preparado para leer, ni siquiera Edmundo, estudiante de Física aficionado a la literatura fantástica a la que confundíamos en aquellos años con la Ciencia Ficción, que le había dado a valorar algunos cuentos a Reina, pero aún no se sentía listo para enfrentar una lectura pública.

El ambiente del Taller, los comentarios inteligentes, el brillo de las personas que asistieron: Octavio, Alistoy, Héctor, Edmundo, Patricia, Lupe, Reina; hicieron que fuera un rato formidable. Algunos faltaron a reuniones posteriores, otros se incorporaron. Hubo asistentes efímeros, personalidades visitantes. El Taller se convirtió en un espacio de expresión que yo esperaba cada semana ansiosamente.

Siempre me gustó la Literatura. Además de lector impenitente, rimé, compuse canciones, cartas a las niñas en la escuela al campo, el periódico del Instituto. Pero la Matemática se apoderó de mi alma (Perelman, Mario González y Julio Rey Pastor, entre otros autores de excelentes libros deben haber tenido que ver con ello así como haber tenido maestros de Matemática inolvidables desde la primaria, cosa que no ocurrió con la Literatura). El Taller de Reina hizo renacer mi espíritu de golpeador de teclas.

Después de algunas presentaciones intrascendentes, comencé la lectura de una novela para la cual había escrito unas veinte hojas de una libreta, mezclándolas con fórmulas y dibujos. La atención con que los concurrentes siguieron mi lectura me movió. La libreta se me acabó a la segunda vez y me vi obligado a escribir para presentar una continuación cada semana. El círculo de asistentes se había ampliado y me llegaron las primeras voces de advertencia: “¡Cuidado!” “¡Te puedes buscar un lío!” Nadie me acusaba de difamar o mentir, sólo me advertían que pisaba un terreno peligroso.

Se trataba de una historia inocente. No resaltaba aspectos negativos de la realidad. Era sincera, pero tenía pocas herramientas con las que profundizar en esa sinceridad. El éxito tan rotundo que había tenido, sin embargo, reflejaba que la sociedad estaba necesitando ese tipo de literatura. Nunca trascribí o preparé la novela para su publicación. En cambio, empecé a leer algunos cuentos que se me habían ido ocurriendo a medida que escribía la novela. A preparar una segunda novela.

Hay momentos que marcaron mi relación con el Taller y que recuerdo especialmente. Uno, fue cuando murió un personaje de mi novela. Yo estaba dibujando con él a un amigo mío que había muerto unos años atrás, tratando de salvar a otro amigo. Introduje al personaje con la idea de quitarlo después. Era necesario para que la historia funcionara, ya que era un freno que impedía al protagonista desarrollar sus tendencias y preparé para él un accidente mortal. Parece que no se lo esperaban los del taller, porque esa noche hubo silencio y la muerte, por inesperada y absurda, fue sentida como real por los asistentes.

La lectura de cuatro de los cuentos recibió reacciones emocionales. Al terminar uno de ellos, “El Hombre”, Edmundo me mostró una ilustración inspirada en el cuento. La había dibujado mientras me escuchaba. Era un pie humano entrando en una máquina de moler carne. La lectura de “Juan, el Internacionalista” encontró a Manolito que acababa de llegar de Angola, y se dolió de la forma en que abordaba el tema (el cuento no tenía nada que ver con la guerra de Angola). Leí “¡Ah, qué felicidad! (este cuento está incluido en Ternera Macho) una noche en que Eduardo Heras León visitaba el Taller. Creo que es un buen cuento y que él lo vio así. Pero él estaba “tronado” y apenas levantaba su “Acero” después de trabajar años en la fundición. “¡Qué amargo!” fue su único comentario.

Pero “Conversación” fue con el que se hizo más nítido el problema que enfrentábamos. Era un diálogo entre dos jóvenes acerca de las prácticas corruptas en las altas esferas (eran los tiempos de “Landy”, Primer Secretario de la UJC durante el Onceno Festival de la Juventud, después condenado a veinte años de cárcel acusado de corrupción). Al terminar la lectura, Héctor dijo que él no se encontraba presente. Entre ocurrencias y sustos, todos mandaron el mismo mensaje: el tema era demasiado peligroso. Nadie negaba que fuera cierto el fondo de la cuestión, pero no querían hablar de ello. Ni que se supiera que lo habían escuchado sin “salirle al paso”.

A la siguiente sesión del taller, llevé una trascripción de las respuestas a mi lectura. Era tan exacta como si la hubiese grabado. Me parecía interesante, porque reflejaba la situación y los temores de un grupo de jóvenes que en uno o dos años se verían lanzados a la vida laboral. Estudiantes inteligentes, cultos y deseosos de expresarse. Le llamé “El día que leí conversación en el Taller.” Aunque las sesiones del taller solían ser nocturnas, no lo fueron en esas ocasiones.

La reacción de mis contertulios a la lectura debió ser aviso suficiente para mí. Apenas hubo comentarios. Quizás temieran que yo continuase con la saga: “El día que leí ‘El día que leí…’”

Nadie quería, ni yo, que el taller se convirtiera en tribuna política. Pero yo pensaba que debíamos trabajar como espejos, mostrando nuestro mundo exterior en el universo interno. Que no debíamos dejar de hacerlo por miedo, por darle argumentos a nadie, ni porque “esas cosas no se deben decir”. También creía que mi claridad de intenciones era mi amuleto. “Era joven y entusiasta” como Zenea.

Del resultado, conté anteriormente. A pesar de todas las bravuconadas que se han dicho sobre el tema, lo recuerdo con tristeza. Yo pagué mi imprudencia con pérdidas importantes, pero fui actor motu proprio. Otros sufrieron más sin haber escrito una sola de aquellas palabras, otros vieron morir su fe. Otros creyeron que el fin justifica los medios. No creo que nadie ganara, excepto en el conocimiento de la naturaleza humana.

sábado, noviembre 24, 2007

Reino amurallado

Un guerrero, al frente de su tropa de valientes barones, tomó el palacio real, coronando su conquista del reino. El Rey, sospechoso del asesinato de su hermano para usurpar el Trono, había huido, dejando a sus hombres por su cuenta y terminando una breve dinastía y una época de reinados ineptos tumultuosamente concluidos en medio de levantamientos, revoluciones o golpes de estado.

El Guerrero era un hombre culto e inteligente que no estaba dispuesto a repetir los errores de los reyes. Al principio, pensó proclamar la República, decisión compleja y peligrosa que rechazó después de profunda meditación: la convocatoria a constituyente pudiera ser vista por los señores de los reinos vecinos como signo de debilidad y pudiera poner en peligro la integridad de la nación. Por otra parte, el título de Rey le atraía demasiado para no coronarse. Además, sus súbditos entendían la obediencia que se le debe al Rey y esa era la mejor forma de conservar el poder. De modo que hizo lo que era de esperar que hiciese: se coronó con gran pompa con el nombre de Atilio Primero, invitando a los grandes de los estados y las iglesias, a los señores de su reino; y a los hombres y mujeres más famosos del mundo.

Algunos no acudieron al convite, pero eso no aminoró la pompa de la celebración. Hubo asistentes que no dejaron de criticarlo o pedirle piedad para criminales que habían servido al Usurpador. En casos convenientes, para probar deferencia, les permitió que, al partir, se llevaran a algunos de los condenados hacia tierras lejanas. Claro, sus bienes no les fueron devueltos.

Los señores del antiguo régimen habían apoyado al Usurpador y fueron despojados de su señorío. Los barones del ejército ocuparon sus lugares, y todo parecía que iba a tomar el cauce, conocido y poco problemático, de los reinados anteriores. Pero el nuevo Rey no era fácil de contentar, algunos decía que por las almorranas, y otros, por el recuerdo de una traición de familia; el caso es que era muy exigente. Sus arrebatos ante cualquier error ajeno provocaban apoplejías a sus ayudantes.

Poco a poco, todo el Reino fue cambiando para ponerse a los pies del nuevo Rey. Como él era un hombre brillante, hermoso, orador fecundo y dotado de un espíritu indómito e inagotable, generaba un sometimiento voluntario, producto híbrido del miedo y la fascinación.

La Muralla.

Es muy difícil mantener un Reino ordenado en un entorno republicano. Al principio, las naciones que rodeaban al Reino eran pequeños países agrarios y bastó activar las fronteras para que perdieran su influencia. Los siervos pertenecen naturalmente a su Señor y, al levantar las cercas, no hubo que lamentar muchas separaciones familiares.

Sin embargo, con el tiempo, empezaron a aparecer roturas en las cercas y los nobles a quejarse de que perdían a sus operarios jóvenes más capaces que escapaban a las naciones vecinas.

Un día, alguien irrumpió en la sala del Trono, gritando:

- ¡Invasión! ¡Regresan los señores!

Todos los concurrentes habían recibido sus señoríos del nuevo Rey y se sintieron consternados. El Rey, en cambio se alegró. Sus espías informaban cada paso del enemigo y este ataque prematuro era perfecto para sus propósitos.

Adaptó una pose heroica.

- ¡Resistiremos hasta el final! ¡Por el honor del Reino que lucharemos hasta el último hálito de vida! ¡Declaramos el Estado de Guerra!

Los Señores habían roto la cerca y venían a caballo, seguidos por cientos de siervos que regresaban para reunirse a sus familias o a buscarlas y por muchos otros que preferían a sus displicentes y descuidados dueños antiguos. Los Grandes de la Frontera no presentaron combate, y la guerra parecía un desfile militar.

El Rey habló ante las cortes:

- ¡Queridos compatriotas! He adoptado las disposiciones necesarias para rechazar la invasión zombi. Tenemos un ejército bien preparado, al que secunda en pleno la nación, y hemos comprado todas las armas necesarias para triunfar. En estos momentos se dirigen hacia el Norte para entrar en combate con los más modernos medios de que disponemos. Es la hora de anunciarles nuestra alianza con el Gran Imperio Lejano, el cual nos ha apoyado en la preparación para enfrentar al enemigo y nos ayudará luego en la Reconstrucción del País.

La invasión fue derrotada en poco tiempo, muchos invasores murieron en el acto, o ejecutados por traición a Su Majestad; la mayoría huyó y, los que no fueron capturados, se retiraron a las Selvas Centrales donde vivieron como salvajes, escapando siempre a las continuas incursiones de los ejércitos del Rey, pereciendo en las incesantes escaramuzas. Los prisioneros engrosaron las filas de los siervos de barones cuyas tierras estaban alejadas de la frontera.

Entonces, El Rey dijo:

- Para protegernos de los ataques del enemigo, elevaremos nuestra capacidad defensiva. Además de las armas, debemos tener una frontera infranqueable. Construiremos una Muralla que nos mantenga seguros.

Miles de hombres fueron llamados a la construcción de la Muralla Máxima. Muchos más, a su protección. A todos les dieron ropas nuevas, armas a los Protectores del reino y herramientas a los Constructores. Para mantenerlos vestidos, abrigados, saludables y bien nutridos se ordenaron requisas, confiscaciones, y nuevos impuestos. Por orden del rey se fundaron escuelas de artesanos, médicos y cocineros. Grandes extensiones de tierra fueron destinadas al cultivo de alimentos para los miles de albañiles, carpinteros, maestros y soldados que trabajaban en la frontera.

La muralla, construida sin plano, fue creciendo en todas partes. Un día, el Arquitecto en Jefe de la Muralla del Norte proclamó que su sección sería la más alta del país. Esto fue replicado por el Vicearquitecto del Oeste, que anunció que su sección sería, no solamente más alta, sino más bella e invulnerable, además de costar menos, ya que en la mitad superior, los bloques estaban dispuestos de forma alternada, dejando pasar el viento sin peligro. Pronto comenzó una carrera desenfrenada entre los constructores, que terminaron encerrando al país con una pared que se perdía en las alturas, plagada de extraños caprichos arquitectónicos. Sin puertas. Haría olvidar a generaciones, la existencia de un mundo exterior.

La muerte acompañó al muro desde el inicio. Accidentes laborales, suicidios, intentos de fuga frustrados, todos terminaban sin ceremonia en alguno de los cuatro cementerios que se habían creado cerca de los barrios de los constructores. No se hablaba de ellos más que en voz baja, luego de mirar alrededor en busca de oídos extraños. Una vez terminada la obra, se construyeron otras dos cercas, reforzadas con alambre espinoso y cactos, que evitaban que curiosos, parejas de enamorados o escapistas se acercaran a la muralla. Antes, movilizaron a maestros pintores que dieron a la pared la apariencia del mar, de aguas turbulentas y costas agrestes, que mantuviera alejados, hasta en el pensamiento, a los súbditos de la frontera.

Los años habían transcurrido rápidamente. El Rey ya no era aquel guerrero gallardo de palabra fácil y pensamiento rápido. Ya su pueblo no construía una barrera con que protegerse del mundo, si no para que nadie escapase. Porque la construcción de la muralla había agotado los recursos del reino. Y cuando la dieron por concluida, muy pocos recordaban cómo había empezado todo. Se hacían historias de la forma en que vivían antes, algunos con nostalgia de la buena comida, los fértiles campos o las doncellas hermosas y bien calzadas, y otros con temor por la falta de trabajo o la inestabilidad por las continuas guerras intestinas que libraban los señores.

El Gran Imperio Lejano había desaparecido, derrotado por sus numerosos enemigos. Los que aún recordaban el tiempo de la construcción del Muro insistían en convencer a los demás de la existencia de un universo exterior. Cayeron en el descrédito a causa de su aspecto miserable y del énfasis fanático con que molestaban a todos con sus supuestas demostraciones. El tiempo fue poniendo aún más lejanas las paredes del muro, invisible e inalcanzable, que se escondía tras sucesivas alambradas cubiertas de espinosas enredaderas.

(Continuará con…)

La cuestión de los Pajes.

sábado, noviembre 17, 2007

Presentaciones.

Aunque puede parecer redundante, ya que hablé antes de mis dos libros en la primera entrada de este blog, he colocado más abajo las presentaciones escritas para su lectura en las ocasiones en que las presenté en la Torre de Letras, ese proyecto maravilloso que mantienen Reina María Rodríguez y Antón Arrufat entre otros.

Nacer en Delito Mayor

Esta novela, Delito Mayor, representa un cambio en mi vida. Fue la primera vez, después de un cuarto de siglo de abstención, que pude salir del armario para realizar el ejercicio nudista que es para mí la literatura. Era la novela de un sueño, y es mi sueño el que completé, no cuando el primer editor decidió correr los riesgos de ponerle carátula e ISBN para llevarla a librerías y ferias, si no cuando terminé el ciclo que constituye, la leí completa y pude asegurarme de que funcionaba y transmitía las tesis que defendía con ella.

Varios hilos hicieron nacer la idea que plasmé en Delito Mayor. Quizás, surgió de los largos viajes en bicicleta que emprendía a diario para llegar a las siete de la mañana a mi trabajo. Un colega me dijo: "Yo bajo la cabeza. Y voy mirando la goma, y se me pasa el viaje sin darme cuenta." Y aquello me pareció tan literario, que me propuse dotar al primer personaje que inventara de esa costumbre. Antes, había leído "La vida secreta de Walter Mitty", un cuento acerca de un individuo, que era muy poquita cosa, pero que se complacía intensamente con la admiración que despertaba en sus fantasías. Es un hecho común, pero poco utilizado en la literatura, que las personas se consuelen de su mediocridad imaginando el éxito. Motivos literarios, tuve muchos. "La Buena Tierra", de Pearl S. Buck y "La Vida es Sueño", me ayudaron con el guión y el contrapunto.

Yo quería reflejar el modo en que la tarea, bien difícil, de sobrevivir en medio de condiciones tan adversas, nos dota de comportamientos animales. Pero es la imaginación la que nos convierte en bestias distintas, y es la cultura la que enriquece nuestra animalidad.

El reto que me propuse es el de representar el mundo imaginario desde presupuestos realistas. He tratado de evitar las casualidades, los superhéroes, los genios, el percentil cinco y el noventa y siete. He tratado de mostrar nuestro ámbito más que pobre, empobrecido; más que sucio, emporcado, sin extremos ni exageraciones. Y hacerlo con gancho, crear una historia que interesara, que entretuviera y que no me dejen el libro a la séptima página, ni en el quinto capítulo.

Y de ahí viene ese personaje, que muchos creen que soy yo; viviendo una vida, que piensan que es la mía, soñando mis sueños, aunque yo los haya creado para él. Confesaré finalmente: sí, tienen razón, soy yo; en tanto estoy hecho del mismo material y he cogido los mismos palos que todos los culpables del delito mayor del hombre. (Marzo 2006)

El real mundo de la Ternera Macho.

A veces pienso, he pensado, que en lugar de escribir historias basadas en hechos reales, yo vivo en un mundo basado en historias escritas. Una especie de Show de Truman universal. Cuando llevaba unos meses esperando la salida de Delito Mayor, fui a la playa con mi familia. Se le escapó una pelota a los niños que iban con nosotros y me lancé a buscarla. La alcancé al borde del agotamiento y tuvo que sacarme del agua un salvavidas. Yo estaba aterrado, porque se había cumplido punto por punto lo descrito en la novela. Mi personaje compra un empleo en una gasolinera que le sirve para cumplir muchas de sus aspiraciones materiales. Naturalmente, que los beneficios de su trabajo no proceden de sus ingresos legítimos. El libro se publicó exactamente al comienzo de la campaña contra la corrupción en las gasolineras. Coincidencia, no hay otra palabra.

Debo decir que yo fabrico mis tramas sin espacio para las coincidencias. Evito las excelsitudes, los macarronismos, las descripciones y las alabanzas: considero que lastran la narratividad. Pero, a veces, el mundo real nos sorprende con sucesos que ningún narrador consignaría sin temor a perder su credibilidad. Muerto de miedo, dediqué dos cuentos de Ternera Macho al tema de la censura, para encontrarme, casualmente también, al tiempo de su publicación, con la carta de Arrufat sobre el asunto Pavón.

Sería extenderme demasiado, enumerar todas las veces que me ha sucedido eso en los libros publicados y en los que están naciendo ahora. A causa de tal regularidad debo redefinir la relación de mi imaginería con la realidad: por mucho que me esfuerce en crear una situación teórica para establecer una tesis, por mucho que trate de estirar sus facetas ridículas para asegurarme de que estoy en la seguridad que proporcionan las cosas inexistentes, seré alcanzado por este absurdo universo donde tiene lógica que una vaca se llame "Buey Preñao" y sentido que una misma pareja se case todos los años –sin divorciarse- para obtener el preciado ticket que les da derecho a comprar varias cajas de cerveza y una reservación en un hotel.

Hace unos días, un escritor dijo en la televisión que la realidad no da más. ¿Para qué escribir del agobio si el agobio es omnipresente? Opino, en contra, que no nos salimos del mundo real. Por mucho que tratemos de fregar, torcer, exprimir o perfumar; por mucho que nos adentremos en el barrio del pecho, estaremos aquí, en el mundo real, haciendo Terneras Machos.

Presentación de Ternera Macho.

Ternera macho y otros absurdos es una colección de relatos que tienen varios orígenes. Hay un grupo de cuentos que forman parte de mi idea original de escribir paradojas poco edificantes. El título inicialmente era ese: "Cuentos poco edificantes" y contenía: "Los del edificio", "El compañero Job", "Un saco de pienso", "Al acecho de la nínfula", "Dieciséis Tetas", "Cincuenta", "El día de Margarita", "El cuentero de Charco Sucio.", "El recuerdo de la muerte.", "Las violaciones de Eva" y "El punto de reunión" el editor que había publicado mi novela anterior gustaba de esos cuentos, incluyó uno en la revista Renacimiento, pero pensaba que debía haber una muestra más amplia de mi trabajo en esta publicación. De manera que agregué el resto de los cuentos, tomándolos de distintos proyectos en los que he estado trabajando últimamente: Una colección de minicuentos, Cuentos de Isla, Sueños feroces, Crónicas cubanas y una colección que escribió uno de los personajes de mi última novela, a la que él tituló: "Figuras de la Pasión de Liborio", pidiéndole disculpas a Miró por parafrasearle el título. También puse algunos otros relatos dispersos para los que no tenía una definición exacta y uno de los cuentos que leí hace treinta años en el Taller Literario de la Facultad de Ciencias, fundado por Reina María Rodríguez.

Lo único general que hay en ellos es la falta de consistencia moralizante. Mi propia pequeñez me hace incapaz de ser aleccionador; por eso, nunca hay moralejas: sólo complejidades.

No quiero terminar sin agradecerle a todos los que me han prestado sus rasgos para mis personajes, a los que me cuentan anécdotas para mezclar con ácido y acíbar, a los que me critican la insistencia temática, forzándome a inventar nuevos rumbos y a los que me han hecho ver la torpeza de mis palabras elevando el listón que debo cruzar.


Un primo bajo la picana

Uno de mis primos, hombre de cincuenta y tantos, quien ha estado bajo presión económica, familiar y religiosa por decenios, ha sucumbido a una engañosa distorsión de la realidad y sufre de una paranoia acrecentada por la presencia sostenida de los factores que lo pusieron bajo estrés todos estos años. Comoquiera que la paranoia parece ser el mínimo común de los cubanos, quiero compartir con mis lectores algunas ideas que me trae este hecho.

El deporte nacional nuestro es el doble -pensar. Como señalara Orwell, esta necesaria práctica se apoya en la modificación del lenguaje hablado y escrito. Cualquier conversación de dos personas puede lastrarse por la sospecha de alguno de ellos de que está siendo marcado. Una advertencia: el índice señalando hacia el techo con movimientos circulares, debe interpretarse como llamado a la prudencia verbal sin que por eso ninguno de los dos esté sufriendo alucinaciones.

Ideas o ilusiones fijas, sistematizadas y lógicas nos mantienen mirando al mundo a través de una plancha de acrílico deforme. Nuestra realidad es observada por todos, cubanos o no, desde adentro o desde afuera, a través de láminas de colores distorsionantes. La realidad cubana está en la mente de los paranoicos, son los que la conservan intacta, los únicos que pueden hablar de ella con propiedad. Los envidio porque la aceptan como es, no tratan de comprenderla. Sus explicaciones no resisten la segunda o tercera pregunta, pero no se necesita más que su emoción, su deseo de estar seguros, la tranquilidad con que admiten que se les induzca el sueño por días enteros, que les desconecten sus dendritas, que los pongan bajo la picana a ver si todo se aclara, si desaparecen esos baches que deforman el mundo, esas ondulaciones del aire que tiran abajo las piedras de los edificios, que traen puñales; ese presente onírico con la piel punteada, irreversiblemente fea.

A este primo lo conozco desde mi infancia. Una especie de líder de la muchachada, el primero que montaba bicicleta para llevar las cantinas de la fonda de su mamá, el que más lejos llegaba bajo el agua, en la época en que el río Guaso tenía agua. Nos retratamos el mismo día, recientes aún mis cinco años, cuando a él le faltaba poco para cumplir siete. He vuelto a ver esas fotos: yo, camisa a cuadros, cabezón, con las cejas llegando a mis pestañas, enfoco al fotógrafo sin saber que me cegará de un relámpago. Él, camisa blanca, un chichón en la frente donde destaca el brillo de la luminaria cenital, la boca cerrada a la cual le faltan dos dientes, mira a lo alto sin temor.

No sabíamos que Guantánamo, nuestra ciudad, estaba perdiendo hasta el polvo. Que nos perdería a nosotros. Primero a mí, que al año siguiente comencé una carrera de habanero, de la que nunca he llegado a graduarme. Sus padres demoraron un lustro todavía en perder el sostén (la fonda, quiero decir) y dejar la ciudad cuadriculada para venir a una casa que nunca ha dejado de caerse.

Muchas veces acudió a rescatarme. Cuando no hallaba la forma de decirle a aquella chica, perfumada con agua de violetas, que deseaba tanto su consentimiento que no me atrevía a pedírselo, él simplemente la llamó y la puso frente a mí, no dejándome otra opción que balbucir incoherencias decepcionantes. Su "no" me proporcionó tal sentimiento de liberación que nunca más volví a demorar mis declaraciones. En otra ocasión, vino en mi defensa cuando un chico mayor me quitó la pelota, recibiendo en mi lugar la más sonora bofetada que haya escuchado y que me convirtió en ardiente pacifista por el resto de mi vida.

Su carácter heroico lo llevó a la profesión más común en Cuba: maestro. También, a convertirse en sostén de sus padres, con la manía indómita de la hospitalidad infinita hacia esos parientes voraces que prolongan sus estancias en la capital durante semanas, meses y hasta años. A soportar sin respuestas ofensivas los desplantes y las críticas veladas o directas que le han hecho por sus amores, por sus creencias o por sus fracasados emprendimientos. La pobreza, apenas mitigada por segundos trabajos, esporádicos envíos desde el extranjero y la "lucha" tradicional del cubano.

¿Cuántos hemos sucumbido a la tentación de escapar de esos demonios? ¿Y si es demasiado tarde?

Puede llegar una mañana en que notemos que susurran a nuestro paso. Que se hacen señas. El aire distorsiona la luz, los edificios se guiñan con las ventanas. Y los hombres llevan bultos en las medias, la cintura, las axilas. Las casas no se caen porque sean viejas, modificadas, humedecidas, salitradas. Lo hacen para ponernos la vida más difícil: sus paredes tienen bolsillos, sus techos nos vigilan y todo se rompe cuando más problemas puede causar.

Y los vecinos. Tras sus amables saludos, sus ofertas de apoyo, esconden la intención de quitarnos la vida. La quieren porque les pagan mucho por ella, porque la exige un pavoroso enemigo espiritual.

Y así llegamos a disfrutar el sosiego de ver todo de blanco, la seguridad de sentirse bien atado a la cama, el descanso del sopor inducido. Que desaparezca el acucio, el llamado a la lucha, la sensación de fracaso. Que llegue la picana a borrar la angustia. Que venga la paz.

Esperar con ella hasta que fructifique la conspiración y el enemigo se apodere de nuestro soplo vital.

lunes, noviembre 12, 2007

Mi cuarto de siglo gris.

"Es inexacto" me han dicho, como diciendo: "es mentira", que haya estado un cuarto de siglo sin oprimir una tecla "con propósitos literarios". Es obvio que en esos años oprimí muchas teclas. Estudié matemáticas y soy aficionado a la computación. En esos años, la computadora dejó de ser un equipo enorme, escondido en el sótano de la Facultad al que no podía faltarle el aire acondicionado y al que había que llevarle rollos de cinta agujereada cuando te tocaba tu turno, para convertirse en ese regidor casero que habita cuartos y comedores y al que todos comprenden. Sí, tuve que tocarle sus teclas, y muchas. Para instalar, configurar, ejecutar y programar, como tantos.

También escribí algo en la máquina. Solicitudes, reclamaciones, protestas. Exámenes, colecciones de problemas, informes de resultados, orientaciones metodológicas, desarrollo de unidades didácticas para libros de texto. En ese tiempo también le escribí mensajes y cartas a mis familiares idos, a mis hijos o mi esposa en la escuela al campo. ¿Me cogieron la mentira?

Mi mensaje no significaba que quedé analfabeto. No es una exageración. Es una forma de decir. Como quien dice: "No puedo respirar" estando vivo.

Tampoco fueron años de infelicidad. Al contrario, hay que reconocerlo, nunca he carecido de la paz de recibir afecto.

En ese cuarto de siglo me casé con la mujer de mi vida, vi crecer a mis tres hijos, terminar sus carreras universitarias, casarse, prosperar. Trabajé como estibador, auxiliar de contabilidad, fotógrafo, especialista de precios de transporte, profesor de matemáticas y otras cinco asignaturas. Gané el Concurso nacional para profesores de matemáticas, trabajé con algunos de los alumnos más inteligentes del país (también los más desconfiados, tercos, engreídos y egoístas). Estuve como profesor en dos competencias internacionales y falté a una tercera a la que las autoridades migratorias me impidieron asistir.

En ese tiempo mi madre y hermana emigraron, y años más tarde, también mi hija mayor. Monté bicicleta, bajé veinte libras, crié pollitos.

Hice colas durante meses para ir al campismo, y fui, forcejeé por montarme en ómnibus para visitar a mis hijos en la escuela al campo. Vi romperse los muebles de la sala, los muelles de mi colchón, el motor del agua del edificio, los cristales de las ventanas, las tuberías de desagüe, el "pescuezo" del ventilador, el cabo de la cafetera.

Vendí en la casa del oro y compré pacotilla, recibí ayuda de mis familiares del Norte, incluyendo de una hermana recién descubierta; trabajé y busqué más trabajo para ganar lo necesario para que no se me cayera la casa, para cambiar el tanque de agua, para poner algo en el refrigerador.

Pero no traté de escribir. Pudiera decir que estaba muy ocupado con todo lo anterior y muchas cosas que he olvidado (los festivales de cine, las colas con tickets para comer hamburguesa, los zapatos hechos a mano de antes de la operación "cocodrilo", los viajes a la playa en las guaguas del trabajo…) Entonces sí que estaría mintiendo. También podría justificarme con el miedo. ¡Me costó tan caro haber escrito en mi juventud…! Es una barrera, pero no es toda la verdad. Vagancia, deseos de vivir, falta de necesidad de expresarme, ambiente inadecuado. Pretextos, de mayor o menor calidad.

Nunca en mis narraciones intento llegar a los motivos más profundos. No soy Dios y no me gusta ese estilo. Trato de contar solamente lo que pasa, no por qué. Ni siquiera puedo dar una causa definitiva para mi propia falta de decisión.

Hay una aritmética, no obstante, que podemos hacer. Antes de mi encuentro con "Noel", yo escribía con abundancia propia de un Lope de Vega y dejé de hacerlo después, absolutamente. Quizás lo que ocurrió en esos meses de angustia tuviera alguna relación. Puede que no: dos eventos consecutivos en tiempo y lugar, no necesariamente están vinculados por causa-efecto.

Quizás.

El demonillo a mi oído.

Tengo un demonillo crítico que es pesado a veces. Es, por ejemplo, quien en el preciso momento en que la muchacha más hermosa del planeta se ha desnudado ante mí, me susurra al oído que se trata de una mujer casi cincuentona y que, además, hace tres décadas que es mi esposa. Claro, lo ahuyento y no me amilano. Es un demonio pequeño y algo timorato.

Es inevitable, no obstante, que mi demonio intervenga cada vez que me dispongo a admirar a alguien. Por si fuera poco, se cree humorista y me hace lucir sarcástico. Porque la comisura del rincón derecho del labio se me levanta inexorablemente y suelo dejar que se me escapen por ella algunas palabras que, de ser escuchadas, arruinarían el donaire de mi interlocutor. Tampoco me deja disfrutar como se debe de una pierna de puerco, un día en la playa, una canción popular o una telenovela. A todo le saca punta.

Por su culpa, soy inseguro. Porque soy el blanco predilecto de sus burlas. Imagino que los demás tendrán su propio demonillo y que debe susurrarles cosas peores de las que el mío me dice. Quizás el mío les sople lo que en privado me fustiga.

Pues bien: mi demonillo me ha resultado apóstata y un poco rebelde. Lo primero lo sufro cuando estoy revisando lo que escribo. Muchas veces no sale. Falla en el momento crucial, cuando más lo necesito. Me obliga a trabajar por mi cuenta y eso es difícil cuando se trata de criticar algo que te ha costado tanto tiempo y sacrificio. Mucho mejor sería si me hablara con sorna: "Qué forzada está esa frase. ¿Estabas estreñido cuando la hiciste?" o "Ese paquete ve a contárselo a tu nieto." Me ayudaría que me tildara de solipsismista o de placebo de mi mismo y que de vez en cuando me amagara la fiesta cuando más satisfecho me sienta con mis hallazgos. Hay que trabajar, hay que limpiar, pulir y condimentar. Llamo a mi demonillo, y entonces precisamente, manifiesta su rebeldía. "No quiero. Además, usted no le presta atención a lo que yo digo." Le doy un poco de coba, pero aún así, me deja solo después de hacerme ver algunas tonterías insignificantes.

Por eso me cuesta tanto revisar. Tengo que hacerlo muchas veces. Pido a mis amigos que me critiquen. Y ellos lo hacen. Los mejores son los más despiadados, los que me hacen tales críticas que me dan ganas de borrar mi trabajo. "Son unos envidiosos", me dice mi demonillo con celos profesionales. Pero no me ayuda. Debería mandarlo a cortar caña.

sábado, noviembre 10, 2007

Dos cuentos inéditos

Prometo que más adelante intentaré satisfacer los deseos del Espíritu de Vicentina Antuñas. Es una tarea ardua y que debo realizar, pues es coincidente con mensajes privados que me envió otro amigo que me acusa del pecado de "solipsismo informativo" al narrar fragmentos distantes y escasos de hechos que pudieron ser más explicados.

Mientras, quiero seguir con mi plan original que es hablar de mi trabajo inédito y de los dos libros que he publicado. Incluyo aquí dos relatos que escribí cuando estaba haciendo mi última novela.

Matrimonios repetidos.

Josué, inclinado sobre la mesa, miraba impaciente al hombre grueso cuyos espejuelos le brillaban por encima de la frente. "¿No entiende? ¿Y qué no entiende?" "Todo ese lío de la definición." Josué respira, es obvio que hace esfuerzos para hablar despacio. "Mire. Aquí tengo la tabla Población, cada registro es una persona única, identificada por su número de carné. Los campos son… " "Correcto. No me repitas los detalles." "Bueno. La tabla Matrimonios. Un matrimonio es un par formado por dos registros de la tabla Población, cuyo sexo no sea igual…" "Deja la política, por favor." "¿Política?" "Si, eso de si se permite o no el matrimonio homosexual es una cuestión política." "Bien. Elimino la restricción. Ahora, la fecha. ¿Forma parte del matrimonio?" "¿Qué tiene que ver?" "Si un matrimonio se identifica como un par de elementos de la tabla Población y una fecha, entonces ese mismo par puede tener más de un matrimonio con fechas diferentes." "Puede ocurrir. A veces, las parejas se divorcian y se vuelven a casar al cabo de un tiempo." "¿Cuántas veces pueden hacerlo?" "No sé. El divorcio es caro, nadie lo hace a la ligera." "Mire. Esta pareja se ha casado en nueve ocasiones, siempre en el mes de junio." "¿No es un error? A lo mejor no son los mismos." "Ya está verificado, por el número del carné de identidad. Esta pareja se casa todos los años en el mismo mes." "¿Y, para qué?" "Y se van de luna de miel. Siempre a los mejores hoteles." "Entiendo. Seguro que no se divorcian." "Exacto." "Se casan para conseguir el ticket del hotel, la cerveza y el refresco." "¿Es ilegal?" "No sé. ¿Puede hablarse de bigamia? No. No tiene sentido. Es la misma pareja. Si es un delito, es de otra índole. Digamos, fraude,… Me dijiste que iban siempre a los mejores hoteles. Entonces, deben estar de acuerdo con la persona encargada de repartir los turnos… ¿Hay otras parejas que se recasan?" "¿Qué qué?" "Eso. Involucradas en actos de esa clase." "Ahora le traigo la lista."

El joven sale de la oficina. Unos minutos más tarde, regresa con unas hojas de papel impresas. "Se han volcado al sistema los matrimonios realizados desde el noventa y cinco. Solamente en esta oficina hay más de ciento ochenta rematrimonios." "¿Y qué quieres decir con eso de 'esta oficina'?" "Pueden haberse casado en municipios diferentes y nunca lo sabríamos." "No. Sí lo vamos a saber. Este sistema tenemos que extenderlo a todo el país. Y hay que depurar responsabilidades. Déjame ver la lista."

El hombre grueso toma el teléfono. "Cachita, ¿tú sabes cuánto vale un turno para un hotel de primera?" "¿En la calle? ¿Cuántos días?" "Tres días." "Según el hotel. Puede estar entre veinte y cincuenta chavitos."

"¡Josué!, ¿Puedes hacer un informe por escrito de lo que encontraste?" El joven se vuelve, pero de inmediato lo llaman nuevamente. "¡Espera! Necesito que me borres algunos nombres."

Toma un resaltador, revisa el legajo minuciosamente y tacha algunas líneas mientras Josué espera. "Mejor ven dentro de un rato." La tarea es más difícil de lo que pensaba al principio. Toma el teléfono y realiza algunas llamadas. Vuelve a trabajar en la lista. Y, finalmente, llama a Josué. "Prepara un informe de rebodas, pero elimina a los que están tachados. Para que haya medidas funcionales es necesario actuar con determinación, pero con inteligencia." "Hay un problema." "¿Sí? ¿Cuál?" "Yo le pregunté, porque estoy haciendo un sistema. Según sea la definición de boda, la gente puede volver a casarse o no. Si lo que estamos haciendo es lo correcto y el sistema se queda así, ya esa gente no va a poder casarse de nuevo. Tendrían que divorciarse." El jefe se toma una pausa y decide: "¡Que no se casen más! ¡Nosotros no tenemos que apañar a los que quieren conseguir hoteles baratos! ¡Que los busquen en otra parte, con los sindicatos, el ejército o la Juventud!"

Josué se encoge y da media vuelta, para seguir trabajando, pero vuelve sobre sus pasos. "Hay otro problema." "¿Cuál?" "Aunque yo elimine los nombres del informe, las bodas estarán ahí. Cuando alguien ejecute el informe nuevamente, volverán a saltar esos nombres." "¿Y como…?" "Yo puedo borrar las bodas duplicadas de la lista de esta notaría. Pero no va a cuadrar con las reservaciones." "No, eso no me sirve. Yo tengo que responder a reservación por boda." "¿Y cambiar los nombres?" "Serán los números de Carné de Identidad." "Bueno." "¿Y eso no lo puede buscar alguien después?" "Sí. Siempre se va a poder." "Entonces, los que tendríamos problemas seríamos nosotros por haber alterado los datos."

"También está el asunto de las otras notarías." "¿Qué pasa con las otras notarías?" "Cuando implanten el sistema van a salir las rebodas de ellas." "¿Y?" "Habrá rebodas en todas las notarías. Y habrá rebodas internotariales." "¿Qué es eso?" "Personas que se recasan en distintas notarías. Y de todas formas van a salir los de tu lista."

"Bueno, deja todo como está. Yo voy a hacer algunas consultas y mañana volvemos a hablar." Josué regresa a su oficina, mientras el jefe baja a la calle. Se monta en su auto y se aleja.

A la mañana siguiente, el joven es llamado a la oficina de su jefe. "Mira. Aquí tienes." "¿Y eso qué es?" "Una carta de presentación. Debes personarte en el Archivo Provincial del Ministerio de Justicia, para crearles…" "¿Y mi sistema?" "El Poder Popular ha decidido que no tenemos recursos para emprender la informatización de las bodas. Los gastos de la investigación han superado el presupuesto del año. Así que, cuando podamos, volveremos a trabajar en eso. No te preocupes, hicimos una evaluación de tu desempeño y lo hemos valorado de excepcionalmente positivo, pero ahora no podemos enfrentar la magnitud de la tarea. Por otra parte, el Ministerio de Justicia necesita imperativamente de un sistema computarizado de control de los documentos expedidos. Certificaciones, sentencias, actas, alegatos… todo perfectamente clasificado y controlado." "¿Y ellos quieren eso?" "¡Claro! ¿Por qué ese tono?"

"Es que… cada vez que intento implantar un sistema en alguna parte, surge algo como esto y me cambian de trabajo. Ya estuve en la OFICODA, en la empresa de Talleres Automotores, en Acopio, en la Empresa Provincial de Alojamientos y Gastronomía, y ahora aquí. No entiendo. ¿No quieren…?"

Toma la carta, se la coloca en un bolsillo y regresa a su oficina, a recoger sus cosas.

-Tío.

Palabra sospechosa, no viniendo de ninguna de mis sobrinas. Si me dijera "puro", igual me estaría tratando de acuerdo a nuestras edades, pero no interpondría la suposición de hispanidad entre nosotros. Es demasiado viva para creer que soy extranjero, ya que mi auto y mi acento bastan para desmentirlo. Pudiera pretender halagarme con ese trato, pero no debería: no presumo de parecer ajeno, no me gustan las lisonjas y no la volveré a ver una vez que los deje en la segunda rotonda de la quinta avenida, que es el sitio hasta donde me preguntó si llegaba cuando me detuve en el semáforo de la calle diez.

Se trata de mi diaria acción de Buen Samaritano: recoger a quien lo necesite, siempre que pueda y no sea peligroso. Estas condiciones son especialmente cumplidas por esta mujer famélica que carga un niño con un gorro blanco y suplica que la adelanten, está en la calle desde las seis de la mañana y no ha desayunado aún. Les digo que monten por la puerta trasera de la izquierda, y corro mi portafolio hacia la derecha.

-Eres un hombre bueno, que Dios te bendiga। Aché para ti।

No quiero ser indiscreto, he oído la palabra, pero no estoy seguro de su significado. La dejo seguir.

-Tienes un aura que te acompaña। No todo el mundo lleva a una mujer con un niño. Veo a un hombre de espíritu, pero fuerte.

Sigo callado. ¿A qué entrar en aclaraciones? No me molesta, a pesar de que habla demasiado. Sus problemas son los de muchos. El niño, las medicinas, el dinero, el hambre, la condición del trasporte público. Habla de lo difícil de su vida, dando a sus palabras un curioso ritmo musical. Siento una mano en el hombro y me vuelvo. Es el niño, parado entre los dos asientos. Lo saludo, la mamá lo regaña, pero le digo que no, que no me molesta.

- ¿Hasta dónde van?

-A dos veintidós।

-No es tan lejos. Los voy a acercar, pero deben indicarme.

Vuelven los elogios y las expresiones de agradecimiento. Me concentro en la vía. Hoy salí un poco antes de mi casa porque quería estar fresco a las nueve, hora en que tengo una reunión importante en mi trabajo. El tiempo que pierda, afectará solamente al margen. No es posible demorar media hora en esta corta avenida rápida.

Otra vez la mano en mi hombro. Pero no es la mano del niño. La miro, sin rechazo. Su calidez traspasa el algodón de mi camisa, me cosquillea diestramente. Es agradable, a pesar de sus uñas cortas y sin barniz. Sigo escuchando la voz: tiene acentos folklóricos. Como la vía está despejada, vuelvo la cabeza. El niño yace relegado a un rincón mientras la madre está ahora en el medio del asiento trasero, un poco inclinada hacia adelante y con las piernas abiertas. Miro su lencería de encaje verde limón y levanto la vista para descubrir que me ha observado husmear.

Avergonzado, fijo la mirada en el camino. अहोरा, sus dedos se animan y recorren mi clavícula, se detienen en el cuello y me tironean la oreja. Ya no comprendo lo que dice, extraviada su voz en una eufonía nebulosa. A la mano, sí la entiendo. Es un bálsamo exquisito el que fluye por sus dedos. Aseguro el timón con la izquierda y dejo caer mi brazo derecho en busca de su pierna. Por ella subo, recorro los cañones de una pantorrilla mal afeitada, sigo por las zona más lisa, donde nunca rasuró una cuchilla y me aventuro más al centro, hasta tocar el encaje. De sólo hacerlo, me devuelve un choque eléctrico a través de las yemas que se deslizan hacia mis labios.

Estoy llegando a la primera rotonda y tengo que retirar la mano, es una zona con tráfico, curvas y policías. Pero su mano está conmigo. Son caricias nuevas, inesperadas, que me recorren el cráneo. Pasado el tramo difícil, siento que me agarra la nuca con presión mientras su voz se entrecorta. Un rumor recorre mis gónadas. Toco sus nudillos y vuelvo a dejar caer mi brazo hacia su entrepierna. Tiene la otra mano allí y me guía hacia sus cálidos humedales, donde ha apartado el encaje, que ya no obstaculiza el camino de mis dedos hacia sus gemidos.

Yo no puedo manejar así. Tampoco puedo olvidarme del niño, ni de mi reunión. Mi sistema endocrino me atormenta cuando interrumpo el palpado y vuelvo a mis funciones de chofer para darme cuenta de que he perdido la ruta.

-Tenía que haber doblado allá atrás। Pero puede girar en "U" un poco más adelante.

Tengo la mano derecha impregnada de su olor, sorprendentemente dulce, frutal. Imagino lo que está haciendo con su izquierda mientras conduzco y su derecha me revuelve el pelo, me manosea el pecho o pellizca mi costado. Un murmullo de tambores brota de sus palabras. Y su voz, ahora ronca, me transmite su excitación hasta el punto de que estoy molesto con la fuerza de mi sexo encerrado, incómodo en mi asiento, frustrado en mi deseo de detener la marcha, bajarme del auto e ir con ella a cualquier sitio donde podamos llevar las cosas hasta su consumación total.

No hago nada de eso. Dócilmente, le digo que estamos llegando y doblo por donde me señala y me detengo cuando me avisa que el pintado de verde es su edificio. Le digo que se bajen por la puerta derecha. El niño se baja primero, de la mano de su mamá, que no lo suelta y se corre un poco y se sienta sobre mi portafolio. Con su movimiento me pide que coloque la mano debajo de ella, entre su sexo efervescente y el portafolio embarrado. La consiento con entusiasmo y se retuerce sobre mi palma apasionadamente, gimiendo sin control, ignorando a los espectadores, sus vecinos, al niño que pugna por zafarse, a los autos que se desvían para pasar al lado del mío.

Acaba, finalmente. Sale y me habla por la ventanilla. "Aché para ti. Que Dios te conserve." Y desaparece. Quedo solo en el auto abierto, no cerró la puerta. Los transeúntes pueden extrañarse de ver a un individuo sentado al timón de un carro inmóvil con el motor en marcha, el peinado y las ropas en desorden. Pero yo estoy en éxtasis. Un fluido viscoso con penetrante aroma de frutas paradisiacas se extiende por todas partes y me invita a olvidarme de mi reunión, de mi casa y mi trabajo y salir en busca de esa selva ignota, vislumbrada en un instante de angustia, donde no podría dejar de sumergirme una y otra vez, hasta mi completa aniquilación.

lunes, noviembre 05, 2007

Absurdos dentro del planeta silencioso.

Sí, yo vivo dentro del Planeta Silencioso. Los que vivían en el planeta del Edil Oscuro -en la novela de C. S. Lewis- no sabían de la vida racional en los otros planetas, ni que en éstos la espiritualidad se manifestaba sin restricciones. Tampoco sabían que el suyo era el Planeta Silencioso. Este no es mi caso. Yo sé que vivo donde una historia como la mía es posible.
Hace treinta años, no lo sabía aún. Una mañana de enero de 1978, caminaba el corto tramo que separa la Escuela de Matemáticas del Rectorado, creyendo que me dirigía hacia el local de la FEU, situado junto a la Escalinata. “Es aquí”, me dijo Maritza, la presidenta, señalando hacia una escalera por donde nunca había transitado y que me condujo a la oficina del que era en aquel momento Primer Secretario del Partido en la Universidad. Todavía no sospechaba lo que estaba ocurriendo, cuando me presentaron a dos personas: el agente “Noel” y otro individuo cuyo nombre no alcancé a escuchar, aunque no creo que me hubiera sido de gran utilidad conocer su alias. Eran los encargados de poner fin a mi corta carrera de escritor, los que recopilaron cuidadosamente todas las copias de los cuentos y la novela que había leído en el Taller Literario durante algo más de un año, para desaparecerlas en algún archivo bien ordenado. El Primer Secretario y otras personalidades, entre ellas el Rector de la Universidad, se ocuparon del resto: mis expulsiones sucesivas de la FEU, la UJC y la Universidad, así como de enviar un aviso al Comité Militar para que convirtiera mi poco bravía persona en un aguerrido combatiente de la patria. Terminaban así, un año de trabajo a imaginación suelta, mis investigaciones matemáticas, mi confianza en la utilidad de la literatura como factor de transformación de la sociedad y mi juventud misma.
Un cuarto de siglo demoré en volver a oprimir una tecla con propósitos literarios. Algún arqueólogo casual me desenterró (quizás fuera un compañero de trabajo que me habló de la forma en que devoraba kilómetros mirando la rueda delantera de su bicicleta deslizarse por las piedrecillas de la carretera) y volví al mundo de las letras. Escribí una novela (Delito Mayor), celebrada por muchos de los que la leen, encontré a un editor (extranjero, claro está, español por más señas), que tomó rápidamente la decisión de publicarla y hallé también a algunos de mis antiguos amigos, encantados de encontrarme en el mismo lugar y casi tan ingenuo como antes, capaz aún de pararme delante de una aplanadora confiando en que atenderá razones y que su tendencia a aplastar es pura leyenda o cosa del pasado.
Y cuando me preguntan qué hice todos esos años, respondo parcamente: “Vivir.” Le arranco el prefijo “Sobre” porque es triste reconocerlo y porque en el Taller me enseñaron a ser conciso, y si puedo decirlo con cinco letras, ¿Para qué emplear diez?

Delito mayor, 1ª edición



Ternera macho.
Exactamente un año después de publicado mi primer libro, salió el segundo. “Ternera macho y otros absurdos” fue su nombre, creado para sustituir el de “Cuentos poco edificantes”, con el que yo pretendía nombrarlo. Además de los que originalmente preparé para este título, tiene varios relatos que escribí con la idea de ponerlos en otro libro y otros que compuse sin ningún propósito especial. Además, incluí “¡Ah, qué felicidad!”, un cuento de aquellos que enfurecieron al viejo “Noel” y que conservé, de milagro, en la memoria (en mi cabeza, que no había de otro tipo en esa época).
Aunque he escrito varias novelas, todo el tiempo estoy escribiendo cuentos. Las razones para hacer esto son variadas, pero hay una sencilla: los cuentos son más cortos, uno va al asunto sin muchos rodeos y después la depuración resulta más fácil y el resultado brilla con sólo unos días de trabajo. La novela, no. Uno corrige, agrega, quita y cuando acaba parece que no ha hecho nada. “Delito mayor” la reescribí más de diez veces y conté con la ayuda de mi familia y de algunos amigos, como el inestimable Amauri Gutiérrez, quien contribuyó mucho a que conservara el tono.
Hay algunos cuentos en “Ternera Macho…” que me entusiasmaron desde el principio. Fue como si yo no los hubiera inventado, como si estuvieran allí, en un rincón de mi cabeza, esperando a que los encontrara. Es lo que sucedió, treinta años atrás, con “¡Ah, qué felicidad!”, y es lo que sucede ahora con “Un saco de pienso”, “El compañero JOB” o “Al asecho de la nínfula.” Otros, fueron versiones de historias personales que me contaron y transformé de tal manera, que sus propios autores no las han reconocido: tal es el caso de “Dieciséis Tetas”, “El día de Margarita” y “Rikimbini”. No deja de haber cuentos fabricados laboriosamente y he procurado que queden tan frescos como aquellos que escribí de un teclazo: así son, “Los del edificio”, “Noviando en La Habana” o “Traición”, relato éste tan escurridizo que estuve cerca de dejarlo dentro en varias ocasiones.

Anita y las Cinco Gordas.
Ahora tengo varios cuentos sin ubicación prevista. Ocurre que siempre me quedan cuando termino una novela. Los voy guardando en carpetas aparte, a veces los pierdo y los vuelvo a hacer. Ya sé que la memoria es la mejor garantía que se tiene de que no va a perder el trabajo: usted borre lo que escribió, formatee el disco duro, pero recuerde su trabajo, renueve sus vivencias con sus personajes y verá que todo vuelve a estar escrito y con expresiones similares a las que utilizó anteriormente.
Mi tercera novela, recién concluida, está en fase de revisión. Me tomo muy en serio ese trabajo, porque no soy un Mozart para escribir de corrido sin errores y porque hay mucho que hacer para que mis lectores no se aburran traduciendo ni adivinando; para que no crean que les tomo el pelo, ni encuentren afectada, torpe, ridícula ni abrumadora mi prosa. La novela se llama, hasta este momento, “Anita y las Cinco Gordas”. No sé si se seguirá titulando así después de presentarla a la editorial o, mejor dicho, a alguna editorial. No estoy tan seguro de que continúen publicando mis obras en Renacimiento.
Tengo también otra novela, mucho más larga y ambiciosa que las anteriores. Es un trabajo en el que he ido depositando semillas durante cuatro años y pienso a dedicarme a él cuando termine la limpieza de mis gordas. Para no parecer un poco vago por pura escasez de tiempo, debo decir a mi favor, que no he dejado de ganarme la vida en el mundo real ni de hacer las compras en el agro, ese sitio donde las fieras son más audaces; ni de cocinar, maldiciendo al fabricante de estos fósforos microcefálicos y humidificados, mientras el gas se esconde en los agujeros del quemador de la cocina sin prender una mínima llama que me ayude, cocción mediante, a calmar los reclamos de mi familia.
Muchos proyectos literarios he comenzado, a algunos los he pospuesto. Espero no abandonarlos, anoto tareas para cuando pueda. ¡Ojalá que un nuevo “Noel” no se ocupe de mí y me deje silencioso durante otro cuarto de siglo!