viernes, abril 04, 2008

Superimpuestos superpuestos.

Una empresa cubana que tenga dividendos, debe pagar impuestos por un valor de hasta un treinta y cinco por ciento de sus ganancias; aunque (si se trata de una empresa del estado) debe aportar a la caja central lo que se determine que no puede retener según políticas que se establezcan. Adicionalmente, la empresa destinará el veinticinco por ciento del valor del salario para pagar impuestos por el uso del personal, más el catorce por ciento del mismo para el fondo de asistencia social. Los trabajadores del turismo deben pagar pate de su propina. Los trabajadores por cuenta propia deben pagar al fisco entre el diez y el cincuenta por ciento de sus ingresos (no ganancias). Asimismo lo deben hacer los trabajadores de las representaciones extranjeras, sedes diplomáticas, y otras que reciben gratificaciones en divisas, a pesar de que, como trabajadores de las agencias empleadoras, sus patrones deben pagar elevados salarios a las mismas de los que ellos reciben una parte mínima.

En las tiendas en divisas, los productos se venden con un impuesto que oscila entre el doscientos cuarenta y el doscientos ochenta por ciento por encima de su valor.

No son estas las únicas fuentes de ingresos a las arcas del estado. Otros se obtienen de multas y decomisos, gestiones administrativas, documentación migratoria, contratos de colaboración internacional y algunos que no alcanzo a imaginar.

Mientras más funciones tiene un estado, mientras más personal en su plantilla, más necesidad de dinero tendrá. El clásico problema de la tribu llena de caciques y con muy pocos indios, que por mucho que se esfuercen, no salen de la miseria. Lo trágico es que los caciques pierden su capacidad productiva y pretenden no hundir más la coa en el áspero suelo.

La administración puede ser todo lo buena y todo lo honesta que se quiera, pero si tiene que pagar por toda la educación, toda la salud, toda la seguridad social, todas las empresas ineficientes, todas las obras públicas, todo el mantenimiento del orden interior, todo el desarrollo deportivo, todas las estructuras políticas y gubernamentales y todos los errores que se hayan cometido y se cometan en el futuro; si hay que pagar por todo eso, no es extraño que los impuestos sean el programa espacial cubano. No sorprende que las familias en el extranjero tengan que cargar con una parte del sostenimiento de sus parientes que se quedaron ni que ahora se vean en la obligación de hacer un esfuercito extra para comprarles un microwave o un DVD.

Tampoco que haya un abismo entre los ingresos medios de los ciudadanos y los precios de los productos que se venden en divisas y en los nuevos servicios que se ha autorizado a ofrecer a los cubanos. Es imprescindible que el estado se aligere, que deje de subsidiar a las empresas "plomadas", de mantener a tantas estructuras improductivas, de monopolizar servicios que sólo pueden ofrecer a elevados precios. De asumir lo que no le toca. Sobre todo, que deje de meter tantas manos en nuestros bolsillos.

miércoles, abril 02, 2008

Mark Twain explica los precios altos

Antes de comenzar con mi tema, voy a acudir al expediente de citar a una de mis "autoridades" preferidas. He copiado un fragmento de "Un yanqui en la corte del Rey Arturo", exitosa novela de Mark Twain, quizás no tan celebrada como "Las aventuras de Tom Sawyer" o "El príncipe y el mendigo", pero sí entretenida, interesante y llena de disquisiciones sobre ideas fundamentales de la sociedad y la economía.

Aquí la emprende con el tema de cuál es el verdadero salario y la incapacidad del hombre para cambiar su modo de analizar nociones que les han sido inculcadas desde su niñez.


 

(El Rey Arturo y el Patrón viajan de incógnito, acaban de cenar y conversan de sobremesa con sus invitados)…

El rey dio buena cuenta de sus raciones y luego, como la conversación no abordaba conquistas o temibles duelos, fue adormeciéndose hasta que por fin se retiró a echar una cabezada. La señora Marco despejó la mesa, situó el barril de cerveza de tal forma que lo tuviéramos a mano y se fue a cenar las sobras en humilde intimidad; el resto de nosotros pronto estuvimos enfrascados en aquellos asuntos que más atañen a la gente de nuestra condición: negocios y salarios, por supuesto. A primera vista, aquel pequeño reino tributario, cuyo soberano era el rey Bagdemagus, parecía increíblemente próspero en comparación con mi propia región. Aquí el «proteccionismo» estaba totalmente arraigado, mientras que nosotros avanzábamos poco a poco hacia el mercado libre, y ya nos encontrábamos a mitad de camino. Al poco rato, Dowley y yo llevábamos la conversación, mientras los demás escuchaban con avidez. Dowley se fue entusiasmando a medida que hablábamos, creyó percibir que se encontraba en una situación ventajosa, y empezó a hacerme preguntas que pensó me parecerían extrañas y que, en efecto, lo eran.

-Hermano, ¿cuál es en vuestro país el salario de un administrador de tierras, de un carretero, un pastor o un porquero?

-Veinticinco milreis al día, o lo que es lo mismo, un cuarto de centavo.

La cara del herrero se iluminó de alegría. Dijo:

-¡Aquí cobra el doble! ¿Y cuál es el sueldo de un mecánico, de un carpintero, de un pintor de brocha gorda, de un albañil, de un herrero, de un constructor de ruedas o cualquier otro oficio similar?

-Unos cincuenta milreis por término medio, la mitad de un centavo al día.

-¡Ja, ja! Aquí cobran cien. Entre nosotros un buen mecánico cobra un centavo al día. A excepción del sastre, los demás cobran un centavo al día y en las épocas de prosperidad incluso más. Hasta ciento diez y ciento quince milreis diarios. Yo mismo he llegado a pagar los ciento quince diarios. ¡Hurra por el proteccionismo y al diablo el libre mercado!

Y su rostro brilló en medio de la compañía como un rayo de sol entre las nubes. Pero no por ello me amedrenté. Preparé mi contundente martillo, por así decir, y me concedí un plazo de quince minutos para hundirlo en la tierra, hundirlo por completo, hasta que no sobresaliese ni la curva de su cráneo. Comencé por preguntarle:

-¿Cuánto pagáis por una libra de sal?

-Cien milreis.

-Nosotros pagamos cuarenta. ¿Cuánto os cuesta la ternera y el cordero, si es que lo compráis?

Fue un golpe certero que hizo que se ruborizase ligeramente.

-Suele variar, pero no mucho: se puede decir que unos setenta y cinco milreis la libra.

A nosotros nos cuesta treinta y tres. ¿Cuánto pagáis por una docena de huevos?

-Cincuenta milreis.

-En mi tierra están a veinte. ¿A cómo está la cerveza?

-A ocho milreis y medio el medio litro.

-Nosotros pagamos cuatro. Veinticinco botellas por un centavo. ¿A cómo está el grano?

-A unos novecientos milreis la fanega.

-Nosotros la pagamos a cuatrocientos. ¿Cuánto os cuesta un traje de estopa para hombre?

-Trece centavos.

-A nosotros nos cuesta seis. ¿Cuánto cuestan las túnicas de estopa que suelen usar las mujeres de los jornaleros o de los mecánicos?

-Ocho centavos y cuatro décimos de centavo.

-Pues bien, podéis observar la diferencia. Mientras vosotros pagáis ocho centavos y cuatro décimos, nosotros sólo pagamos cuatro centavos.

Me dispuse entonces a dejarlo fuera de combate, y dije:

-Ahí lo tienes, querido amigo, ya ves en qué se han quedado los altos salarios de los que alardeabas hace apenas unos minutos.

Eché una mirada de plácida satisfacción a mi alrededor, pues había ido cercándolo gradualmente hasta tenerlo atado de pies y manos, y sin que se diese cuenta en ningún momento de lo que estaba ocurriendo. Insistí:

-¿Qué ha pasado con esos sueldos tan altos de los que hablabas? Me da la impresión de que los he dejado bastante desinflados.

Pero, aunque no os lo creáis, parecía sorprendido y nada más. No había comprendido la situación en absoluto, no se había dado cuenta de que se le había tendido una trampa y que había caído en ella. En ese momento hubiese sido capaz de dispararle de la irritación que me invadía. Con los ojos nublados y realizando un gran esfuerzo intelectual, declaró:

-A fe que no llego a entenderlo. Se ha demostrado que nuestros sueldos son el doble que los vuestros: ¿cómo podéis decir, entonces, que se han desinflado? Y no creo haber malinterpretado tan portentosa palabra, que por la gracia y la providencia divina he escuchado por vez primera.

Bueno, me encontraba sencillamente apabullado, por una parte debido a su estupidez manifiesta, y por otra, a causa de que era evidente que sus compañeros estaban de acuerdo con él y le daban la razón, en caso de que a eso se le pueda llamar razón. Mi argumentación no podía ser más clara, era imposible simplificarla más; de cualquier manera, lo intenté:

-Pero, vamos a ver, hermano Dowley, ¿no lo comprendes? Vuestros salarios son superiores a los nuestros tan sólo en apariencia, pero no en realidad.

-¡Escuchadle! Son el doble que los vuestros..., lo acabáis de confesar.

-De acuerdo, no lo niego, pero eso no tiene nada que ver. El importe del salario en monedas, sea cual sea el nombre de éstas, que sólo sirve para distinguirlas, no tiene nada que ver con nuestro asunto. La cuestión es cuánto se puede comprar con ese salario, eso es lo que importa. Si bien es cierto que aquí un buen mecánico cobra tres dólares y medio al año mientras que en mi tierra cobra un dólar y setenta y cinco...

-Ahí lo tenéis, ¡lo estáis confesando de nuevo, lo estáis confesando!

-¡Maldición! ¡Te digo que no lo he negado nunca! Lo que pretendo que comprendas es que nosotros podemos comprar más con medio dólar que vosotros con uno. Por tanto, es elemental y casi de sentido común que nuestros salarios son más altos que los vuestros.

Parecía aturdido y dijo con voz angustiada: -Verdaderamente, no acabo de comprenderlo. Decís que nuestros salarios son más altos y al minuto siguiente afirmáis lo contrario.

-Pero, válgame el cielo, ¿no es posible que algo tan sencillo se te meta en la cabeza? Ahora vas a escucharme y a dejar que te lo explique. A nosotros nos cuesta cuatro centavos una túnica de estopa de mujer y a vosotros, ocho centavos y cuatro décimos de centavo, lo cual quiere decir que pagáis el doble y cuatro décimos de centavo más. ¿Cuánto cobra una mujer que trabaja en una granja?

-Dos décimos de centavo al día.

-Muy bien; con nosotros cobra la mitad; tan sólo la décima parte de un centavo al día...

-De nuevo confe...

-Espera, vas a ver qué sencilla es la cuestión y con qué facilidad lo comprendes esta vez. Por ejemplo, si una mujer aquí cobra dos décimos de centavo al día, tendrá que trabajar cuarenta y dos días para poder comprar la túnica, es decir, siete semanas, pero en mi tierra sólo tiene que trabajar cuarenta días siete semanas menos dos días. Cuando la mujer de aquí se compra la túnica se gasta el sueldo entero de las siete semanas, mientras que a la mujer de mi tierra aún le queda el sueldo de dos días para gastarlo en otra cosa. ¿Lo ves? Ahora sí que lo has entendido.

En fin, lo más que se puede decir de él es que parecía du doso, lo mismo que los demás. Esperé un tiempo para dejar que asimilaran. Al cabo de un rato fue Dowley quien se decidió a hablar poniendo de manifiesto que seguía aferrado a sus arraigadas supersticiones:

-Pero... pero no podéis negar que dos décimos de centavo al día es mejor que uno solo.

¡Recórcholis! Por supuesto que detestaría darme por vencido, así que ensayé una nueva vertiente:

-Vamos a poner otro caso. Supongamos que uno de vuestros jornaleros sale a comprarlos siguientes artículos:

» 1 libra de sal

1 docena de huevos

6 litros de cerveza

1 fanega de trigo

1 traje de estopa

5 libras de carne

5 libras de cordero

»Todo junto le costará treinta y dos centavos, por lo que tendrá que trabajar treinta y dos días para ganarlos, o lo que es lo mismo, cinco semanas y dos días. Ahora bien, si trabaja en mi tierra los mismos días cobrando la mitad de ese salario pagará por los mismos artículos un poco menos de catorce centavos y medio, que habrá ganado en poco menos de veintinueve días y aún le sobrará el salario de una semana. De seguir así, cada dos meses le quedaría libre el sueldo de una semana, mientras que a un trabajador de aquí no le sobraría nada. Al cabo del año el hombre de mi tierra dispondría del sueldo de cinco o seis semanas mientras que a vuestro hombre no le quedaría libre ni un centavo. Habréis comprendido ahora que "salarios altos" o "salarios bajos" son frases que carecen de significado hasta que no se demuestra con cuál de ellos se puede adquirir un mayor número de cosas.

Había sido un planteamiento demoledor.

Pero, caray, no demolió nada. Decididamente, tenía que darme por vencido. Lo que a esta gente le importaba eran los «salarios altos». Que con ellos se pudiesen comprar cosas o no, parecía ser irrelevante. Ellos defendían a toda costa el «proteccionismo», lo cual no era de extrañar, ya que los grupos que tenían interés en que las cosas siguieran igual les habían engañado inculcándoles la falsa idea de que era el «proteccionismo» lo que generaba sus elevados salarios. Les demostré cómo en un cuarto de siglo sus sueldos no habían aumentado más de un treinta por ciento mientras que el coste de la vida había subido un ciento por ciento. En nuestra tierra, en un período de tiempo más corto, los sueldos habían subido un cuarenta por ciento, pero el coste de la vida había ido disminuyendo de forma constante. Tampoco esto dio resultado. No había modo de desbancar sus extrañas creencias.


 

Lo dejo aquí, aunque no me faltan deseos de copiar la novela completa. Pero no quiero dejar de hacerle una pregunta a nuestro novelista: Si el jornalero, el sastre, el mecánico y el carpintero ganan setenta centavos al día, pero su factura cuesta cincuenta pesos, es decir, que se necesitan para ganarlos no menos de setenta días. ¿Es "salario alto" o "salario bajo"? ¿O "carece de significado"?

Se supone que lo que alguien paga es lo que otro está cobrando. Si todos cobran "poco" (en el sentido de Mark Twain, es decir en días de trabajo) es porque otras manos, que no forman parte de la cadena productiva, desangran el salario.

Cuando es demasiado grande el aparato improductivo, cuando hay muchas empresas subsidiadas, cuando hay personas en la plantilla cuya función no es aportar a la economía del colectivo, cuando se pueden utilizar los ingresos de las empresas en destinos ajenos a sus intereses, cuando existe un cuadro de corrupción galopante, cuando se impide crear, trabajar y buscar soluciones nuevas, se está propiciando la sorpresa de saber que se necesitan, con los mejores salarios, tres años sin consumir, para comprarse una bicicleta eléctrica, seis meses de sueldo para un sencillo reproductor de DVD o para pagar el movimiento de la mano de un funcionario con el que acuña en nuestro pasaporte el "permiso" para abandonar el suelo patrio.