martes, diciembre 11, 2007

¿Cómo llamarlas?

"Cinco gordas" es políticamente incorrecto, me ha dicho una persona cuya opinión estimo mucho. En general referirse a una mujer por tal característica lo es. Como llamarle bizco, cojo, manco o mongo a alguien. Esto me pone a dudar sobre el título de mi novela en proceso de edición (por el momento, Anita y las Cinco Gordas). Todavía estoy a tiempo de no cometer un desatino en tal aspecto.

La verdad es que no me gustaría cambiarlo. Las gordas son las heroínas de mi historia y creo que son mis personajes tratados con más cariño. Ellas representan a las abuelas de mi propia familia, que son muchas, toda una familia campesina cubana (mi abuela tuvo una multitud de hermanas e hijas que también son abuelas.) Casi todas eran o son gordas, alegres, cuenteras y nobles. Yo mismo estoy en una categoría de obesidad a la que suelen colocarle un diminutivo: "gordito".

El problema, me dicen, no está en que sean gordas, si no en llamarlas como tales. Son mujeres, personas, independientemente de su peso corporal.

Es un problema general. Usted ve a Da Vinci, a Pavarotti o a Jessica Alba y dice: "El pintor", "el cantante" o "la actriz". No se refiere a ellos como "el viejo de la barbita", "el gordo" o "la trigueñita del ombligo hundido". Quizás, ellos se definan de otro modo. Por ejemplo, puede ser que Da Vinci se viera a sí mismo como inventor o cocinero, Luciano, como el impulsor de programas benéficos y Jessica pretenda que le reconozcan algo más que su belleza.

Yo diría que cada persona puede llamarse por todas sus facetas. Usted puede ser súbdito, admirador, paciente, participante, mulato, pegón, borracho, víctima, cliente, fértil en ardides, periodista, feo, vago, funcionario, etc., puede ser varias de esas cosas o de muchas otras. Ninguna lo define. Ningún apelativo enmarca a una persona. Ni siquiera al retrato de una persona en un instante dado. A lo más, puede ser una caricatura.

Si ningún adjetivo define a un ser humano completamente, tampoco es peyorativo en sí. Sólo mediante el uso puede connotar. Sólo en casos muy específicos pueden ofender.

Recuerdo que al comienzo del famoso libro de Carnegie, él llama la atención sobre que el "enemigo público número uno", al ser capturado, no dijera de sí mismo: "esto me pasó por criminal" si no, que se viera como una persona con un corazón sensible, herido por la traición. Es probable que su abogado defensor intentara conmover al jurado mostrándoles esas otras facetas que las noticias habían sepultado, intentando borrar la imagen que ya tenían, de un asesino capaz de matar fríamente al agente de tránsito que le pidió los documentos.

Los apelativos son imprescindibles para la identificación y son más útiles en los títulos cuando se consigue componer una imagen que se quede prendida en la pupila del posible futuro lector.

En fin, voy a buscar otro título. Quizás encuentre alguno mejor que el que tengo. Voy a preparar una lista y mediré parámetros estéticos, políticos y mercantiles. Acepto sugerencias.

domingo, diciembre 09, 2007

Desde el tanque de la azotea.

Hay pocas cosas como subir a la azotea de un edificio alto. En la Habana esa categoría la alcanzan los que tienen más de diez pisos. Diecisiete es todo un rascacielos. La azotea tiene un murito en el borde y las antenas de los pisos superiores. Aquí no han venido los cortadores de cables de antena y pueden verse dos parabólicas, que deben obtener su señal del satélite para beneficio de los vecinos de varios apartamentos, sin que los honestos funcionarios les impidan ver HBO, el Discovery o algo peor.

Hay una escalera que me permite subirme al tanque del edificio. Es raro, pero este edificio tiene un solo tanque. No es que los vecinos se hayan puesto de acuerdo para usar el agua sin acaparamiento, si no que la almacenan dentro, a causa de las pocas facilidades que brinda la estructura del edificio. El tanque es sólido y muy grande. Uno puede acostarse sobre él y mirar al cielo, sentir el rumor del agua corriendo por debajo y la frescura del viento que a esta altura es constante.

Sentarme. Ver la Habana desde arriba. Las calles, llenas de gente, automóviles y guaguas humeantes. El mar, al fondo, listo para darles trabajo a los fotógrafos. Es llamativo que el aire sea tan puro ¿será por causa de los diecisiete pisos? ¿la escasez de vehículos?

Lo mejor de mirar desde aquí son las azoteas de los demás edificios, las puertas y ventanas, los muros de la patria mía. Esta ciudad envejece, no sólo sus habitantes. Los edificios son cada vez más viejos, no los demuelen para construir otros, esperan que se caigan. Cuando se caen, todavía hay personas que quieren vivir en ellos, con un arraigo estremecedor. Cuesta trabajo retirar los escombros, hay personas adheridas a ellos. Los edificios viejos tienen su encanto.

Muchas casas tienen sus cimientos en azoteas. Encima de un edificio de ladrillos, de tres pisos, hay un apartamento hecho de bloques con ventanas de acrílico y aluminio. Un aparato de aire acondicionado metido en su jaula, un balón de gas en otra y una cotorra libre, atestiguan que se trata de personas que pueden construir en vez de esperar a que se destruya. No han "tirado" el techo del segundo cuarto, aunque ya están las paredes con los huecos correspondientes a puertas y ventanas.

Ya no hay tantos palomares en las azoteas. El cielo de la ciudad se ha despoblado. Sólo allá, cerca de la calle Galiano, puedo ver una bandada de palomas azules empedradas de gris volando en círculos, ahuyentadas por un hombre que agita un trapo que les impide posarse. Hay, sí, muchos tanques de agua. Tanques de fibrocemento de todos los tamaños, tanques de latón, de acero, de plástico azul o negro. Casi todos los tanques tienen agua, algunos tienen antenas. En los dos casos se trata de vecinos que no pueden confiar en los demás.

Las tendederas hablan de la gente. Aunque utilicen lavadoras automáticas con secadoras (algunos las utilizan), llevan la ropa a secar al sol. Esperan que se blanquee más, aunque no haya agujero en la capa de ozono, la refinería envíe su negro humo a ser respirado y el viento arrastre alguna sábana. En las casas donde colocan sayas cortas, blusas, tangas, hilos dentales, etc., uno espera ver salir a la joven que los usa, vistiendo una tenue bata de casa con una tina. Va pasando por cada pieza, verificando que ya está seca, abriendo cada presilla para descolgar su ropa. El viento le sacude la cabellera, se ve precisada a sujetar la bata entre las piernas para que no se le levante mientras guarda un ajustador en la tina. Al final, ayudándose con la barbilla para que no se escape su ropa, entra por el hueco oscuro que es la escalera de su casa. Imagino que vive en el último piso y que suya es la ventana por donde veo figuras en movimiento. No logro imaginar más. Es una más entre tantas ventanas que guardan silencio.

Hay azoteas ausentes. Las paredes de los edificios simulan poseerlas, pero vistas desde aquí, se descubre el fraude. La mayoría, no obstante, permanece. Pisos quebrados, muros rotos, hierros oxidados, maderas podridas, papel impermeable levantado, tejas movidas, dan fe de un milagro: que lo habaneros aún consientan en meterse debajo con valor, seguros de que no les va a caer encima, esperando no mojarse, creyendo que alguna vez la repararán.

Desde aquí creo comprenderlo todo. Ver qué se maquina en esos edificios sin vista afuera. Ver el ensayo de los músicos, las bailarinas. Al escritor sufriendo para redactar un informe, al pintor simulando que trabaja mientras sus ojos vagan por el cuerpo de la modelo, al vendedor de libros de uso pegando con cinta escocesa las hojas caídas de una vieja edición.

Me paro encima del tanque, en lo más alto. Una grúa inmensa trabaja en un edificio cercano. Tiendo los brazos hacia ella: puedo tocarla. Saltaré. Abriendo los brazos, hinchando el pecho con aire lleno de escapes sin catalizar, me estiraré hasta que mis manos agarren el gancho de acero que pende de la punta de la máquina. Un balanceo, otro, y saldré disparado hacia las nubes.

Veré la ciudad deslizarse. Las ventanas se abrirán para mí. Las mujeres sacarán la cabeza para saludarme, que me quede con ellas. Veré las cocinas apagadas, los colchones manchados, los baños rotos: seré testigo omnisciente. Nada me será ocultado. El viento, dejará de sostenerme y comienza la caída. Ya voy, el pecho abajo, ya voy hacia la calle. Y sólo deseo no frenar y despertarme en el último instante sudando en mi cama.

Las Princesas Primorosas.

El Rey no tenía Reina y, debido al aislamiento, no podría encontrarse candidata de igual rango con quien desposarlo. Numerosos señores hubieran entregado gustosos a sus hijas de haber sido requeridas, pero el monarca no había mostrado interés por casarse y los nobles se guardaban bien de permitirle aquilatar la belleza de sus retoños ante el peligro de que las arrebatase, para deshonra suya.

Fue una sierva, hija del montero de una de sus fincas favoritas, la primera en presentarse en Palacio cargando una criatura que alegaba indiscutible creación del Señor coronado y que fue admitida por el Rey, con un simple gesto. La Princesa Aylinda agregó una rama al árbol genealógico, vacío hasta el momento, de Su Majestad. Eso no ayudó mucho a su madre, que fue alejada de su hija cuando ésta dejó de alimentarse de los pechos de su madre, siendo entregada a una institutriz versada en las artes oscuras. La niñera consiguió atraer la atención del monarca, al que dio un heredero, el príncipe Benjamín y dos princesas más, sin haber llegado nunca al matrimonio. La princesa Aylinda enviudó y su hijo mayor Etyán se consideraba el segundo en la línea sucesoria.

El Rey se casó con gran pompa con Julia, nieta sobreviviente del Usurpador y ella, a pesar de sus grandes ancas y generosos pechos, nunca le dio un hijo. Durante sus primeros años, el rey engendró dos hijas en el vientre de dos de sus damas de compañía.

Las princesas, a las que el vulgo adulador llamaba Primorosas, eran feas de verdad; y de carácter desapacible. Todas se casaron y perdieron a sus esposos quedándose con una oleada de chiquillos que destrozaban la dignidad del palacio. Los cortesanos hubieron de acostumbrarse a los chillidos y las bromas pesadas de los pequeños, que llegaron a la pubertad con instintos irrefrenables.

Un dignatario, ultrajado por un joven de doce años nombrado Many, hijo de la más pequeña de las princesas, se volvió iracundo contra él. Reaccionó a tiempo, sin llegar a tocar el pomo de su sable. Pero fue visto, y uno de los pajes que estaba en el salón, le ordenó presentarse de inmediato ante la Princesa Maggy. Tembloroso, seguido por el paje y el niño, el hidalgo acudió con la cabeza baja al encuentro de la Señora.

- Disculpe, Señora, mi movimiento impulsivo. No pude contener la irritación que me causó el aguijonazo que su hijo tuvo a bien producir en mi espalda.

- ¿Has osado amenazar al Príncipe?

- No, señora. Fue solo un movimiento involuntario. Nunca más sucederá.

Many, situado detrás del aristócrata y en poder aún del aguijón, repitió el golpe. El hombre, vuelto a sorprender, lanzó una exclamación, pero no se atrevió a volverse. La sangre corría por sus pantalones.

- Su Alteza Real, la exclamación ha sido por causada por mi sorpresa. No es en modo alguno en menoscabo del respeto que me honro en profesarle.

- No has dicho aún lo que esperaba oír. Eres un súbdito irrespetuoso y probablemente poco leal. Hablaré con Su Majestad del asunto.

- ¡Perdóneme, por Dios! ¡Soy un súbdito fiel! ¡Tome mis tierras, mis castillos, mis sirvientes! ¡Todo se lo doy!, pero no dude por un instante de mi fidelidad.

- Me parece un buen arreglo. No obstante, te dejaré las tierras del pantano sur. Pero deberás traerme a tu hijo mayor para enseñarle modales en la corte.

Con el tiempo, los patricios se fueron alejando de Palacio. Las Princesas constituyeron una cámara de gobierno cuya devoción por el monarca no tenía resquicios. A su vez, los nietos se fueron colocando en posiciones estratégicas en el ejército, la seguridad y la economía. Un grupo de jóvenes descendientes de aristócratas permanecían a disposición de la familia real, garantizando con su presencia la aquiescencia de sus padres.

El Príncipe Benjamín falleció muy joven, dejando sin consuelo a sus alegres amigos de farras. Esto decidió a su padre a legitimar la situación de las Princesas Primorosas como herederas colectivas del reino y a fortalecer su autoridad en las labores de gobierno. Por tanto, haciendo uso de su condición de indiscutible y eterno Señor del reino, coronó a sus hijas como Virreinas y a Etyán como Virrey.

Se replegó a un castillo rodeado de espesos bosques, dedicándose exclusivamente a disfrutar de los placeres que su cuerpo le permitía aún. Un paje fiel y bien enterado se ocupaba de mantenerlo al tanto de los sucesos del reino. Esperando que sus hijas no pelearan entre sí, impuso la regla del desayuno real. Inviolablemente debían reunirse cada día a las nueve de la mañana y conversar de los asuntos del país. El Rey conservaba las buenas relaciones entre las Virreinas y las sorprendía con su conocimiento exacto de las intrigas que se preparaban y las estrategias que garantizarían la paz y el buen orden.

(Continuará con…)

La población del reino.