domingo, mayo 18, 2008

Playa de rocas

Sábado. Día de buscar comida, de arreglar roturas, de salirse un poco del trillo que marcamos entre el trabajo y la casa de lunes a viernes. Mi esposa y yo, arribados a la etapa en que ya los muchachos tienen su vida y todavía no nos hacen abuelos, decidimos aprovechar la radiante mañana para sumergirnos un poco en este mare nostrum que adorna los pósters turísticos.

Hay opciones, para variar. Podemos utilizar las costosas piscinas de los hoteles de la vecindad, tomar un par de incómodos y caros almendrones sucesivos para ir, primero a La Habana Vieja y después hasta la playa de Guanabo. O dirigirnos a las populares playas donde impera el "diente de perro" nombre poco compasivo que le damos a los arrecifes afilados, criaderos de erizos que se encuentran a lo largo del litoral de la ciudad.

Desde la Punta del Malecón en que hay "pocetas" cavadas en la roca, hasta los confines de Baracoa, al oeste de la ciudad, hay decenas de sitios elegibles donde lanzarse al mar en estos días de calma chicha y sol "bueno". Elegimos la "Playita de 16", donde hay trillos de cemento y unos bancos que permiten a los bañistas dejar la ropa a la vista mientras están en el agua.

Con zapatos puestos y teniendo cuidado al entrar y salir, es posible disfrutar de un rato en aguas tranquilas y no tan sucias, en compañía de unas ochenta personas que se agrupan cerca de los tres puntos donde antaño hubo trampolines (según parecen atestiguar sendas construcciones de las que quedan gruesas cabillas emergiendo de la roca). Para cien metros de costa, no resulta populosa la playita, nadie choca con uno y se puede conversar sin interferencias. Es un lugar tranquilo.

Puede ser también un día excepcional, no se acerca ningún vendedor de tamales o meriendas (bocadito de mortadela y refresco de cola por veinte pesos), no hay grupos de borrachines alardeando de su "chispa de tren", nombre con que el pueblo bautizó una áspera bebida de origen inconfesable; tampoco hay bellezas en bikinis microscópicos, ungidas en dorador. Sólo grupos familiares, con niños, ancianos (uno muy simpático que nada con sombrero y se va en bicicleta es el único solitario que puedo ver).

Y desde el agua veo los edificios y las casas de la calle primera. Aunque algunas muestran los signos del deterioro, de la falta de mantenimiento y las penetraciones del mar, mayormente resisten bien. Las hay, incluso con signos de prosperidad. Alquileres, paladares, empresas extranjeras o nacionales que manejan divisas, pueden ser justificantes de su buen estado. Pero hay algo más.

Estas casas las hicieron los Antiguos. Un pueblo de constructores autóctonos, cuya técnica fue olvidada con el paso de los años y que es responsable de haber edificado casi todo lo bueno de esta ciudad. Muchas de sus obras desaparecieron en el mar, como la "botella" de la playa "La Concha", o los puentes del club cercano. Otras fueron convertidas en ruinas por hábiles destructores. Pero Miramar se conserva magníficamente, sobre todo en esta zona donde no hay "micros". Quizás debamos investigar en nuestra seudohistoria y aprender de los antiguos cómo se hacen barrios como este.

Quizás sea mejor volverse y mirar al océano, tumba de tantos de los nuestros y esperanza de otros. Cerca, algunos navegantes en embarcaciones improvisadas, pescan. Algo más lejos pueden observarse a otros que disfrutan del uso de motores. Éstos tienen carné de pescador, muy difícil de obtener, pues significa permiso para poner proa a esas aguas donde ya no es delito arriesgarse, pero aún no es permitido pescar. Más lejos, un buque va al borde del naufragio a causa de los contenedores con grandes cantidades de mercancía que transporta.

Es preferible, pues, mirar cerca. A personas que buscan, como yo, refrescarse. Desconectar, decimos, de lo cotidiano. De los trabajos, angustias y sinsabores. A los que hemos entrado en el mar. Sin pedir permiso.