sábado, octubre 25, 2008

Memoria de maestra.

Hoy, casi un cuarto de siglo después, siento los mismos deseos de llorar que siente un náufrago cuando, al llegar a tierra firme, encuentra a salvo a sus seres queridos. También mis antiguos niños. Me destrozan el peinado, la espalda y el corazón con sus abrazos. Y me mojan las orejas estas mujeres ya desconocidas, quizás a causa de su maquillaje. Sé quiénes son, he viajado con ellos en el tiempo una y otra vez. Ahora estoy allá, en este mismo lugar hace decenios, con minifalda y pelo largo. La escuela también es pepilla, hace poco la pintaron y pusieron las mesitas dobles con patas de hierro en lugar de los viejos y pesados pupitres de caoba.

Su primer día en la escuela, es mi estreno en el aula. Durante dos semanas preparé clases, hice muñecos de papel, cadenetas, adornos. Joaquín, el de mantenimiento, me ayudó con las luces, puso persianas nuevas, pintó la pared contigua al bañito, cuyas manchas de juego identificábamos como si estuviéramos en una prueba sicológica.

Allí están, pantalones o sayas de ardiente rojo, brillando de interés, limpios, peinados, llenos de la sorpresa de conocerse. Dos docenas de rostros van a acompañarme hasta el final del ciclo. Los observo con cuidado. En unos días podré recordar sus nombres, sabré cómo es su familia, si aprenden con facilidad, si saben peinarse o acordonar sus zapatos. Los padres me ofrecerán su apoyo más decidido, pero me harán sufrir con su incomprensión, desconfianza y maledicencia. Esperan detrás de la cerca aunque ya sus hijos no pueden verse desde afuera. La ansiedad se les irá pasando, como mi nerviosismo y, en unas semanas, los conoceré tanto como para imaginar sus vidas futuras.

No creo que a César ni a Gilberto los agarre el Servicio Militar en Cuba. Vivian tampoco esperará mucho tiempo para conocer otros lugares. No es necesario adivinar, basta con ver sus medias, el peinado o los relojes prematuros. Me equivoqué con respecto a César: su padre, veterinario especializado en cánidos, decidirá continuar un contrato después de recibidas las advertencias de rigor de los funcionarios del ministerio, se percatará de la trampa del aviso de presentarse en la Embajada y se convertirá en un desertor a cuyos familiares se les niega el permiso de salida por no menos de cinco años. Como resultado, César esperará el final de sus tres años de Servicio Militar trabajando en el Ejército Juvenil para encontrar a su padre, ya cercano al retiro, y su nueva familia. Imaginaba a César viniendo a Cuba, pesaroso por tantos amigos olvidados, lleno de presentes para todos, llegar a la escuela, "¡Maestra! ¡Tan linda como en mi memoria!" "¡Si estás hecho un hombrón!" Muy cierto, debía pesar por lo menos doscientas cincuenta libras, un hombre alto, de uno noventa, oloroso, barbudo y con una cadena de medio kilo. Nada de eso: se fue solo hacia los Estados Unidos y estuvo haciendo trabajos temporales, hasta conseguir un empleo permanente en una gasolinera a ocho dólares la hora, se casó, tuvo dos hijos antes de divorciarse y ha vivido en la pobreza desde entonces, pagando la pensión y haciendo turnos extraordinarios de cincuenta dólares la noche para tener un extra suficiente para un sábado en las graderías del estadio de los Marlins. No ha regresado y no creo que vuelva a verlo en esta vida. Gilberto, sí. Me contaron que estuvo un tiempo en Cuba, en el consulado de la Oficina de Intereses. Vino a la escuela una vez y preguntó por mí, pero era muy tarde: sólo quedaban la auxiliar pedagógica, dos muchachos cuyos padres se retrasaban siempre para recogerlos y el administrador, a quien le tocaba la guardia obrera esa noche. No fueron los únicos en marcharse. Hubo otros, seis o siete entre veinticuatro niños, llevados por sus padres o por sus propios deseos, que optaron por la lejanía. A varios no los recuerdo. Mi memoria ya no es tan firme y frecuentemente confundo los cursos de mis estudiantes, sus rostros y hasta sus nombres. Otros me sorprendieron cuando lo supe. Como Hansel. Solíamos bromear con su nombre de niño perdido en el bosque. Nadie más lejos de un chico abandonado: su cabello negrísimo siempre ostentaba un corte correcto, su uniforme impecable, bien planchado, medias blancas, cinturón de cuero negro y hebilla brillante. Cuando encontré a su padre, no me sorprendí. Idéntico. También él vestía reluciendo de cuidados. ¿Cómo pueden brillar de ese modo los zapatos de un hombre a las cinco de la tarde? Por su porte y autoconfianza, pensé en un funcionario o quizás hasta un dirigente. Aún así, desapareció en las gélidas montañas de Suiza, gracias a su matrimonio con una muchacha pecosa, venida en aventura solidaria con su grupo hippie. Se separaron, ella de su grupo y él de su trabajo, para pasar unos días desaparecidos en el apartamento de un amigo que estaba de viaje. Sufrieron después todas las guerras, la pérdida del matrimonio, los problemas en el trabajo, las negativas a permitirle emigrar, la vida en casa de sus padres con una extranjera que no servía ni para comprar en las tiendas para extranjeros. Todo pasó en poco más de un año y después enviaban unas fotos preciosas en cada navidad, con muchos cariños para todos en la escuela.

La mayoría se quedó. Aunque no he tenido noticias de todos con regularidad, sí las suficientes para saberlos en Cuba. Algunos, no se movieron del barrio.

Alan, por ejemplo: desde el primer día lo ubiqué en la categoría de hombre fuerte. Tuve razón, pero sólo en ese aspecto. Lo imaginaba de torpes dedos, brusco proceder y corta inteligencia. Sería un hombre atractivo, de gustos elementales. Terminaría la primaria como todos los niños, aunque tendría algunos "aprovechado" (le sería imposible obtener solo "sobresaliente") y en la secundaria lo orientarían paulatinamente hacia una escuela de oficios. Deberá escoger mecánica automotriz. Seguramente podrá terminarla y trabajar de ayudante unos años antes de poder enfrentar encargos por su cuenta. Se aficionará a la bebida y con el tiempo le irá creciendo la paranoia de los celos, la cual se acentuará con la impotencia incipiente provocada por el alcohol. Yo lo veré, primero crecer y hermosearse, luego decaer: sus dientes, a causa de la encía enferma, serán extraídos. Tendrá una calva extraña y nunca me olvidará. Fallé. Compensó su corta inteligencia con su incondicionalidad hacia los de arriba y, con ejemplar falta de escrúpulos, hará valer su incapacidad para disentir, sin órdenes precisas, como la máxima prueba de confiabilidad política y exigirá y obtendrá prebendas temporales y permanentes. Conmigo es un ángel. Ayudarme no le provoca problemas. Me dolió verlo marchar en una camioneta con otros con los que no tenía nada en común, armados de cabillas y cadenas, a golpear a los desesperados que se lanzaron contra las vidrieras aquella mañana cálida de hace doce años en que creyeron que la orilla se llenaría de barcos y se encontraron envueltos en una marea iracunda y desorientada. Me dolió, como el recuerdo de mi padre, que hizo lo mismo catorce años atrás, cuando decían que debían defender la revolución y formaron grupos para apalear a los que creyeron que de verdad les iban a permitir refugiarse en la embajada. Mi padre siguió lo mismo: burócrata de guayabera, hombre fino, suave, de reuniones interminables. Pero yo ya no lo vi igual. El hermano mayor de un compañero mío había regresado con la cabeza rota y la ilusión perdida. Y por improbable carambola culpé a mi papá del estropicio.

A todos les avisaron. No importó que hubiera, entre ellos, muchos que resultaban inaccesibles a causa de la distancia o la ocupación. Son bastantes. Demasiados, si decidieran venir todos. A pesar de que generalmente los acompaño todo el primer ciclo, he tenido más de quinientos alumnos. Muchos más.

Pero no me recuerdan, o ya no les importa o tuvieron alguna causa que les impidió venir. Aún así, el aula está llena de alivios para mi corazón. Dejo un oficio que lo único bueno que tenía, era precisamente este enjambre creciente que lleva mi huella.

He demorado este momento por temor a mi futuro solitario, a esa chequera simbólica que, sin el comedor de la escuela, no me protegerá del más profundo desamparo. Pero ya no doy más. No puedo con tantos jefes, con tantos años, tanta idiotez. Así que los dejo.

Sólo me queda esperar.