jueves, julio 31, 2008

El Santo de San Luis

Es el título de uno de los relatos que narran las abuelas en el portal de su casa paterna. Roberta, la autora, a pesar de la cámara que la está filmando y del público que las rodea, habla en voz baja, ya que ha tenido que frotarse la garganta con miel de abejas y sal. Gracias al silencio general, es posible escuchar la narración.


El Santo de San Luis.

Y con mucha razón, creo yo. No sé si hay que ser más santo para que a uno lo maten de una forma horrible sin renunciar a sus creencias, que para hacer las cosas que ha hecho Gasparito en San Luis, sin cobrar un medio, ni siquiera en lo más duro del Período Especial, cuando la gente se tragaba cualquier cosa para quitarse el hambre.

Yo sufría más que nadie, porque siempre he sido de buen comer y no aparecía ni un pollo para una sopa si no tenía un montón de dinero con qué pagarlo. El dinero se iba como el agua y a los tres días del cobro ya no quedaba ni para comerse una croqueta sin pan. Pero lo que acabó conmigo fueron los zapatos de Rosita, mi nieta. Si fuera cosa de coser, no habría problemas, porque yo sé sacar el hilo de cualquier tela, y con un hilo fuerte se lo hubiera cosido en la punta, en el calcañal, en la suela; les pondría una cartulina fuerte por debajo y así, por lo menos, seguiría yendo a la escuela. Pero llegó un momento que la chiquita estaba llorando de dolor porque los zapatos le apretaban y no había tanto dinero como para comprar un par de zapatos. Entonces me decidí a pedir ayuda.

Con quien único se puede contar en un caso como ése, es con la familia que una tiene en el extranjero. Justina. Pero, ¿como avisarle a mi hermana de la urgencia? En mi pueblo no hay tantos teléfonos y no se puede llamar "a pagar allá", como decimos. Tampoco había por aquellos años noventa esos servicios de tarjetas pre-pagadas, ni existían ya las cabinas internacionales. Nada. Dependíamos del correo y de que llamaran de casualidad a casa de una vecina para salir corriendo y hablar lo que quedara de los cinco minutos.

Hice mi carta explicándole a mi hermana la situación, sin entrar mucho en detalles, porque es algo que da vergüenza; quiero decir, una no escribe que tiene los blúmers rotos y las toallas transparentes. Ni que las patas del sofá son mitades de ladrillos.

Pero el correo se demoraría, con buen tiempo, tres meses. Nunca he comprendido qué hacen las cartas para viajar tan despacio. En el mejor de los casos, los zapatos de Rosita, iban a venir para el próximo curso. Y la situación no admitía demoras.

La gente empezó a darme ideas: "Ve a la Iglesia. A lo mejor aparece una donación." "Habla con el sindicato del trabajo de tu hijo." "Llégate al Municipio del Partido."

Todo lo hice, pero Rosita seguía sin zapatos. Entonces me dijeron: "¿Ya hablaste con Gasparito?" "¿Y quién es Gasparito?" "Gasparito es un santo." Esa fue la primera vez que escuché hablar de él como "un santo".

Me lo imaginaba como un negro viejo, vestido de blanco. De esos que hay que matarles no sé cuantos pollos, chivos y carneros, para que monten un muerto y empiecen a hablar torcido. Estaba tan desesperada que agarré el papelito con la dirección y salí a caminar hacia su casa. Era una casa pequeña, frente al parque, casi en la esquina. Había dos muchachos jugando en el portalito cuando pregunté por él.

"¡Tío! ¡Te buscan!" Gritó uno de los niños. Salió un joven delgado, con espejuelos de mucho aumento. "¿Usted es Gasparito?" "Sí…, abuela." No sabía si decirme "señora" o "compañera", por eso hizo la pausa. "¿Usted podrá ayudarme…? Deje, ya veo que no." "Pero, dígalo. A lo mejor, sí." La verdad es que se veía muy mal alimentado y peor vestido. ¿Cómo iba a ayudarme? Pero adivinó: "Usted necesita comunicarse con alguien en el extranjero." Moví la cabeza. "Yo puedo llamar al teléfono que usted me diga, aunque sea en Miami." "¿Sí? ¿Y cuándo?" "Es mejor por la noche, después de las once. Pero si quiere, lo intentamos ahora mismo. Pase."

La casita estaba llena de gente. Al pasar, abordaban a Gasparito con peticiones: "¿Pudiste salvarme la información?" "¿Me bajaste los draivers?" "¿Qué hago para que el pirata no me corte la cabeza cuando trato de agarrar el mapa?" En otra sala había otros muchachos más jóvenes que Gasparito discutiendo con voz alterada "¡Le pongo una bandera al comienzo del ciclo y dejo el puntero donde estaba!" "¡Se están comiendo toda la memoria con esa rutina!" Trataron de detenernos, pero seguimos de largo hasta el último cuartico.

Allí había una mesa con cosas raras y aparentemente rotas. "Siéntese, por favor." Se escuchó un ruido variable, como de un motor de agua con la caja de bolas escariada. "Un momento." Le acercó un pedazo de teléfono conectado por un cable plano, de antena de televisión. "Dígame el número." Como si yo me lo supiera. Pero tenía un cartoncito en el monedero. Se lo di, sin esperanzas. "La conexión es lenta, la voz se escuchará entrecortada, pero puede hablar." ¿Hablar? ¿Por aquel aparato? Sonó un timbre. "Aló." Por poco me da un patatús: era la voz de Justina. "¡Justa!" Gasparito se retiró discretamente. No sé qué me pasaba, no podía hablar. "¡Los zapatos!" "¿Qué?" "De Rosita" "¡Habla claro! ¡No te entiendo!" Se cortó la llamada. Tenía que avisarle a Gasparito. Desde mi asiento podía abrir la puerta. Lo hice y enseguida se asomó un muchacho: "¿Se cayó?" "Sí." "¡Gasparito!" Se presentó enseguida. "Es que la hora es mala. Un momento." Se volvió a escuchar el ruido. El timbre. La voz de mi hermana. "¡Soy yo!" Pero ella seguía "¡Aló! ¡Aló!" Y cuando dijo "¡Betica!", se volvió a caer. "Oiga, me da mucha pena. Pero creo que es mejor que venga por la noche, o por la mañana bien temprano. A eso de las seis."

Salí de aquella casa con toda la rapidez que mi cuerpo permitía. Dos mujeres que estaban en el portal de la casa de al lado trataron de detenerme, pero no quise ni escucharlas. Aunque fui corriendo por la calle, llegué tarde: ya Justina había llamado a casa de mis vecinos y tuve que esperar hasta las ocho de la noche para hablar con ella.

En menos de una semana, llegó un paquete por CubaPack International conteniendo un par de zapatos (¡Charol!) y doscientos dólares. Los zapatos le quedaban como dos tallas de grande y tuve que usar tres dólares para comprarle a mi nieta unas zapatillas en la chopin del pueblo que por aquella época empezaba a dejar que cualquiera entrara, aunque te pedían mostrar el dinero en la puerta.

Fui a ver a Gasparito. "¿Quiere hablar con su hermana? Porque a esta hora…" "No, vengo a pagarte por el servicio que me prestaste." "Disculpa, pero yo no cobro los favores." "No, yo quiero hacerlo." "No cobro, señora." Aquí no vaciló. Pero yo no soy de las que se quedan con una obligación pendiente. "Necesito que me cobre." "Venga siempre que quiera, que yo no le voy a cobrar." "Yo no puedo hacer eso." "¿Qué cosa? ¿Recibir favores sin devolverlos?" "Sí." "Siempre puedes devolver el favor. Para mí, no quiero nada. Pero, si te sientes en deuda, haz algo por cualquier otro y no le permitas pagarte. Si insiste, le dices lo mismo que yo te estoy diciendo."

No pude convencerlo. Ese sistema tiene algo de malo: yo nunca sentiría cancelada la deuda. Cuando una tiene unos dólares en un pueblo tan desmejorado como el mío, se siente generosa. Así que tomé mi decisión. "Voy a regalarle los zapaticos de charol a la hija de Gertrudis." La pobre, su marido es alcohólico, así que su miseria es doble. Un diablo, metido en mi cabeza, me decía: "Por lo menos te dan dos pollos por esos zapatos." Y yo misma me respondía: "Tengo dinero para comprar comida, déjale los pollos a los que los necesitan."

Cuando salía de la casa de Gasparito, me volvieron a llamar las vecinas. "¿Sí?" "Venga, que le queremos hacer unas preguntas." "Digan." "¿Te ayudó?" "¿Quién? ¡Ah! Sí, muchísimo." "¿Quiere contárnoslo?" "¿Y esto qué es? ¿Policía?" "¡No! ¡Qué va! El problema de los cubanos es que nos imaginamos que cualquiera es policía. Yo lo quiero muchísimo, como todo el mundo en el barrio. Pero mi hija escribe unas crónicas sobre la Vida y Obra de Gasparito, para llevarlas a un concurso, y nosotras la estamos ayudando. Mire la libreta. Está llena de historias de personas agradecidas por lo que ha hecho por ellas." "Bueno. Mi historia no es muy interesante, pero puede servir." Les hice el cuento. Al final, me leyeron lo que habían puesto en la libreta. "¿Y esas siglas?" "ComTAUSA. Comunicación, teléfono, ayuda, USA. Así es más fácil contarlas después." "Pero lo más importante es el relato, no las cifras." "Yo me he quedado con ganas de hacer algo, así que si quieren, las ayudaré."

Regresé a mi casa, cogí los zapatos. Nuevos, preciosos, con un lacito rematado en un brillante de fantasía. Hubiera esperado un par de años para que Rosita los utilizara y todavía le habrían encantado. "Estos zapatos necesitan un par de medias blancas con encaje." Caminando hacia casa de Gertrudis, imaginaba su frustración con los zapatos, a causa de las medias. Seguí de largo. En la tienda, el par costaba uno setenta y cinco. "Deme unas medias blancas y otra pareja rosadita." Tres cincuenta. El precio de un pollo.

Llegué a casa de Gertrudis. La niña estaba jugando yaquis con otra. De una mirada, le medí los pies. Los zapatos le servían, quizás le quedaran medio punto grandes, pero así duran más. "¿Cuándo es el cumpleaños de la niña?" "Ya pasó. Fue hace dos meses." "Mira lo que le traigo." "¡Dios mío! ¡Qué belleza! ¿Son del Norte?" Los miré por debajo. "No. Son chinos. Pero vienen de allá." Esto último restituyó el prestigio que los zapatos parecían haber perdido. Su mirada bajó de tono: "¡Ay, vieja! ¿Con qué se sienta la cucaracha? Yo no tengo para eso." "Ni tienes que tener. Es un regalo. Con estas medias." La niña se había levantado y me miró de una forma que me volvió a poner en deuda con Gasparito. Me preguntaba qué se pondría normalmente para ir a la escuela, pero la respuesta saltaba a la vista: el uniforme, doblado en una silla debajo de la cual había un ripio de zapatos de hombre con unas medias de niña tiradas encima.

Salí a la calle, pero Gertrudis me siguió, insistiendo en que ella no podía pagar. Se sentía mal, porque me había criticado muchísimo a causa de aquella vez en que yo no quise entrar en la gritería contra el infeliz del solar y ahora yo le estaba devolviendo el mal con el bien. Yo la escuché un buen rato y no pude sustraerme a la tentación de repetirle lo que me había dicho Gasparito: "Hazle un favor a cualquier persona, sin esperar retribución y ya me habrás pagado."

No sé qué habrá hecho su corazoncito con la idea, pero yo me sentía tan alegre, que decidí dedicarme a ayudar a cualquiera, mientras más necesitado, mejor, sin aceptar pago de ninguna forma.

A la mañana siguiente, me presenté en casa de las vecinas de Gasparito. "¿En qué puedo ayudarlas?"

Al cabo de un mes, lo sabía todo sobre aquel a quien llamábamos Santo Sanluisero. No tenía familia: nunca supo quiénes eran sus padres. Ni casa. Era desempleado perpetuo. Vivía de la caridad del pueblo, le llevaban comida en cajitas de cartón, le traían ropa limpia y recogían la ropa sucia. Le entregaban piezas de radios, televisores, computadoras, chatarra electrónica, para que escogiera los pedazos con los cuales obraría sus milagros. Un día, le dije que necesitábamos trabajar en una computadora para poner en limpio un trabajo que estábamos haciendo y, sin preguntar de qué trabajo se trataba, comenzó a traer cosas raras y las puso en una mesita al lado del televisor Caribe que había en la sala. El televisor estaba roto, pero no se amilanó por ese detalle: fue a la cocina y puso a calentar un clavo que tenía en la punta de un mango de martillo. Puesto al rojo, lo pegó a algunos lugares de una pieza que había sacado del televisor y, después de colocarla, el televisor comenzó a funcionar, con el añadido de un interruptor que permitía que sirviera de pantalla para la computadora, como quien cambia de canal.

Allí pasé en limpio las historias que habían recopilado las vecinas. Gasparito era un alma de Dios, no tenía malicia ni ambición. Cualquiera podía pedirle lo que sea, que él daba al instante lo que le fuera, sin pensar si le iba a hacer falta después. Pero la gente, por agradecida o por conveniencia, le traía todo lo que se encontrara que pareciera servirle. También le llevaban comida, ropa limpia y lo cuidaban. Era un muchacho pobre, que no tenía nada suyo. El lugar donde me comunicó con mi hermana era parte de la casa de las vecinas, que lo habían acomodado allí para que pudiera seguir haciendo sus milagros.

Porque era un santo milagrero sin ofrendas. ¿Cómo explicar que arreglara las computadoras que los técnicos de los centros de trabajo desechaban, sin utilizar nunca una pieza nueva? ¿Que le recuperara la información a personas que ya estaban resignadas a pasar el trabajo de nuevo? ¿Que ayudara en cuestiones técnicas a expertos, sin haber ido a ninguna universidad?

Pero lo más sorprendente fue lo de la Internet. Él se conectó cuando nadie en el pueblo tenía acceso, muy pocos tenían teléfono en la casa, la gente ni siquiera sabían qué era eso de la Internet. Cómo lo hizo, es un misterio. También, que consiguiera cuatro líneas telefónicas sacando un cable de la cajita; y que nunca lo detectaran. Todo el mundo iba a verlo, cuando necesitaba mandar correos, leer noticias o llamar a algún familiar, como fue mi caso. Hasta unas muchachitas desesperadas por encontrarse un extranjero que las sacara del país iban con él para ver si encontraban uno por Internet.

Lo mejor era que los "tocados" por Gasparito se infectaban con la enfermedad del desinterés. Puede decirse incluso que enloquecían del deseo de ayudar a los demás. Era una plaga contagiosa, aunque benéfica, que llegó finalmente a apropiarse de todo el pueblo. Nosotras, las vecinas y yo, le dimos organización y auge al movimiento; pero el inicio y el impulso fueron suyos. Aparte de llevar una relación de sus actos filantrópicos, nosotras buscábamos noticias de necesidades, muy abundantes en aquellos tiempos, y dábamos apoyo a las personas sin pedirles nada a cambio. Luego les decíamos que, si querían saldar su deuda, hicieran lo mismo. Pronto surgieron otros grupos iguales al nuestro. Cada comité tenía su lema: "Bien sin Fronteras", "Vivir y convivir", "Hagámonos felices", eran los de algunos de los grupos más activos.

Ya no importaba si eras borracho, policía, funcionario, prostituta o cuadro del Partido. Todos, absolutamente todos los sanluiseros, nos convertimos en buenas personas. Había frenesí de trabajo: se cumplían las metas, pero también se quería al prójimo más que a uno mismo. Bueno, no todos cumplían las metas: los jueces dejaron de condenar, desaparecieron las multas y los mítines de repudio. No era posible encontrar en San Luis a un envidioso ni a un ladrón.

Las quejas llegaban desde los organismos provinciales y nacionales. "¿Qué pasa con ustedes? No mandaron los cincuenta policías a la escuela nacional de la Habana." "No cumplieron la orden de desarticular las conexiones clandestinas." "No enviaron los delegados al Pleno."

Llegó una visita de la Provincia. Eran funcionarios de corazón de palo. Con guantes de seda y dedos de alambre, creían no necesitar ayuda más que de arriba. Igual se rindieron ante el alud de bondades que les vertieron encima. Regresaron transfigurados de tal forma que sus superiores pusieron al pueblo en cuarentena y enviaron una orden terminante a la jefatura del Comando Unificado del Municipio para que entregaran al cabecilla Gasparito y se dejaran de comer catibía. Para que vieran que la cosa iba en serio, nos cortaron el agua, la luz y las líneas telefónicas.

Fue inútil, ya que eran vicisitudes corrientes para el pueblo y en pocos minutos se pusieron en funcionamiento los generadores, las bombas y las transmisiones satelitales que Gasparito había perfeccionado.

Entonces amenazaron con bombardear la casa del muchacho. La gente se lanzó a las calles, para protegerlo. Pero él les pidió calma y les dijo que nada malo iba a suceder porque conversara con aquellos hombres ofuscados, que saldría para ponerse a su servicio, pero regresaría pronto.

Todos llorábamos cuando Gasparito salió a la calle que conducía a la salida de la ciudad. Fufú, el bobo del pueblo, se le abrazó diciendo que no lo dejaría marchar. Y tenía una fuerza increíble. Tres hombres no conseguían abrirle los brazos. Hasta que a uno se le ocurrió cosquillearle en las costillas. Fufú cedió lo suficiente para que le arrancaran a Gasparito de sus brazos. Con el impulso, el muchacho perdió el equilibrio y se fue de caída contra el contén. Uno de los hombres reaccionó y tratando de agarrarlo por la camisa, le dio un golpe por el pecho, proyectándolo con más fuerza.

Todos quedamos congelados. Pero el más inmóvil fue, al cabo de unos segundos, el propio Gasparito. Desde el primer momento supimos que no era necesario ningún médico. Su mirada inmóvil y la oscura masa sanguinolenta que corría hacia el tragante dejaban bien clara la tragedia.

No lo velamos. Esa misma tarde lo llevamos al cementerio y lo pusimos en una tumba llena de chatarra electrónica. El cura se atragantó y no pudo decir nada, sólo hizo la señal de la cruz.

La bondad siguió entre nosotros, pero poco a poco perdió su virulencia. Al principio era natural: atendimos a los invasores, les dimos alimento y albergue. Como había desaparecido el foco, se despreocuparon de la contaminación y nos devolvieron el pueblo.

Después se fue haciendo más difícil ser magnánimo. Ser egoísta y envidioso es natural en nuestro mundo y teníamos que esforzarnos para alejar lo malo de nuestras mentes. Finalmente, muchos se olvidaron de lo que habían sentido con el muchacho y hasta de sus hechos.

Entonces nos reunimos las cronistas. "Gasparito era un santo. No se puede negar. ¿Qué más hace falta para ser santo?" Fuimos a ver al cura. "Bueno, no es tan fácil. Sólo a Roma corresponde confirmar la santidad de una persona. Es un proceso largo, que lleva muchos requisitos y años de investigación." "Pero nosotras lo conocimos y muchos otros pueden atestiguar." "¿No hay un modo más rápido de que lo hagan santo?" "Hija, eso de que lo hagan santo, no parece propio de la religión católica. No se hacen santos. Un alma bendita puede tener virtudes heroicas, pudo sufrir martirio, testimoniando su fe. Podemos aclamarlo por muchas cosas, hacerlo objeto de culto popular. Pero nada de eso obliga a que vaya a ser incluido en el santoral. Mejor empezamos por el principio. ¿Era católico? ¿Estaba bautizado?"

La discusión fue larga y en algunos aspectos se puso difícil. Por ejemplo, para ser Santo, hay que hacer milagros. Pero los milagros hay que justificarlos con Certificado Médico. Quiero decir, que los que valen son aquellos en que el Santo salva a algún moribundo de una terrible enfermedad. Tienen que haber firmas de doctores reputados que garanticen que el agonizante no tiene cura y después, el candidato a canonización debe, mediante la fe, curarlo de todo mal. Entonces, ¿no es milagro devolver la vista? ¿Hacer caminar a un paralítico? "Bueno, también." "¿Y levitar?" "Levitar, no ayuda a nadie."

"¿Y los milagros tecnológicos?" "¿Qué es eso?" "Lo que hacía Gasparito. Convertir un teléfono en módem y un radio Selena en una tarjeta de sonido." "¿Y eso que tiene de milagroso?" "Yo no sé. Pero los muchachos de la Universidad creen que sí. Como comunicarse con los satélites igual que otros hablan con los espíritus o con los santos." "Roma nunca aceptará esos milagros. Son obras de una persona inteligente y nada más." "Pero nadie puede explicarlos." "Ya lo explicarán." "Me parece que en esto hay un doble rasero. Si una persona descubre un método novedoso para curar una dolencia y no le dice a nadie como lo hace, entonces sus milagros califican de santidad, pero este muchacho, que tenía el don de hacer buenas a las máquinas y a las gentes, no." "No crean, que yo también lo admiro y pienso que Dios hablaba a través de sus actos. Pero el proceso de beatificación es muy estricto y no debemos abusar. ¿Cómo aprendió lo que sabía de las computadoras?"

"Mirando, como Cristo cuando se sentó entre los doctores." "No lo compares al Señor. Lo que dices casi es una blasfemia." "No es ofensivo, quiero decir que no aprendió de nadie. Cuentan, de cuando era niño, que lo llevaron con los de su aula a una exposición de Ciencia y Técnica que había en la Feria del Pueblo. En una de las mesas había un televisor (blanco y negro, como todos los de la época) con un tablero inteligente conectado. Un hombre sudoroso tecleaba claves extrañas que se reproducían en la pantalla, mientras sus dos hijos lo observaban, impacientes. Apretó una tecla y el televisor hizo un ruido, presentando una operación matemática que terminaba en un signo de interrogación parpadeante. El padre le extendió el tablero al hijo, que escribió la respuesta, recibiendo un cartel de felicitación en la pantalla. Luego, la hija probó suerte y así estuvieron los dos, alternándose, mientras Gasparito corroboraba mentalmente la validez de los cálculos. Uno de los muchachos escribió un número incorrecto y él le dijo '¡No!' demasiado tarde: ya se escuchaba una burlona marcha fúnebre con un burlesco mensaje de aliento en la pantalla del televisor. El padre dijo: 'Ahora le toca al otro niño.' Gasparito acertó sin fallar cinco veces, a pesar de que cada operación era más compleja que la anterior y se acortaba el tiempo para responder. Entonces el hombre detuvo el programa y se puso a arreglarlo, mientras Gasparito intentaba comprender lo que hacía.

Después, cuando aparecieron los Joven-Club de Computación, había que sacarlo a la fuerza, porque se pasaba el día allí. Tanto, que le cambiaron su nombre por El Periférico. Nadie sabe como fue aprendiendo tantas cosas, pero así empezó." "¿Tienen documentos?" "Hemos recogido testimonios, de muchas personas a las que ayudó. Hemos descrito la situación del pueblo, escribimos sobre lo que sucedía en la cabeza de la gente después de conocerlo. Todo está en esta carpeta." "Bueno, déjenmela."

Al cabo de un mes, ya estábamos aburridas de que el cura nos diera largas. Nos íbamos a reunir para resolver el próximo paso, pero nos llamaron: "¡Vayan al cementerio!" Salimos a toda prisa. Cuando ya estábamos cerca, vimos un grupo, como de treinta hombres y mujeres, rodeando a la tumba, algunos de rodillas, en actitud de rezar, otros de pie con la mirada caída. Sin saber lo que era, le dije a Yuliet, la más joven de nosotras: "¡Corre a buscar al cura!"

Cuando llegaron ya había más de cien devotos de Gasparito. "¡Escúchelos, Padre!" "¡Es verdad, le digo que es verdad! Ese monitor ya era baja técnica. Ayer lo puse sobre la tumba y hoy amaneció encendido, ¡aquí no hay la corriente! ¡Gasparito lo arregló!" El sacerdote ya estaba esbozando una sonrisa de incredulidad cuando habló un anciano. "Yo vine con mi hijo a traerle la computadora a Gasparito. Decían que la tarjeta madre estaba rota. Le habían quitado las memorias cuando vieron que los filtros habían explotado. Anoche me senté al lado de la tumba, abrazado a la máquina. Sentí como un ronroneo y la miré. Lo juro: los bombillitos estaban tintineando. ¡Dios mío! Estaba conectada al monitor y funcionaba." Muchas voces hablaban al mismo tiempo: "¡Me rellenó los cartuchos de la impresora!" "¡Eliminó los virus de la computadora de mi trabajo!" "Yo vine a pedirle que me recupere la información del disco, que ahí está la tesis de Isabelita. Padre, ¿Usted puede ayudarme? ¿Puede hablar con él?" "¡Gasparito, desbloquéame el celular!" "¡Haz que baje la cuenta de la luz!" "¡Me arregló el MP3!"

Lentamente, tratando de que no lo notaran, el clérigo dio unos pasos atrás. Se encaramó sobre un banco, desde el que podía observar la muchedumbre. Apretó dos dedos y dijo en voz baja. "Amén."

8 comentarios:

BARBARITO dijo...

Gracias ESCRITOR por compartir.

Anónimo dijo...

No se que tanto de veracidad, fantasia o fervor haya en el relato, pero si se que asi como en la ciencia existen pariculas sub-atomicas que actuan a veces como ondas de energia y a veces como particulas pertenecientes al mundo material, asi, en el campo de la sociologia, existen seres humanos que no podemos decir si llegaron a alterar las leyes de la fisica y lograron hazanas sobrenaturales, o simplemente lograron crear una psicosis colectiva entre la gente que los rodeaba hasta hacer que una gran leyenda se origine. El mas grande ejemplo de este fenomeno es nada menos que Cristo mismo.

Anónimo dijo...

No se que tanto de veracidad, fantasia o fervor haya en el relato, pero si se que asi como en la ciencia existen pariculas sub-atomicas que actuan a veces como ondas de energia y a veces como particulas pertenecientes al mundo material, asi, en el campo de la sociologia, existen seres humanos que no podemos decir si llegaron a alterar las leyes de la fisica y lograron hazanas sobrenaturales, o simplemente lograron crear una psicosis colectiva entre la gente que los rodeaba hasta hacer que una gran leyenda se origine. El mas grande ejemplo de este fenomeno es nada menos que Cristo mismo.

Anónimo dijo...

Oye, chico, la verdad que te la comiste con el cuento de Gasparito, es de lo mejor que he leido en mucho tiempo, por su sencillez y mensaje. Quizás no me recuerdes, pero yo soy un primo tuyo de Guantánamo que nos conocimos una vez en un taller literario en La Habana, solo que yo soy Rodriguez y no Pérez, y que cuando nos conocimos era economista con ínfulas de escritor, y ahora soy sacerdote. Disfruto mucho leyendo tu página, que Dios te bendiga.

Asdrúbal Caner dijo...

Desde Canadá he entrado en su sitio. Me pareció excelente su relato de Gasparito. Escriba, que talento le sobra. Trate de tomar algún curso de Teoría de la Narrativa, que le va a ayudar mucho.
Sus artículos sobre la realidad de nuestro país, son muy buenos. Un saludo desde estas frías tierras. Asdrúbal Caner

sim so dep dijo...

People should know that some changes are in our lifestyle can save the earth. Everyone say that pollution and global warming is increasing day by day but nobody don't do anything to stop it.

bp claims dijo...

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