miércoles, enero 02, 2008

El Moskvich y la noche.

Si usted mira un mapa de la antigua Grecia y sus contornos puede sorprenderse del tiempo y los trabajos que se tomaron los héroes que tripulaban el Argos o los compañeros de viaje de Odiseo en su regreso a casa. Se necesitan muchos dioses para justificar tal incumplimiento del plan de viajes y tanto desvío de la hoja de ruta.

Hace unas noches comprendí que los griegos metían a los dioses en sus historias como recursos poéticos, teniendo en cuenta que probablemente sus embarcaciones fueran más viejas que un Moskvich, aunque quizás fuera más fácil encontrarle piezas de repuesto de calidad (originales griegas) que al heroico vehículo de motor.

Fue en ocasión de viajar a Boca Ciega desde el Vedado (unos treinta quilómetros) con otras tres personas en la noche. Revisión técnica. Gasolina: suficiente, aceite: bien, agua: radiador y tanquecito secundario llenos, gomas: treinta libras, incluyendo a la del maletero. Frenos: regular, a veces hay que bombear un poco, habrá que encamisar la bomba, hacer zapatillas, se va un poco de lado cuando se frena bruscamente. Carece de freno de mano, nunca lo tuvo. Luces: bastante mal, la unidad izquierda no tiene casi azogue y apunta hacia el piso; la derecha, en cambio apunta al cielo. De bizco severo, el Moskvich se convierte en tuerto cuando se cambia a luz corta. Batería: floja, es casi incapaz de arrancar cuando se deja desde las cinco de la tarde hasta el otro día por la mañana. El claxon suena como el maullido de un gato asmático y la luz… bueno, ya lo dije. El otro problema es el "condensadorcito", un pequeño capacitor que potencia la chispa del encendido. Hace tiempo han desaparecido los "condensadorcitos" apropiados y este es de los de ochenta centavos que hay que cambiarlos semanalmente y en ningún momento hacen su trabajo como es debido. Esta es la causa de que el carro se demore en arrancar y que después tenga poca fuerza.

Los primeros doce quilómetros: Calzada, pasar por el costado de la Oficina de Intereses con sus cercas de gruesos barrotes y guardias cada cinco metros; la plaza de las banderas, la Tribuna con Martí cargando a un niño y apuntando hacia el Golfo; el Malecón, con su hilera de luces de mercurio; el Túnel, remozado, lleno de luces, la garita. La carretera recta, bien iluminada, hasta después de pasar la rotonda de Cojímar. Luego, incorporarse a la Vía Blanca en la loma de Alamar. Y aquí se acaba la fiesta.

Porque la insuficiencia de mis luces se combina con la velocidad de los vehículos que vienen de frente exhibiendo un torrente luminoso que me deja literalmente ciego. No veo la línea amarilla, ni el borde del abismo. Sólo una cascada de luces potentísimas acercándose a gran velocidad por todas partes. Arriba de la loma ya puedo distinguir una luz salvadora: el semáforo de Alamar, en rojo, con una guagua repleta y un taxi almendrón, también repleto, esperando el cambio de luces.

Tres quilómetros después, ya estoy decidido a abandonar esta carretera que es un pase de baquetas con antorchas. He sudado kilos y mis acompañantes han sufrido mis tensiones como si fueran al timón. Así que doblamos después de Tarará, ahora nuevamente remozada y con tantas y tan brillantes luces que me ayuda un poco a llegar al desvío. Bajamos al Mégano y seguimos por Santa María, Marazul, Atlántico. Después se acaba la iluminación. Queda sola la de mi auto, que no alcanza ni para atraer cangrejos. Llegamos a poca velocidad al Hotel Itabo, en busca del Puente de Madera. Al pasar la rotonda, en medio de la más absoluta oscuridad, la calle se colma de arena. Y el Moskvich se detiene a unos cinco metros del Puente.

Dos luces pequeñas vienen por el puente: "El puente está cerrado", grita una voz. Yo pregunto "¿Cuán cerrado?" "Lo bloquearon" Entonces vislumbro dos enormes jardineras a la entrada del puente. "¡Jolín! ¡Donde se han metido!" Una pareja de españoles en bicicleta. Un poco raro. Recuestan sus bicicletas a un costado y se nos acercan con las linternas. "Hay que empujar." Entre los seis no conseguimos nada. Alumbran las gomas enterradas hasta las bocinas. Me tiro en el suelo y cavo. Unos quince centímetros de arena hasta la carretera. Todos me ayudan. Mi esposa le pregunta a la turista: "¿Españoles?" "No. Alemanes." "¿Alemanes y Jolín?" Dudo. "Es que yo vivía en España." Responde la mujer. Ayuda humanitaria de personas a las que no les vimos la cara. Ya estamos listos, arranco el carro. Con la fuerza de todos y la del motor, conseguimos destrabarnos.

Vuelta atrás y subir la loma del Marazul. Ahora le toca al "condensadorcito". El Moskvich cancanea. Se apaga cuando faltan unos metros para llegar a lo más alto. Mi hijo salta del automóvil y le coloca una piedra detrás de una goma trasera. Eso impide que se vaya de espalda, cuesta abajo, con la velocidad puesta y el motor apagado. Es el momento de la paciencia. Abrir el capó y dejar que la noche trabaje un poco.

Es una noche oscura. En estos días ha brillado Marte y la luna estaba casi llena. Pero se han ocultado tras gruesos nubarrones y sólo se perciben las luces del hotel y la carretera. Vuelvo a arrancar el motor y mi familia camina al lado del auto que se mueve en primera hasta la cumbre. Se montan y seguimos. Volvemos a la Vía Blanca, llena de terribles focos. No puedo ver la entrada de Boca Ciega y debo seguir hasta el Intermitente; pero, aturdido, me meto por el Gato Verde, doscientos metros antes.

En la maniobra para regresar a la carretera descubro, tras furiosa pataleta, que el carro no frena. Es demasiado. Habría que bajar una pendiente de setecientos metros en un auto deshaciéndose en pedazos, sin luces ni frenos. Mejor caminar. Le digo a mi hijo que me siga con una piedra y subo, despacio, hasta la estación del Gato Verde. Tras mucho bombeo, el carro está frenando. Pero ya gasté mi capacidad para salir de apuros, al menos por esta noche. Dejo el Moskvich al cuidado del pistero, e invito a los míos a seguirme loma abajo.

Como Scarlett, pienso: "mañana será otro día".

Pero esa misma noche mi yerno, que no tiene aún licencia de conducción, trajo el auto hasta su destino sin ningún tropiezo. Me dan ganas de meter a un poco de dioses griegos en la historia.

5 comentarios:

Anónimo dijo...

Manejar uno de esos artefactos es una aventura que al dominarse se disfruta. Es como el surf, arriesgado, peligroso, que requiere mucha practica pero al dominarlo te divierte. Leyendo esta historia no pude evitar reírme recordando mis propias aventuras. Nunca olvidare un viaje a bejucal a visitar un familiar muy cercano en la escuela al campo donde al dar una marcha atrás para salir de un restaurant mediocre alguien sentado a mi lado me dijo, "si llego a ser yo, dando esa marcha atrás hubiera hecho un buñuelo esa lata de tukola que llevas en la mano" desde aquel entonces siempre que alguien habla de manejar tenso me acuerdo de esa persona. Excelente narrativa, conozco cada detalle de la historia quizás mejor que algunos de los protagonistas mejor aun, me considero uno de los autores intelectuales de esta excelente narrativa. Nunca me sentí mas afín con una historia tuya. Había olvidado las consecuencias de un condensador en mal estado, de la falta de azogue, y todas las demás aventuras. Nada, muy bien narrada, créeme que se MUY bien lo que dices en cada letra de esta historia, quizás "muy bien narrada" no sea una descripción justa me gustaría haber usado algo mas alabador pero mi intelecto es tan fuerte como la potencia de ese condensador de 80 centavos. Sigue así que vas muy bien.
By the way, si tuvo freno de mano alguna ves, tiene chapa, no????
No en balde mi alias de:
El Cochero Azul

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