domingo, abril 19, 2009

Soledad.

Sucedió dos semanas después del fin.

Ya Mariela y yo habíamos decidido separarnos. De común acuerdo. De todas formas, era un solo cuarto y una cama. Ni yo tenía donde quedarme, ni ella posibilidad de traer a alguien. Así que nos acostábamos juntos y peleados. Era rara la noche en que no se me caía la mano en su barriga o me le pegaba al fondillo. Ardíamos un rato y despertábamos, aún peleados.

Pero esa tarde, viernes, conciliador, saqué un paquete de perritos de pollo como si fuera un ramo de rosas. "No. Voy a comer fuera." Me dieron ganas de tirarle el paquete por la cabeza. La muy puta. No pregunté. No quería que me dijera.

Me metí en el bañito que yo había azulejado y utilicé el cubo de agua que ella tenía listo. Salí a la calle, sin palabras y sin un medio en el bolsillo. Bebo y Manolo en el banquito. Uno estiró el brazo y levantó una turbia botella para mi consuelo. Un solo trago. No quería que me vieran allí ni en ningún otro sitio. Salí caminando, no sé si en busca de cansancio o de aventuras. Al final, me senté en una parada, junto a una pareja que discutía porque no cogieron un carro de diez pesos. Y regresé a la casa.

Ella dormía y no intenté provocarla. Sólo me hice un huequito para dormir en la cama sin despertarla.

No escucharía sus historias: que no me contara. Era una pendiente difícil de resistir la que me llevaría al papel de idiota tarrú. Tranquilo, por la mañana, salí a vender unas piezas que me había llevado del almacén hace tiempo. Le saqué mucho menos de su precio, es lo que sucede cuando uno vende apurado.

Regresé al mediodía, con tremenda hambre. Ella había dejado un poco de picadillo de soya tan bien hecho, que me lo comí en la misma sartén, mezclándolo con un poco de arroz blanco de la cazuela. Me miró, esperando quizás una pregunta, pero me metí en el bañito a enjuagarme la boca antes de tomar un poco de café y coger calle.

Ahora resulta que tengo tiempo. Puedo jugar damas con los viejos del portal de la carnicería, dominó de a monja la partida con los pintos del solar o darme unos palos con la gente del banquito del parque. No quiero aprovechar mi libertad de esta manera porque es hora de buscar mujer.

Una guagua me pone en el Yara. Me detengo un poco en el portal mirando los carteles. Una película del pasado festival de cine. No me interesa. Estoy aquí buscando chicas como ésa de barriga plana. El pantalón se despega suficientemente como para mostrar el comienzo de un tatuaje jeroglífico y la liga de su hilo dental. No me ve. Mira a través mío como si yo fuera un cristal. Tampoco me ve la mulata de trasero esférico, ni la otra muchacha cuyo pecho hace pensar que la ley de gravedad funciona en sentido opuesto.

En cambio, recibo insinuantes miradas de una medieval veterana con ínfulas de vampiresa y aires de bruja. Decido pasarme a Coppelia cuando me descubro dispuesto a apreciar sus blandas redondeces.

Finalmente, diviso mi presa. La veo pasar, y me ve. Lleva junto a ella una niña con un lindo vestido hecho en casa. Ella misma debe haberse ajustado también el pantalón cuya cadera duplica su cintura. Las dos traspiran limpieza y satisfacción. Pero no llevan papito para la niña. Estiro mi oído para escucharlas antes de ser advertido. "No. Ahora, no." La niña pone cara de conformidad, sabe que no debe discutir, ya hizo su intento. Adivino. Me adelanto, compro un helado cubierto de chocolate y nuez (un CUC, qué abuso) y comienzo a abrirlo con parsimonia delante de ellas, vigilando la mirada de la niña, que no demora en manifestarse.

"¿Quieres uno?" Ella mira a la mamá y yo no espero. "Deme otro, para la niña." La mamá hace un gesto de rechazo, inútil, porque no le dejo opción. Ya la niña está saboreando su helado y aún no he tocado el mío. "Este es para ti." Le digo a la mamá, que se niega terminantemente. "No puedo comérmelo y dejarte mirando. Voy a tener que botarlo." "Es que no está bien." "No te preocupes, que a mí no me gusta el helado." Ya le dio la primera probada cuando decide cogerme la mentira. "¿Y para qué lo compraste?" Levanto las cejas alternativamente, le guiño medio ojo y sostengo una sonrisa viciosa, triple mensaje que responde en el acto bajando la mirada hacia la niña con una mueca de interés.

"¿Vienen o van?" No se me ocurre nada más inteligente con que obtener el permiso para acompañarlas. La niña debe andar por los ocho o nueve años y su mamá no querrá que participe de sus coqueteos. "Fuimos a Jalisco Park y ya vamos de regreso." El nivel de explicaciones es un contemporizador. Las acompaño a la parada de su guagua. Hay una hilera de boteros esperando, con sus anunciantes que vocean el recorrido. Nos miramos. Ella espera que la invite a ir en uno, pero no sé a dónde va y no sé si me alcance el dinero. Así que me hago el entretenido. "¿Cómo es tu nombre?" "Alina." No me gusta su nombre, me trae malos recuerdos, pero ¿qué importa? "¿Alina, te molesta si las acompaño?"

Mientras esperamos la guagua, inicio mi exploración. Está divorciada, es camagüeyana, el papá de Mayté se separó de ellas mientras vivían allá, ahora se están quedando en casa de una hermana en La Víbora, ya le hizo el traslado de escuela a su hija, consiguió un trabajo por la izquierda en una pizzería particular, recibe un giro de cien pesos todos los meses para la manutención de la niña, tienen un cuarto para ellas dos, no pagan alquiler, pero ayudan en los gastos, llevan un año y tres meses en la Habana, no piensa regresar.

Vamos en la guagua, una señora carga a la niña y aprovecho para pasar el brazo por la cintura de Alina y atraerla. Huele a "Primavera", el perfume de dos cuarenta que le regalé a Mariela el día de su último cumpleaños. Le hago notar mi dureza y ella se acomoda para sentirla en toda su extensión. Ya no hablamos, no observo el camino, me concentro en su cuello que se eriza hasta con mi aire.

Ante la puerta de su casa me pide que espere. Entra sola con su hija, que quiere continuar con el sueño de la guagua. La casa está oscura, buena señal, ya la hermana debe haberse acostado. Un momento después sale y me invita a pasar, pero después me pide que espere en el sofá hasta que Mayté se duerma más profundamente. Me siento en la oscuridad mientras ella, sin hacer ruido, da unas vueltas por la casa.

"Voy a traer la niña" Me levanto y la cargo yo, mientras ella le susurra tonterías para que no se despierte. Con infinito cuidado, la acuesto en sofá donde su madre ha colocado una sábana y prende un silencioso ventilador de techo.

Y ya estamos juntos en el cuarto. Por suerte, la hermana tiene el sueño profundo. No hubo algo parecido a una invitación, enamoramiento, sugerencia. La vi deseable fuera de su día habitual, mamá joven que cuida a su niña, carne dura insatisfecha. Mi animalidad despierta me hace olvidar la cautela: mi potencia y aguante le alcanzan para borrar su estrés y dormir plenamente. No pudo hacer lo mismo. La despierto, ya vestido. "Hay que traer a la niña." "¡Verdad!" Cambia las sábanas, la ayudo con Mayté, me acompaña a la puerta.

Me besa, me da dos números telefónicos, casi me pide que vuelva. Su complacencia se manifiesta sin rubor. Asusta, por claro, su deseo de prolongar la relación, de tener un hombre permanente a su lado.

Cuando llego a mi casa son cerca de las cinco de la mañana. Me acuesto junto a Mariela y me duermo en pocos minutos. Generalmente, doy muchas vueltas antes de dejarme vencer por el sopor, pero la excitación se me ha agotado en el largo viaje y no necesito esforzarme más.

Sólo el olor del almuerzo me despierta. Antes de sentarme a la mesa, me baño sin decir una palabra, y aún en silencio, salgo después de comer. Me dejo atrapar por el eterno dominó. Juego hasta la hora de la comida, pero no regreso después a casa.

Sólo camino. Las calles sucias, las paredes desconchadas, los ruidosos vehículos humeando al aire cálido, montones de personas a la deriva, tiendas cerradas, bares abiertos. La Habana es un despropósito. Regreso lentamente.

Mariela no soporta mi silencio, pero me sirve la comida, que ingiero sin analizar.

Vuelvo a salir dar una vuelta. Hay pocas luces en las calles, no ponen luminarias en los exteriores de las casas, los portales. Tampoco hay mucho tráfico nocturno. Desde el Parque llega el ruido de un concierto de Rock. Me acerco, pero mientras menor es la distancia, más lejanos están de mí, músicos y espectadores.

La casa está vacía. Me acuesto, escuchando los susurros del edificio.


 

12 comentarios:

BARBARITO dijo...

Muy bueno, maestro.
Gracias por compartir.

Anónimo dijo...

me ha encantado,escribe el final.

van van dijo...

yoani gusana, cubasi

Anónimo dijo...

reinaldo nadie fue a la plaza....de madre...todo el mundo tocando cazuela contigo ja,ja,ja,ja,ja....ahora si se cae eso gusano.

BARBARITO dijo...

¡¡Que PENA por la Cultura...!!

glazam dijo...

Muy bueno, me gustó mucho. Saludos.

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